Textos más vistos etiquetados como Cuento publicados el 27 de julio de 2016

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etiqueta: Cuento fecha: 27-07-2016


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La Gallina Degollada

Horacio Quiroga


Cuento


Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban, se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, nueve. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Estación de Amor

Horacio Quiroga


Cuento


I

Primavera

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:

—¿Quién es? No parece fea.

—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor
Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.

—¡Qué encanto!—murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.

—¿Quiénes son?—preguntó Nébel en voz baja.

—El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica… Es cuñada del doctor.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Infierno Artificial

Horacio Quiroga


Cuento


Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.

No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.

El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.

Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos—inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.

… ¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.

Es todo cuanto queda de un cocainómano.

—¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Solitario

Horacio Quiroga


Cuento


Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.

No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.

Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya —¡y con cuánta pasión deseaba ella!— trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.

Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida —debía partir, no era para ella— caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Ojos Sombríos

Horacio Quiroga


Cuento


Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme. Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después de larga ausencia.

Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo informé de mi noviazgo con Elena—y su reciente ruptura. Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.

—No crea en esas sacudidas—me dijo Zapiola con aire tranquilo y serio.—Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después. Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de la tierra. Oigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.

Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.

—No sé qué tiene que ver el orgullo con esto—le observé.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Vampiro

Horacio Quiroga


Cuento


—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

—¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!

—Óigame: Cuando yo llegué... allá, mi mujer...

—¿Dónde allá?—le interrumpí.

—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?...

Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.

¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!

Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

—¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

—¡No es ella! ¡Ésa no es!


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Espectro

Horacio Quiroga


Cuento


Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.

Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos.

De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón . Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Peón

Horacio Quiroga


Cuento


Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera, y vi detenido a un hombre joven, con el sombrero en una mano y una valija en la otra.

Hacía cuarenta grados fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraba como sesenta. No parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de cinco metros de diámetro, que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región y el mío.

Le pregunté qué quería, y me respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención.

Para peón, estaba absurdamente vestido. La valija, desde luego de suela, y con lujo de correas. Luego, su traje, de cordero marrón sin una mancha. Por fin las botas; y no botas de obraje, sino artículo de primera calidad. Y sobre todo esto, el aire elegante, sonriente y seguro de mi hombre.

—¿Peón él...?

—Para todo trabajo —me respondió alegre—. Me sé tirar de hacha y de azada... Tengo trabalhado antes de ahora no Foz—do—Iguassú; e fize una plantación de papas.

El muchacho era brasileño, y hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués—español—guaraní, fuertemente sabrosa.

—¿Papas? ¿Y el sol? —observé—. ¿Cómo se las arreglaba?

—¡Oh! —me respondió encogiéndose de hombros—. O sol no hace nada... Tené cuidado usted de mover grande la tierra con a azada... ¡Y dale duro a o yuyo! El yuyo es el peor enemigo de la papa.

Véase cómo aprendí a cultivar papas en un país donde el sol, a más de matar las verduras quemándolas sencillamente como al contacto de una plancha, fulmina en tres segundos a las hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral.

El hombre me miraba y lo miraba todo, visiblemente agradado de mí y del paraje.


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El Síncope Blanco

Horacio Quiroga


Cuento


Yo estaba dispuesto a cualquier cosa; pero no a que me dieran cloroformo.

Soy de una familia en la que las enfermedades del corazón se han sucedido de padres a hijos con lúgubre persistencia. Algunos han escapado —cuentan en mi familia— y según el cirujano que debía operarme, yo gozaba de ese privilegio. Lo cierto es que él y sus colegas me examinaron a conciencia, siendo su opinión unánime que mi corazón podía darse por bueno a carta cabal, tan bueno como mi hígado y mis riñones. No quedaba en consecuencia sino dejarme aplicar la careta, y confiar mis sagradas entrañas al bisturí.

Me di, pues, por vencido, y una tarde de otoño me hallé acostado con la nariz y los labios llenos de vaselina, aspirando ansiosamente cloroformo, como si el aire me faltara. Y es que realmente no había aire, y sí cloroformo que entraba a chorros de insoportable dulzura: chorros de dulce por la nariz, por la boca, por los oídos. La saliva, los pulmones, las extremidades de los dedos, todo era náuseas y dulce a chorros.

Comencé a perder la noción de las cosas, y lo último que vi fue, sobre un fondo negrísimo, fulgurantes cristales de nieve.

* * *

Estaba en el cielo. Si no lo era, se parecía a él muchísimo. Mi primera impresión al volver en mí, fue de que yo había muerto.

«¡Esto es! —me dije—. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que es apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi cuerpo que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese cuerpo se queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo, vivo, pues soy un alma viva».


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Juan Darién

Horacio Quiroga


Cuento


Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones correctamente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas.

Una vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este mundo . Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba:

—Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!

Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito donde se veía la selva.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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