En la iglesuela románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia
de la espadaña, fiuncho y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que
iban aplastando los gruesos zapatones de los hombres, los pies descalzos
de los rapaces. Allá en el altar polvoriento, San Julianiño, el de la
paloma, sonreía, encasacado de tisú con floripones barrocos, y la
Dolorosa, espectral, como si la viésemos al través de vidrios verdes, se
afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas pisoteadas
y de las azules hortensias frescas, puestas en floreros de cinco tubos,
que parecen los cinco dedos de una mano.
Sin razonar nuestro instinto, deseábamos que la misa terminase.
Al pie del atrio, allende la carcomida verja de madera del
cementerio, nos aguardaba el coche —cuyas jacas se mosqueaban
impacientes— que iba a reconducirnos, a un trote animado, a las blancas
Torres, emboscadas detrás del castañar denso, sugestivo de
profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por la puerta de la
sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz
cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia
los fieles, y dijo, llanamente:
—Se van a llevar los Sacramentos a una moribunda.
Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las
blancas Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas,
rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas
de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre polvareda, porque,
¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal secura, no
llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises,
consumidas del estiaje y de la calor...
Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de
consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía
muy lejos? La respuesta enigmática del terruño:
—La carrerita de un can...
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