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etiqueta: Cuento fecha: 28-10-2020


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El Cura de Romeral

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Parroquia de cordillera chilena, por consiguiente pobre. Gran casa de un piso aparragada en la tierra y muy cerca del cerro. Rincón de huerto asoleado, poético, mezcla de la arboleda umbrosa del llano, con el monte criollo de maquis y quillayes. Una fila de enormes perales en el fondo, completamente nevados de albas flores, deja caer en vago espiral la plumilla caliente de las corolas que ya se marchitan. En el suelo, de la blanquísima alfombra que tiende toda esta florescencia moribunda, surgen centenares de retoños que el fruto caído y no levantado del suelo sembró y fecunda sin intervención de nadie. Arbolillos que levantan una sola varilla con hojas tiernas, van a suplir con los años los viejos perales apolillados y estériles, que lloran su savia por la agrietada corteza. ¡Así debía renovarse el bosque por sí solo! Otra fila de cerezos aún más floridos, alargan sus ramas sin hojas, solamente envueltas en abiertos copos que parecen de luna blanca. Al amanecer, antes de salir el sol, este follaje blanco destella con luz propia mirándolo contra el cielo de frío azul, y parece que cada flor es una estrella. En este pobre huerto hay diseminadas diversas plantas con que cada cura marcó su paso. Hubo uno aristocrático, un viejito delgado, de gran nombre, enviado a la cordillera por salud, que dejó algunos rosales finos. Le siguieron dos buenos curas campesinos y humildes que marcaron su pasada en algunas matas de pelargonia, dengues, artemisas, flor de la pluma.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Doble Existencia

Roberto Payró


Cuento


Á Ana Lin Payro
 

—¿Así, pues, preguntó Arturo, hay siempre ese antagonismo entre los ricos y los pobres, y vice-versa?

—Sí, dijo el anciano. O, por lo menos, no he visto más que excepciones durante toda mi vida. Y también esa era la opinión de mi madre, cuando tenía más años que los que tengo yo ahora, y los cabellos tan blancos ya como un copo de algodón.

—¿Cómo lo sabe Vd? preguntó Luis.

—¿Cómo? Porque siempre me relataba un cuento, un cuento raro, que, según ella, debía llamarse "La existencia doble"

—¡Veamos el cuento, veamos el cuento! exclamaron todos.

—Es largo, es difícil de contar, y quién sabe si acierto en mi ignorancia: mejor es que calle.

—¡Nó, nó! ¡que lo cuente, que lo cuente! entonaron en roro.

—Si tal es el deseo de Vds... Pero quizá se arrepientan. No olviden que el cuento era relatado en aquella época por una mujer pobre; que hoy lo es por un hombre más pobre todavía; y que los que carecemos de fortuna, los que nos vemos obligados á trabajar hasta la edad más avanzada de la vida, tenemos mucha hiel que verter sobre los ricos...

—No importa, dijeron unos.

—¡Tanto mejor! exclamaron otros.

—Siendo así, comenzaré mi cuento, pero les ruego que no me interrumpan, dijo el anciano componiéndose el pecho y paseando la vista en de rededor, mientras el más profundo silencio reinaba en la sala.

I

Allá, en lejanos tiempos, cuando los pobres no pensaban, porque no tenían libertad para ello todavía, cuando ciertos hombres eran señores, y esclavos los demás, habitaba en una ciudad populosa un humilde carpintero, acompañado por su mujer y dos hijos pequeños, que, si le daban alegrías pasajeras, constituian para él una pesada carga, una fuente de disgustos nunca concluida.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Idilio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde la aldeíta de Saint-Didier la Sauve, el soñador y dulce Armando se vino derecho a París. Había estudiado para cura antes de que estallara la revolución, interrumpiendo de golpe su carrera y dejándole sin saber a qué dedicarse. El hábito de la lectura y la timidez del carácter, sus manos blancas y la delicadeza de sus gustos, le alejaban del ejército y de la ardiente y furiosa lucha social de aquel período histórico, lo mismo que de los oficios manuales y mecánicos. De buena gana sería preceptor, ayo de unos adolescentes nobles y elegantemente vestidos de terciopelo y encajes... Pero ahora esos adolescentes, con ropa de luto, lloraban en el extranjero a sus familias degolladas, o ni a llorarlas se atrevían, porque no habían podido emigrar a un país donde no fuese peligroso derramar llanto...

Y el caso es que urgía decidirse a emprender un camino, porque los padres de Armando, aldeanos menesterosos, no estaban dispuestos a mantenerle a sus expensas, y el mozo, en su afinación, no acertaba ya a coger la azada ni a guiar el arado. Bocas inútiles no se comprenden entre los labriegos. El que come, que se lo gane. A París con su hatillo al hombro. Una vez allí, ya le acomodaría de escribiente, o de lo que saltase, el ebanista Mauricio Duplay, nacido en aquel rincón y grande amigo del alcalde de Saint-Didier. En la aldehuela se contaba que Mauricio Dupley, no contento con labrarse una fortuna por medio de su trabajo, actualmente era poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo y por qué mandaría? No le importaba eso a Armando. Se sentía indiferente a la política, que tanto agitaba entonces los espíritus.


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Quien Da Pan a Perro Ageno

Roberto Payró


Cuento


I. Las dos amigas

En un extremo del soberbio salón, la hermosa Elena conversa en voz baja con Marciana, su antigua amiga, mientras que Emilia, su madre, al lado de las altas ventanas, ocúpase en ejecutar un primoroso bordado que destina á la canastilla de bodas de su hija. De cuando en cuando la anciana señora levanta la vista de su labor, y fija sus ojos cariñosos en Elena, regocijándose con la alegría que resplandece en el rostro de la novia, Marciana, entre tanto, escucha con la mayor atención las palabras de su amiga, que víbran apenas en el silencio de la vasta sala.

—Tengo que comunicarte una noticia, una gran noticia... Ya te la hubiera dicho, pero como pareces olvidarte de mí ... como no vienes hace un siglo..

—¿Una noticia? preguntó Marciana afectando interés. ¿Cuál es ella?

—No, no te lo digo ... adivina si puedes, contestó la jóven, ruborizada, pero no sin cierta malicia.

—¿Lograste por fin que tu mamá accediera al proyectado viaje á París?

—Nó, nó, es mejor que eso, es mejor que eso! murmuró Elena con los ojos brillantes.

—Entonces ... no adivino.

—¿No sabes? dijo ella sonrojándose aun más. Estoy de novia ... me caso antes de tres meses!

—¿De veras?

—Oh! Y tan de veras! figúrate ... soy feliz! ¡Tan feliz!

—Y ¿quién es el afortunado?

La jóven miró á su amiga con expresión indefinible de contento y orgullo, y con volubilidad:

—Imajínate un hombre alto rubio, elegante, de bigote siempre correcto, ojos azules, boca sonriente, una cabeza artística ... y luego tan bueno, de tanto talento! .. y tambien ... tan enamorado de mí! ..

—Sí; el retrato puede ser exacto; pero no reconozco en él al retratado. ¿Quien es?

—¿No lo has reconocido? ¡qué tonta! si es Rodolfo, si es mi primo! ...

—¡Rodolfo! exclamó Marciana palideciendo.

—Sí, él, él mismo.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pajarraco

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Así como es misteriosa la vena en el juego, lo es la vena en amor. Los seductores no reúnen infaliblemente dotes que expliquen su buena sombra. Siempre que dice la voz pública: «Ese tiene con las mujeres partido loco», nos preguntamos: ¿Por qué? Y a menudo no damos con la respuesta.

Todavía, en la villa y corte, la guapeza en lances y la destreza en sports; lo escogido de la indumentaria y lo vistoso de la posición social; ese conjunto de circunstancias que rodean a los llamados por excelencia «elegantes», dan la clave de ciertos triunfos. Mas no sucede así en los pueblos, donde los profesionales del galanteo suelen gastar corbatas de raso tramado y puños postizos. Allí, sin embargo —lo mismo que aquí— existen individuos que en opinión general ejercen la fascinación, y padres y maridos los miran de reojo.

Laurencio Deza, entre los veinticinco y los treinta y tres de su edad, fue fascinador reconocido en una ciudad donde faltarán grandes industrias y actividades modernas, pero donde abundan lindos ojos negros, verdes y azules, que desde las ventanas no cesan de mirar hacia la solitaria calle, por si resuena en sus baldosas desgastadas un paso ágil y firme, y por si una cabeza morena se alza como preguntando: ¿Soy costal de paja, niña?

Laurencio ni era feo ni guapo. Tenía, eso sí, gancho, una mirada peculiar, un repertorio de frases variado, y a su alrededor flotaban, prestigiándole, las sombras melancólicas de algunas abandonadas inconsolables y de otras desdeñadas caprichosamente. A la que rondaba, sabía alternarle azúcares con hieles, rabietas de despecho con satisfacciones orgullosas, y por este procedimiento la curtía, zurraba y ablandaba a su gusto, dejándola flexible como piel de fino guante.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Doradores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alrededor de la fábrica —una fábrica elegante, de marcos, molduras y rosetones dorados, en mate y brillo— apostóse el nutrido grupo de huelguistas. A media voz trocaban furiosas exclamaciones y sus caras, pálidas de frío y de ira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolución. Que se preparasen los vendidos, los traidores que iban a volver al trabajo, no sin darse antes de baja en la sociedad El Amanecer.

Algunos de estos vendidos, deseosos de ganar para la olla, habíanse aproximado con propósito de entrar en la fábrica, y ante la actitud nada tranquilizadora del corro vigilante, retrocedieron hacia las calles céntricas. Conversaban también entre sí: «Aquello no era justo, ¡concho! El que quiera comerse los codos de hambre, o tenga rentas para sostenerse, allá él; pero cuando en casa están los pequeños y la madre aguardando para mercar el pedazo de tocino y las patatas a cuenta del trabajo de su hombre... hay que arrimar el hombro a la labor». Hasta hubo quien refunfuñó: «Con este aquél de las sociedades no mandamos, ¡concho!, ni en nosotros mismos...» Melancólicos se dispersaron a la entrada de la calle Mayor para llevar la mala noticia a sus consortes.

Los huelguistas no se habían movido. Nadie los podía echar de su observatorio; ejercitaban un derecho; estaban a la mira de sus intereses. Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvo un esguince de extrañeza al ver venir, de lejos, a una chiquilla rubia —de unos catorce, o que, en su desmedramiento de prole de obrero, los representaba a lo sumo—, y que, ocultando algo bajo el raído mantón, se dirigía a la fábrica de un modo furtivo, evitándolos.

—¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí?

Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelosa de terror. Y, al fin, hollipó:

—¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen!


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Los Niños

Roberto Payró


Cuento


Un dia, volviendo de lo infinitamente grande á lo infinitamente pequeño, fijando sus miradas en dos niños que jugaban en la calle, —me dijo con ese acento melanóclico que daba siempre á sus palabras:

—Amo á los niños de ojos azules y cabellos rúbios; en su mirada indecisa y soñadora veo algo dulce y vago que me encanta. Amo tambien á los de cabellera negra y ojos brillantes: los amo con todo mi corazón, porque el niño es siempre una promesa del porvenir lejano, y gozo al soñar en lo que no se ha realizado aún, en lo que solo en la imaginación existe. Algunos viven del pasado, muchos del presente: á mí me gusta vivir del futuro; por eso amo á los niños. Quizás también sea porque, como entre nubes, se me presenta ahora la imájen de mi madre santa y noble, haciéndome dormir con la cabeza entonces blonda, reclinada en su regazo, mientras me miraba con sus grandes ojos que decían tántas cosas!...

Pero, á veces, cuando los contemplo, sentados sobre mis rodillas, siento llenárseme de lágrimas los ojos. ¡Pobres almas puras y candorosas! Ellas también perderán sus ilusiones al ponerse en contacto con el mundo, como pierde la mariposa el dorado polvillo de sus alas, al escapar de sus manos, sonrosada cárcel que suele ser á veces su sepulcro. Ellas también palparán la realidad, y verán al hombre pequeño, más pequeño que lo que él mismo se crée desde que ha ahogado su corazón dentro del pecho; ellas también echarán alguna vez de ménos, los dias en que no se daban cuenta de ellas mismas, cuando vagaban por los espacios siderales, envidiando el ráudo vuelo del ave, que, embriagada en torrentes de luz, se levanta hasta las nubes; ellas se verán también pequeñas, cuando los plateados hilos de las canas les traigan un poco de experiencia, y un poco más de nieve para helar su corazón ...


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El Tesoro de los Lagidas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El esclavo nubiano, portador de la lámpara de arcilla, la colocó cuidadosamente sobre la estela de ónix, y el reflejo de la luz proyectó en las paredes de la cámara sepulcral, decoradas con pinturas prolijas y jeroglíficos misteriosos, las altas sombras de la reina, del gran sacerdote y del mismo fornido esclavo.

Cleopatra, sobre la túnica de gasa violeta, llevaba una sola joya, el collar de escarabajos de turquesas y esmeraldas, célebre por su significación y su procedencia; perteneciente a Psamético primero, robado por Tolomeo Lago, el fundador de la dinastía de los Lagidas, transmitido a los sucesores de la corona, era como emblema de aquel poder de los reyes de Egipto, que se llamaría ilimitado si no lo contrastase la teocracia. Los soberanos de la dinastía griega, sintiéndose usurpadores, habían exagerado el culto de la tradición, y el collar, al cual se atribuían virtudes sobrenaturales, salía a relucir en los momentos críticos, cuando se invocaba al Dios creador y conservador de la tierra del buitre.

Aparte del collar, otro escarabajo de cambiante esmalte, sencillo y primoroso, ceñía con sus alas las sienes de la reina, oprimiendo los bucles negros que se escapaban como racimos de uvas maduras. El esclavo miraba con éxtasis. Una sonrisa silenciosa, de ventura, dilataba sus gruesos labios y hacía brillar su dentadura juvenil. Él sabía a punto fijo que no era cierto que Cleopatra abriese sus brazos únicamente al general romano que había perdido la batalla de Accio. Aquella sonrisa, a la vez de adoración y de insulto, hizo fruncir el entrecejo a Cleopatra. Extendió el dedo y señaló a una puerta baja, maciza, oscura.

—Apoya los hombros, Elao —ordenó—. Aprieta con fuerza hasta que la puerta gire.

El esclavo obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían la superficie del metal.


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La Pasarela

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el muelle, en fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la ciudad departamental.

Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla espléndida, una exuberancia de formas... Pero, objetaban los partidarios de la genérica —a la cual no conocían sino por sus retratos—, estaba ajamonada, mientras la otra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera: cuales valen más, si las de libras o las menuditas y flacas.

Si recogiesen las disertaciones sobre este punto controvertible, llenarían varios abultados tomos.


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El Peligro del Rostro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El fundador de aquel Imperio turco, que tanto dio que hacer antaño a venecianos y españoles, hasta que logramos contenerle definitivamente en sus fronteras europeas, por medio de la función de Lepanto, fue uno de esos héroes que, dotados de valor sin límites, unía a él —sucede lo mismo a casi todos los superhombres de acción— prudencia y astucia dignas de un discípulo de Maquiavelo, que aún había de tardar en nacer algunos siglos cuando vivió Gazi-Osmán.

Gazi-Osmán no nació en las gradas del trono, y todavía andaba lejos de él al ocurrir la aventura que os refiero. Los cronistas orientales se han complacido en atribuir al fundador del Imperio otomano fabulosos orígenes, remontando su genealogía hasta el diluvio; pero esto sólo prueba que en todas partes pasan las mismas cosas. No por eso se crea tampoco que Osmán hubiese nacido en las pajas: descendía de un general de la Horda, lo cual ya es honorífico. La sangre nómada que latía en las arterias de Osmán, le prestó esa energía de instinto que conduce a acometer sin recelo las más increíbles empresas. Mientras el padre de Osmán ejercía irrisorio poder feudal sobre un pedacillo de tierra, el hijo meditaba en el Imperio magnífico que extendería la palabra y la doctrina del Profeta por Europa y Asia, cogiendo a los perros cristianos entre los brazos de la tenaza del Islam; los africanos por España y los turquestanos desde el canal del Bósforo hasta Transilvania, para avanzar de allí hasta donde fuese preciso.


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