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etiqueta: Cuento fecha: 28-11-2021


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La Flor del Matutero

Silverio Lanza


Cuento


—Serrana, ponte el pañuelo,
que está la espiga de trigo
envidiosa de tu pelo.


—Miente, miente, pa jaserte de querer.


Si hubiera el mentir condena,
ya estaría en un presidio
el gachó que me camela.


—La jonjana pa el campo y jaz mutis, que te saco las cinco cuerdas.

—Pues si tu no cantas ni miquis; como no cante la agüela.

—Agüela, saque osté argo, asín que sean los posos.

—¡Ay, hijo, ni pa acompañar al grillo!

—Pues venga un pasito.

—Jamugas que me pusieran en la borrica y no levantaba yo los pies del suelo.

—Canta tú, pelmaso.

—Le voy á despavilar el insómnico á tu madre.

—Si no me duermo.

—Don Insónico lo ha mentao.

—Don Insónico es un bruto, mejorándote á ti.

—Vaya unos términos que te traes.

—Yo he dicho insómnico.

—¡Ay! si paese que te da hipo.

—¿Quién?

—Ese.

—Lo que tu buscas son dos gofetás.

—El Cid matando mujeres.


El Cid con tanto valor.


Pero ¿acompañas ó no acompañas?

—Si paeces un reuma que tan pronto da en un lao como en otro.

—Pues ya ves que salgo por jaleo.

—Pa la jorca debías de salir.


—No me quites la mirada.


—Y ahora por solea.

—Pues sígueme, hombre, que detrás del coche van los perros.

—Adiós, carretela.


—No me quites la mirada,
mira que me estás poniendo
como una cueva cerrada.


—Agüela, tápese usted la visión pa que no vea usted lo que va á pasar.

—¡Bah! La intensión no ha perdió á ninguna mujer.

—Pues por la intensión se condena.


—Por la intensión se condena,
yo me condeno al quererte,
porque mi intensión no es güena.


—La mía como er agua bendita.


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Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Justicia que Da Miedo

Silverio Lanza


Cuento


—Silverio, estate quietecito.
—Pero, mamá, siempre me pide usted que me esté quieto.
—Porque es lo único que necesito de tí.


Dejé la pluma y subí á cubierta porque oí rotar la caña.

El piloto me llamó desde el puente para ofrecerme una taza de café. El capitán, que se paseaba por el alcázar, me detuvo:

—No acepte usted; el café le excita, ¿sabe? mañana veremos tierra de Puerto Rico. Si va malo, le dejo allí.

—¡No lo quiera Dios!

—Ni yo le dejare, ¿sabe? ¿Qué ha escrito esta noche?

—Un artículo acerca de las autoridades.

—¿Y á usted que le importan si es usted bueno?

—No basta. Es mi obsesión. Temo siempre morir inocente en un patíbulo.

—¡Vaya! ¡Cálmese, niño!

—Eso mataría á mi santa madre, que tanto se ha esforzado en hacerme caballero. Y mi esposa sería la mujer de un presidiario. Y mi nene bonito maldeciría á su padre.

—Pero, cálmese. Eso no ocurrirá nunca; eso no es posible.

—¿Qué no es posible? ¿Es posible que aquí, en esta inmensa soledad del Océano y del firmamento, que se reúnen en un horizonte no interrumpido, podamos rompernos la cabeza contra tierra?

—Sí, señor.

—¿Cómo?

—Dando en un bajo.

—¿Y qué es un bajo?

—Un punto que...

—Un punto que está demasiado alto. Pues todas las grandezas que la Humanidad lleva consigo al navegar por el mar de la vida pueden perecer súbitamente, porque los bajos están muy altos.

—¿Lo dice usted por mí?—me preguntó el piloto desde el puente.

—No, señor.

—Pues camará, suba usted á tomar café. Y á esos bajos, ¡qué los balicen!


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La Locura Ajena

Silverio Lanza


Cuento


—Pero, vuélvase usted de este otro lado—le decía yo en la huerta del manicomio al infeliz Roldan.

—De este otro lado veo mi buena sombra.

—No señor; de este lado no ve usted ninguna sombra, porque está usted cara al sol.

—De este lado está mi buena sombra, pero usted no ve la buena sombra que yo tengo. En cambio me vuelvo, y ahí tiene usted mi sombra negra, mi sombra mala, la que ustedes ven; y, por eso, me llaman mala sombra.

—Pues póngase usted de costado hacia el sol.

—¿Y que?

—Haga usted la prueba.

—¡Si la hago muchas veces!

—Vera usted que solo tiene usted una sombra.

—Veo las dos, pero usted solo ve la mala.

—Como usted vera la mía.

—Algunos días no, pero hoy la tiene usted.

—Porque discuto.

—Porque está usted muy pesado, y sería usted capaz de volverme loco.

—Eso es lo que yo no quiero.

—O devolverse usted.

—Lo sentiría.

—Y yo también; pero es peor hallarse cuerdo y que le tengan á uno encerrado. Y todo por mi mala sombra. Y por la noche es peor. Cuando voy por el corredor estrecho siempre voy viendo mi sombra mala.

—Porque siempre tiene usted á sus espaldas un farol.

—Como usted tiene siempre una respuesta.

—No vale incomodarse.

—Ya sabe usted que no me incomodo; trato de convencerle á usted, y algún día me dará usted la razón.

—En cuanto usted la tenga.

—En cuanto usted razone. ¿Por qué al pasar por delante del tragaluz de la cocina, cuando vamos á cenar, crece tanto mi mala sombra?

—Porque la luz viene de abajo.

—Me recuerda usted á un orador de club á quien oí, y que decía: Es necesario enseñar á los reyes, que la luz que ha de iluminarles viene de abajo, y como el orador pisase en el suelo una cerilla que se inflamo, hubo chacota larga y... y...


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La Tarea del Negro

Silverio Lanza


Cuento


Lino Delgado, curial activo é inteligente, supo que en la calle de las Tres Cruces, tres triplicado, tercero, vivía D. Francisco de Borja Pérez, en compañía de su ama de gobierno doña María del Carmen Pérez y de una encantadora hija de la doña Carmen y de Paco Pérez, un cochero de punto que murió en Viernes Santo.

Lino dudo de las relaciones intimas entre D. Francisco y doña María, pero no siendo Pepita un pimpollo, era indudable que Don Francisco gratificaría bien á quien se casase con Pepita. Y se casaron.

Pero la muerte arrebato á Don Francisco en la flor de su vejez; y revolvió Lino el Negociado de Ultimas Voluntades y se convenció de que D. Francisco había muerto sin testar.

—No importa, se dijo.

Y al inscribirse en el Registro aquella defunción, apareció doña Carmen como viuda del D. Francisco, y Pepita como huérfana del finado. Y así Pepita Pérez heredo como hija (soltera) de D. Francisco y de doña Carmen, y siguió Pepita Pérez y Pérez (casada), siendo esposa de D. Lino Delgado é hija de doña María del Carmen y de Paco.

Desgraciadamente, no fué satisfecha la vindicta pública, pero el delincuente sufrió su pena, porque otro curial averiguo el delito, y pidió á la mamá—con anuencia de Pepita—la mano de doña Josefa Pérez y Pérez, soltera é hija de D. Francisco y de doña Carmen. Cuando Lino quiso revelarse le remitió su compañero la Ley de Enjuiciamiento criminal.

Lino sigue casado, y sin esposa ni dinero; y el otro marido de Pepita no debe estar tranquilo; porque, si muere Lino Delgado, se casa doña Josefa Pérez y Pérez, viuda, é hija de Paco y de doña María del Carmen, con el primer barbián que la corteje.

Y es que los pillos hacen, casi siempre, la tarea del negro.


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La Verbena de San Juan

Silverio Lanza


Cuento


—¡Olé! ¡Viva la alegría! señor Rafael, tráigase usted la fuente de la plaza, echando vino.

—Ojo con emborracharse, que luego, á la noche, hay alguno que rompe tres primas sin haber templado.

—Aquí nadie se emborracha; el que lo hace, paga la convidada por todos.

—Mucho, mucho; muy bien dicho.

—¡Que se escriban esas palabras!

—Oye. ¿A quién le has oído tú eso?

—Al diputado.

—¡Bravo! ¡Bravo! Que haga el diputado.

—Figúrate que estás en las Cortes.

—Que se suba encima de la mesa.

—Escucha. Zurdo. ¿Cómo van vestidos los ministros?

—Si no me dejáis, no digo nada.—

—¡Silencio!

—Antes necesito beber un poco.

—Oye. ¿Los diputados beben vino?

—Estultus, como dice el sacristán. En Madrid, la gente gorda, bebe agua de Colonia.

—Menuda chispa tendrán los señoritos.

—Ca, hombre. Ahí tienes ese chistera con el color de restrojo lo mismo que un difunto. Parece un hombre porque lleva patillas y va muy tieso; el otro día le dieron aguardiente del bajo en casa del escribano; y, apenas lo cato, lloraba cada lagrimón más grande que el chico de mi hermana.

—Dicen que sabe mucho.

—No digo que no; pero ayer no sabía cuantos celemines tiene una fanega.

—Pues eso lo sabe todo el mundo.

EL maestro le dijo á mi madre que el tal señorito es mala persona, y que hay que vigilar á las mozas.,

—Leandro, eso va contigo. Desde que vino al pueblo anda detrás de Rosica.

—Ya sabe ella lo que tiene que hacer.

—Si no dices otra cosa... Rosa es una chica honrada, y si tu lo haces mal con ella, ni las piedras te van á querer en el pueblo; pero ya sabes que donde hay gallinas es adonde van las zorras.

—Vosotros sabéis algo y no queréis decírmelo.


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Las Estrellas Visibles

Silverio Lanza


Cuento


Diálogo de dos locos


—Perdone usted, mi general. Antes le salude á usted; pero no me acordaba de que toda la mañana he llevado vuelto el anillo, y que usted no me veía. Ahora me he descubierto y vengo á darle los buenos días.

—Muchas gracias; conque el anillo, ¿eh?

—Este es otro, pero no importa; yo los hago con cualquier cosa, y todos me sirven. Este es el anillo de Sísifo.

—Creí que era de usted.

—No, señor; de Esefo. De Esefo ó de Osiris; no estoy seguro.

—¿Y usted cree que nadie le ve á usted?

—Estoy persuadido.

—¿Y si los demás se lo ponen?

—Si se lo ponen y le dan vuelta, no hay quien los vea.

—Pues démelo usted, y haremos la prueba.

—No, señor.

—¿Duda usted de esa virtud?

—Nada de eso; pero si se lo pone usted, lo vuelve, y después no puede desvolverlo, queda usted para siempre invisible.

—No ocurrirá.

—Y que si yo necesito ocultarme mientras usted lo tiene puesto, pues, ea.

—(Con aire amostazado.) Pero si eso no oculta á nadie.

—Usted lo dirá.

—Dele usted vuelta, y ya vera usted como le encuentro en seguida. (Y le doy un puntapié.)

—¿Qué apostamos?

—Nada; porque ya sabe usted que mientras no venga Don Carlos, soy pobre.

—Pues de balde.

—De balde.

—¿Vamos allá?

—Cuando usted quiera.

El loco volvió el anillo, é inmediatamente dió al general una tremenda bofetada.

—¿Qué ha visto usted, mi general?

—¡Bruto!

—Pero, ¿qué ha visto usted?

—Las estrellas.

—¡Ah!, las estrellas; no digo que no.

Y siguió paseando tranquilamente.


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Las Paisanas de mi Madre

Silverio Lanza


Cuento


¿Gladiatores quoque ars tuetur ira denudat. Deinde quid opus est ira, cum idem perficiat ratio?

Séneca.


Ustedes se acordaran de la tarde que Cachitos volvió á la plaza; de que mató muy bien, y de que al salir se le hizo una ovación, y nada más. Pues ahora voy á referir lo que paso aquella tarde.

Cachitos había estado tres meses en la cama curándose una perturbación de las costillas y otros órganos convecinos, producida por la entrada súbita, en aquellas regiones, del cuerno de un Miura incivil y atropellante. Esta era la explicación dada por Pico de Oro, cuñado de Cachitos, su primer banderillero, y sevillano, aunque esta condición debía ir delante, según él decía, porque es el primer ditado que se trae al mundo.

Los pesimistas aseguraron que Cachitos no volvería á torear, y el diestro se fué á la capilla de la Virgen de la Paloma el primer día que salió de su casa, volvió á la calle de Toledo, entro en la taberna del señor Francisco, y dijo al mozo:

—De beber pa todo el mundo.

Y se sirvieron copas hasta en medio del arroyo.

Cuando acabo la sesión dijo el empresario á Cachitos:

—¿Y qué? ¿Le pongo á usted, una cruz?

—A mí me pone usted en el cartel, y con unas letras mu gordas para que se vean dende la eterniá por si me estaban aguardando.

Hubo aplausos, abrazos y vivas; y se supo que Cachitos mataría seis Veraguas de butén, de chipén, sin jonjauilla ni fantesías de pasa matute. Así lo decía Pico de Oro, y así lo repito.

Las letras del cartel eran gordas, pero no las vieron desde el otro mundo, porque hubieran resucitado los muertos para... nada, porque ya los vivos se habían repartido todo el billetaje.


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Para que Almuerce el Rey

Silverio Lanza


Cuento


Una noche de invierno, en Madrid, y en la plaza de Oriente...

Es una crueldad que las noches de invierno sean largas, y aunque á esto obligue la variedad de declinaciones del Sol, aprovecho este momento para protestar de la marcha de los astros.

Hacia las cuatro de la madrugada de una noche de invierno, una mujer joven, flaca, mal peinada y mal vestida, mostraba á un niño cubierto de andrajos, la estatua ecuestre del buen rey Felipe IV.

He dicho buen rey con permiso de Quevedo, y, además, porque siempre hablo con respeto de los reyes.

—¿Ves ese? pues también fué rey; pídele dos céntimos y verás como no te los da.

Seguía el rey Felipe IV apoyado en los estribos para defenderse en la empinada del caballo, empinada que tanto maravilla á las gentes, y que, aunque nada tiene de particular, dícese que fué invención de Galileo (?).

—No te los da tampoco. Ya ves que hemos pedido limosna á todos los reyes de la plaza. Pues no han chistado. Para pedir son buenos, pero para dar... Y tú, ¿qué dices?

—Tengo frío.

—Hijo de mi alma. Ven, que te abrigue.

Y quitándose la loca un mugriento pañuelo de seda que llevaba al cuello, cubrió con el la cabeza y los hombros del pálido niño.

—Tienes frío porque tienes hambre. Y tu, ya lo ves, desde que empezó la noche estamos pidiendo y... nada. Los reyes no dan; conque, ya ves. ¿Qué dices?

—Vamos á casa. Tengo sueño.

—Tienes sueño porque tienes hambre.

—Tengo mucho sueño.

—Sí, sí. A casa... A casa. A casa no se puede ir porque está cerrada la casa. ¿Abrirá la puerta el sereno? ó no la abrirá... Y tampoco cenaras en casa.

—Hay pan.

—Pero no está en remojo.

—No importa.

—Sí; no importa; y parece piedra como ese rey que está ahí de espaldas. ¡Qué grande es!

—Y ¿por qué les pides si son de piedra?


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Parada y á Fondo

Silverio Lanza


Cuento


Cui autem minus dimittitur, mi nus diligit.

San Lucas.


Piden dinero casi todos los amigos, dicho sea para elogio de los extraños; y á mis lectores les habrán dado más sablazos que pelos tengan en la cabeza, aún advirtiendo que no haya ningún calvo entre mis lectores.

El que pide promete pagar, aunque no tenga tal propósito ni facilidad para cumplirlo; y pide más que necesita, porque sabe que le han de dar menos de lo que pide; y de aquí proviene que todos los primos tengan fama de tacaños.

Admitida la existencia de esa costumbre peligrosa que se llama dar sablazos, se deduce cuan interesantes son todos los sistemas que llevan á lo que pudiéramos llamar la higiene del bolsillo. Y adviértase, desde luego, que á esto pueda aplicarse la máxima de un avicultor, que dice: «Es más fácil conservar sana á una gallina que curarla si está enferma.» ó sea, que es más fácil no prestar, que recuperar lo prestado.

Los inocentes, en su grado máximo, prestan, y los cautos, en su grado mínimo, responden: No tengo. también estoy esperando. Lo siento mucho, pero... conque vienen las gentes á suponerles pobres, y el que parece pobre, llega á serlo.

Otros, menos tontos, contestan: Para fin de mes; y como, al llegar aquella fecha, no cumplen lo que prometieron, adquieren fama de personas informales.

Quien es grosero porque envía enhoramala al sablista, y quien es impertinente porque da más consejos que moneda.

Yo conozco un método que defiende el bolsillo, evita que el prestatario pueda justificar sus calumnias, y produce un documento que atestigua las bellas condiciones del sablista y del presunto primo y la buena amistad que les une.

Supongamos que alguien ignorase mi voto de pobreza, y me pidiese dinero.


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¡Peste de Animales!

Silverio Lanza


Cuento


A los que viváis en tiempos futuros, ¡salud!

Cuando os nutráis bien, y sin esfuerzo y sin comer carnes por donde paso, al menos, la enfermedad del espanto; cuando os desplacéis sin usar de una bestia que os perfume el camino y se rebele contra nuestras ordenes; cuando los gatos y los perros no os quiten los besos de las mujeres; cuando los ruiseñores cedan las ramas á tiples económicas; cuando en el mar haya solo corales y perlas, en la atmósfera no haya más mosquitos, y en la tierra viva solamente el homo sapiens, acordaos de mi, que dije entre el desprecio de los unos y el enojo de los otros, esta perogrullada:

Cuanto más cerca de los animales está el hombre, menos distancia hay entre el hombre y los animales.


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