Para mi querida sobrinita Mariíta Lulo Quezada
Sus recuerdos anteriores eran muy vagos. Blanca plumilla de nieve,
revoloteó un día por encima de los enhiestos picachos y los helados
ventisqueros, hasta que azotada por una ráfaga quedóse adherida a la
arista de una roca, donde el frío horrible la solidificó súbitamente.
Allí aprisionada, pasó muchas e interminables horas. Su forzada
inmovilidad aburríala extraordinariamente. El paso de las nubes y el
vuelo de las águilas llenábanla de envidia, y cuando el sol conseguía
romper la masa de vapores que envolvía la montaña, ella implorábale con
temblorosa vocecita:
—¡Oh, padre sol, arráncame de esta prisión! ¡Devuélveme la libertad!
Y tanto clamó, que el sol, compadecido, la tocó una mañana con uno de
sus rayos al contacto del cual vibraron sus moléculas, y penetrada de
un calor dulcísimo perdió su rigidez e inmovilidad, y como una diminuta
esfera de diamante, rodó por la pendiente hasta un pequeño arroyuelo,
cuyas aguas turbias la envolvieron y arrastraron en su caída vertiginosa
por los flancos de la montaña. Rodó así de cascada en cascada, cayendo
siempre, hasta que, de pronto, el arroyo hundiéndose en una grieta, se
detuvo brusca y repentinamente. Aquella etapa fue larguísima. Sumida en
una oscuridad profunda, se deslizaba por el seno de la montaña como a
través de un filtro gigantesco…
Por fin, y cuando ya se creía sepultada en las tinieblas para
siempre, surgió una mañana en la bóveda de una gruta. Llena de gozo se
escurrió a lo largo de una estalactita y suspendida en su extremidad
contempló por un instante el sitio en que se encontraba.
Aquella gruta abierta en la roca viva, era de una maravillosa
hermosura. Una claridad extraña y fantástica la iluminaba, dando a sus
muros tonalidades de pórfido y alabastro: junto a la entrada veíase una
pequeña fuente rebosante de agua cristalina.
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