Textos más largos etiquetados como Cuento publicados el 29 de septiembre de 2016 | pág. 3

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etiqueta: Cuento fecha: 29-09-2016


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Chertogón

Nikolái Semënovic Leskov


Cuento


I

Se trata de algo que sólo puede presenciarse en Moscú, y eso, teniendo mucha suerte y buenas aldabas.

Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo hasta el final, gracias a una feliz coincidencia, y quiero describirlo para los verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y grandioso que tiene sabor popular.

Aunque por una rama pertenezco a la nobleza, por la otra estoy cerca del «pueblo»: mi madre desciende de una familia de comerciantes. Al casarse abandonaba una casa muy rica, pero no hacía una boda de conveniencias, sino que se marchaba por amor a mi padre. Mi difunto padre era famoso por sus galanteos y siempre lograba lo que se proponía. Lo mismo le sucedió con mi madre. Sólo que, debido a esta habilidad, mis abuelos no dotaron a mi madre y sólo le dieron, como es natural, sus vestidos, la ropa de cama y las arras, que recibió a la vez que su perdón y su bendición eterna. Mis padres vivían en Oriol, con estrechez, pero también con dignidad, sin pedirles nada a los acaudalados familiares de mi madre ni mantener tampoco trato con ellos. Sin embargo, cuando llegó para mí el momento de marcharme a estudiar a la Universidad, me dijo mi madre:

—Haz el favor de visitar a tu tío Ilyá Fedoséievich y saludarlo de mi parte. No es una humillación, pues se debe respetar a los parientes de más edad. Ilyá es hermano mío, y un hombre muy piadoso, además, que goza de gran consideración en Moscú. Él presenta el pan y la sal siempre que se recibe a algún personaje… siempre está delante de todos con la bandeja o con una imagen… Frecuenta la casa del gobernador general y del metropolita… Puede aconsejarte bien.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Jardinero

Rudyard Kipling


Cuento


Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.

Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Vagabundo

Baldomero Lillo


Cuento


En medio del ávido silencio del auditorio alzóse evocadora, grave y lenta, la voz monótona del vagabundo:

—…Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así como éste; el sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces, desde la puerta de la cocina: “¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!”

Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre:

—Ya voy, madre, ya voy.

Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba… De repente, cuando con la redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido y ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis fuerzas…

Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la médula de los huesos:

—¡Maldito seas, hijo maldito!

Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me hubiese partido un rayo… Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Tumba

H.P. Lovecraft


Cuento


«Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam.»
—Virgilio

Al abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que mi actual situación provocará las lógicas reservas acerca de la autenticidad de mi relato. Es una desgracia que el común de la humanidad sea demasiado estrecha de miras para sopesar con calma e inteligencia ciertos fenómenos aislados que subyacen más allá de su experiencia común, y que son vistos y sentidos tan sólo por algunas personas psíquicamente sensibles. Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos; pero el prosaico materialismo de la mayoría tacha de locuras a los destellos de clarividencia que traspasan el vulgar velo del empirismo chabacano.

Mi nombre es Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido un soñador y un visionario. Lo bastante adinerado como para no necesitar trabajar, y temperamentalmente negado para los estudios formales y el trato social de mis iguales, viví siempre en esferas alejadas del mundo real; pasando mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis antepasados. No creo que lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y arboledas, fuera lo mismo que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de tales cosas debo hablar poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino confirmar esas infamias despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña a los sucesos sin entrar a analizar las causas.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Millar de Muertes

Jack London


Cuento


Había estado en el agua aproximadamente una hora, y el frío y el cansancio, aunados al terrible calambre en el muslo derecho, me hacían pensar que había llegado mi fin. Luchando vanamente contra la poderosa marea descendente, había contemplado la enloquecedora procesión de las luces costeras, pero ya había dejado de luchar con la corriente y me contentaba con los amargos recuerdos de mi vida malgastada, ahora cercana a su fin.

Había tenido la suerte de descender de un buen linaje inglés, pero de padres cuya fortuna en las bancas excedía en mucho sus conocimientos de la naturaleza y educación de los hijos. Aunque nacido con una cuchara de plata en la boca, la bendita atmósfera del círculo hogareño me era desconocida. Mi padre, un hombre culto y reputado anticuario, no dedicaba su atención a la familia, sino que estaba constantemente perdido en medio de las abstracciones de su estudio mientras que mi madre, más famosa por su belleza que por su buen sentido, se sentía satisfecha con las adulaciones de la sociedad en la que parecía permanentemente sumergida. Pasé la habitual rutina de la enseñanza primaria y media como cualquier otro muchacho de la burguesía inglesa y, a medida que los años incrementaban mi fuerza y mis pasiones, mis padres se dieron cuenta, de pronto, de que yo poseía un alma inmortal, y trataron de poner riendas a mis ímpetus. Pero era demasiado tarde; perpetré la más audaz y descabellada locura y fui desheredado por mi familia y condenado al ostracismo por la sociedad a la que había ultrajado tanto tiempo. Con las mil libras que me dio mi padre, con la promesa de no volverme a ver ni a suministrarme más dinero, obtuve un pasaje de primera clase rumbo a Australia.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Música de Eric Zann

H.P. Lovecraft


Cuento


He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue d'Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en persona todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera responder a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d'Auseil. Pero a pesar de todos mis esfuerzos, no deja de ser una frustración que no haya podido dar con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos meses de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la música de Erich Zann.

Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi estancia en la Rue d'Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he encontrado a nadie que haya estado en la Rue d'Auseil.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Amados Muertos

H.P. Lovecraft


Cuento


Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.

Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud —terrorífica quietud—, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.

De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!

Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y “vieja” porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Diario de un Loco

Lu Sin


Cuento


Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba en viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Sólo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.

—Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo —dijo—. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.

Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.

2 de abril de 1918

I

Esta noche hay luna muy hermosa.

Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?


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El Chiflón del Diablo

Baldomero Lillo


Cuento


En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.


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Quilapán

Baldomero Lillo


Cuento


Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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