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etiqueta: Cuento fecha: 29-09-2016


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El Grisú

Baldomero Lillo


Cuento


En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Míster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whiskey había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.


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20 págs. / 35 minutos / 288 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Alquimista

H.P. Lovecraft


Cuento


Allá en lo alto, coronando la cimera cubierta de hierba de un montículo hinchado cuyos lados están arbolados cerca de la base con los árboles nudosos de la selva primitiva, está el viejo château de mis ancestros. Por siglos su alta crestería ha fruncido el ceño al salvaje y escarpado campo circundante, sirviendo como hogar y fortaleza para la casa orgullosa cuyo linaje honrado es más viejo incluso que los muros llenos de musgo del castillo. Estos torreones antiguos, manchadas por las tormentas durante generaciones y desmoronadas bajo la lenta pero poderosa presión del tiempo, formaron en las épocas del feudalismo una de las fortalezas más temidas y formidables de toda Francia. Desde sus matacánes y petriles, y sobre sus cresterías, barones, condes e incluso reyes habían sido desafiados, pero nunca sus amplios pasillos resonaron al paso del invasor.

Pero desde esos gloriosos años todo ha cambiado. Una pobreza poco por encima de la miseria extrema, junto al orgullo de un nombre que prohíbe su alivio por las actividades de la vida comercial, han impedido que los vástagos de nuestro linaje mantengan sus propiedades en su esplendor prístino; y la piedras desprendidas de los muros, la maleza de los parques, el foso seco y polvoriento, los patios mal pavimentados y las torres derrumbadas afuera, así como los suelos hundidos, los boiseries comidos por gusanos, y los tapices descoloridos adentro. Todos cuentan un sombrío cuento de grandeza caída. A medida que pasaban las edades, primero una, y luego otra de las cuatro grandes torres se dejaron en ruinas, hasta que al final una sola torre albergó a los descendientes tristemente reducidos de que una vez fueron los poderosos señores de la finca.


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Dominio público
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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espíritu Nuevo

Leopoldo Lugones


Cuento


En un barrio mal afamado de Jafa, cierto discípulo anónimo de Jesús disputaba con las cortesanas.

—La Magdalena se ha enamorado del rabí —dijo una.

—Su amor es divino —replicó el hombre.

—¿Divino?… ¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos profundos, su sangre real, su saber misterioso, su dominio sobre las gentes; su belleza, en fin?

—No cabe duda; pero lo ama sin esperanza, y por esto es divino su amor.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Compuerta Número 12

Baldomero Lillo


Cuento


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.


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7 págs. / 13 minutos / 1.030 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Dicha de Vivir

Leopoldo Lugones


Cuento


Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a ver a Jesús, conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.

—Yo soy el resucitado de Naim —dijo el hombre—. Antes de mi muerte, me regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos, prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un páramo. ¿A qué debo atribuirlo?

—Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados —respondió el apóstol—. Es como si aquel volviera a nacer en la pureza del párvulo…

—Así lo creía y por eso vengo.

—¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?

—Que me devuelva mis pecados —suspiró el hombre.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Chiflón del Diablo

Baldomero Lillo


Cuento


En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Descubrimiento de la Circunferencia

Leopoldo Lugones


Cuento


Clinio Malabar era un loco, cuya locura consistía en no adoptar una posición cualquiera, sentado, de pie o acostado, sin rodearse previamente de un círculo que trazaba con una tiza. Llevaba siempre una tiza consigo, que reemplazaba con un carbón cuando sus compañeros de manicomio se la sustraían, y con un palo si se hallaba en un sitio sin embaldosar.

Dos o tres veces, mientras conversaba distraído, habíanle empujado fuera del círculo; pero debieron de acabar con la broma, bajo prohibición expresa del director, pues cuando aquello sucedía, el loco se enfermaba gravemente.

Fuera de esto, era un individuo apacible, que conversaba con suma discreción y hasta reía piadosamente de su locura, sin dejar, eso sí, de vigilar con avizor disimulo, su círculo protector.

He aquí como llegó a producirse la manía de Clinio Malabar:

Era geómetra, aunque más bien por lecturas que por práctica. Pensaba mucho sobre los axiomas y hasta llegó a componer un soneto muy malo sobre el postulado de Euclides; pero antes de concluirlo, se dio cuenta de que el tema era ridículo y comprendió la maldad de la pieza apenas se lo advirtió un amigo.

La locura le vino, pensando sobre la naturaleza de la línea. Llegó fácilmente a la convicción de que la línea era el infinito, pues como nada hay que pueda contenerla en su desarrollo, es susceptible de prolongarse sin fin.

O en otros términos: como la línea es una sucesión de puntos matemáticos y estos son entidades abstractas, nada hay que limite aquella, ni nada que detenga su desarrollo. Desde el momento en que un punto se mueve en el espacio, engendrando una línea, no hay razón alguna para que se detenga, puesto que nada lo puede detener. La línea no tiene, entonces, otro límite que ella misma, y es así como vino a descubrirse la circunferencia.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Yzur

Leopoldo Lugones


Cuento


Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.

La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar”.

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Torre

H.P. Lovecraft


Cuento


Desde esa esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos —incluso próximos a lo cotidiano— que atraen a hados y demonios.

Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin. Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles, impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió. Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y rastrean en la torre.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Ser Bajo la Luz de la Luna

H.P. Lovecraft


Cuento


Morgan no es hombre de letras; de hecho, su inglés carece del más mínimo grado de coherencia. Por eso me tienen maravillado las palabras que escribió, aunque otros se han reído.

Estaba sólo la noche en que ocurrió. De repente lo acometieron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:

«Me llamo Howard Phillips. Vivo en la Calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 —no sé siquiera en qué año estamos— me quedé dormido y tuve un sueño; y desde entonces me ha sido imposible despertar.

»Mi sueño empezó en un paraje húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de líquenes, al norte. Impulsado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, observando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la meseta rocosa.

»En varios lugares, el paso estaba techado por el estrechamiento de la parte superior de la angosta fisura; en dichos lugares, la oscuridad era extraordinaria, y no se distinguían las madrigueras que pudiese haber allí. En uno de esos tramos oscuros me asaltó un miedo tremendo, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.

»Por último, salí a una meseta cubierta de roca musgosa y escasa tierra, iluminada por una débil luna que había reemplazado al agonizante orbe del día. Miré a mi alrededor y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña muy por debajo de mí, entre los juncos susurrantes de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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