Una tarde, en casa de un amigo, conocí a la señorita Teresa, joven de
dieciocho años, de figura simpática y atrayente. Parecía muy tímida, y
la expresión de su moreno y agraciado rostro y de sus pardos y rasgados
ojos, sombreados por largas pestañas, era grave y melancólica.
A primera vista en su persona no se notaba nada extraordinario, pero
después de algún tiempo, el más mediano observador podía advertir en
ella algo extraño que llamaba poderosamente la atención. Sin que nada,
al parecer, lo motivase, quedábase, de pronto, inmóvil y silenciosa,
ensombrecido el rostro y la vaga mirada perdida en el vacío. Otras
veces, un grito, un rumor cualquiera, la caída de un objeto en el suelo,
bastaba para que, incorporándose bruscamente, mirase en torno con
azoramiento, cual si un peligro desconocido le amenazase.
La impresión que estas raras actitudes dejaban en el ánimo del
espectador, era que se estaba en presencia de alguien que había recibido
una gran conmoción física o moral, cuyos efectos, perdurando todavía en
su sistema nervioso, producían esas reacciones ya muy débiles y
atenuadas por la acción sedante del tiempo.
Cuando comuniqué a mi amigo estas reflexiones me contestó:
—No te extrañe lo que has visto. Esta pobre niña recibió hace algunos
meses un golpe terrible que perturbó su razón, la que ha ido recobrando
poco a poco. Ahora está fuera de peligro. La causa que le produjo ese
trastorno fue un crimen que se cometió el año pasado, y en el cual
perdieron la vida los dueños de un pequeño negocio situado en las
vecindades de S. Los asesinados, marido y mujer, eran los padres de esta
muchacha, y ella escapó apenas de correr a misma suerte gracias a que
pudo huir y ocultarse a tiempo
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