Cuento Verdadero
En uno de los
pueblos de España, y a principios de este siglo, vivía un varón
ejemplarísimo por sus virtudes, y a quien todos llamaban allí el hermano
Cirilo; no porque perteneciera a ninguna comunidad ni cofradía, sino
porque de propia voluntad vestía siempre el hábito de San Francisco, y a
todos los saludaba con el cariñoso título de hermano.
Frisaba ya en los setenta años; era delgado, pálido, de pequeña
estatura, pero vigoroso, activo y ligero, y bajo aquel aspecto de
ancianidad llevaba el alma de un niño y el corazón de un ángel.
Tocábale a fray Cirilo toda la mayor parte de aquellas
bienaventuranzas que dijo Jesucristo, porque era manso, misericordioso y
limpio de corazón, pero sobre todo, la que más le cubría era aquella,
en que habló el Redentor, de los pobres de espíritu, que si pobre en
bienes terrenales estaba siempre, porque a los pobres daba cuanto
adquirir podía, más escaso andaba en materia de espíritu, sin que por
esto pudiera decirse de él, que era todo lo que se llama un tonto, ni
mucho menos.
No tenía el hermano Cirilo idea del mal, como propio de la
naturaleza humana; creíalo siempre obra del demonio, pensaba que más que
castigos buscarse debieran medios para resistir las tentaciones del
ángel rebelde.
Con todo y con eso, en aquel pueblo, en que las costumbres no
andaban muy de acuerdo con la moral evangélica, el hermano Cirilo, con
sus exhortaciones, sus consejos y su afán por moralizar a la gente,
había alcanzado más de un triunfo, ya apartando a una doncella del
precipicio, ya dando resignación a una casa víctima de un marido celoso o
brutal, ya conteniendo a más de una viuda en los estrechos límites de
la honestidad.
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