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etiqueta: Cuento fecha: 30-08-2022


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1808. Madrid en la Víspera

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Madrid estaba tranquilo en la víspera del Dos de Mayo.

—Murat—decían los franceses—ha escrito al emperador que no pasará nada.

Y el emperador confiaba en Murat. Sin embargo...

—¿Qué le parece á usted de los españoles?—preguntó á uno de sus ayudantes el gran duque de Berg.—Su aristocracia y su clero, sus soldados y su paisanaje, ¿le parecen á usted temibles?

—¡A mi no me parecen de cuidado aquí—le contestó el oficial—más que los frailes y las mujeres!

Madrid, pues, el día 1.º de Mayo, no sabía ni esperaba nada; si algo esperaba, era lo que le ordenasen desde el extranjero sus reyes; si algo sabía, es que las tropas del emperador se habían entrado en casa y no salían de ella.

Y había partidarios de Carlos IV.

Y había partidarios de Fernando VIL Y había partidarios de Napoleón.

Pero éstos se guardaban mucho de llamarse tales en voz alta.

Acaso en alguno de los puestos de libros de las Gradas, ó en casa de Cerro, de Toledano ó de Esparza, entre un rimero de ejemplares de la Alfalfa divina para los borregos de Cristo, y una pirámide de tomitos con el título de Instrucciones para bailar contradanzas y minuetes, decían algunos literatos:

—¿Han oído ustedes lo que corre por ahí? Lo ha dicho el paje de Bolsa de un contratista francés. Bonaparte dice que él sólo desea el mejoramiento de las instituciones políticas de España; que los españoles sean iguales ante la ley y ante el rey, y que la agricultura, el comercio y la industria sean libres, fecundas y nobles. Bonaparte dice que el águila francesa nos trae en su pico la rama de la dicha.

—¡Los españoles somos demasiado orgullosos para aceptar de un conquistador ni la felicidad!

¡Eso lo dirán cuatro afrancesados!

En los salones de los palacios y en los camarines de las duquesas, la conversación no es tan reservada.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Lo Mesmo Da

Javier de Viana


Cuento


A Adolfo Rothkopf.


El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Pulsera

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El opulentísimo Sr. D. Justo Regaliz ha tenido ocasión de saber que todo lo vence el dinero en amores, razón por la cual se conceptúa irresistible. A decir verdad, se le atribuyen triunfos asombrosos, pues no se refieren á mujeres fáciles, sino á encopetadísimas damas del más alto respeto. En Madrid, casi todas las señoras tienen deudas, y, por lo tanto, en peligro su honor. Cuando D. Justo, de sobremesa, fumando un cigarro y tomando una copita empieza la relación de sus triunfos, es cosa de taparse los oídos para no oir la deshonra de las virtudes de Madrid. Es de advertir que estas conquistas no le satisfacen: su verdadera pasión son las cocottes; pero le gusta rendir las mujeres honradas por dar esta satisfacción al vicio.

A D. Justo no le duelen prendas; tales como son sus aventuras las publica; siempre gana en ello su reputación de hombre fastuoso y triunfador.

Oigámosle contar la más reciente de sus aventuras. Acaba de comer en un gabinete de Pomos con varios amigos, y todos le oyen con atención y con envidia.

El, ufano de los sentimientos que inspira, cruza una pierna sobre otra, echa el cuerpo atrás sobre el respaldo de la silla y cierra los ojos como para recoger y percibir mejor sus recuerdos y sus ideas.

He aquí sus palabras:

«Alguna vez, en la calle y en los teatros, había yo visto una mujer que había fijado mi atención por su belleza, por su gracia, por cierta natural desenvoltura bien avenida con el mayor decoro, y porque toda ella, en fin, respiraba una sencillez, una alegría, una frescura, que parecía suavizar las pasiones del corazón, de volverle su juventud y llenarle de esperanzas.


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Atanasilda

Javier de Viana


Cuento


Al maestro Lugones.


El camino real, ladereando una cerrillada, describía tres cuartos de círculo para ir a rozar la estancia del "Venteveo", donde tenían su posta las diligencias. Desde su aparición en la falda hasta su llegada a las casas, las diligencias demoraban más de media hora; y, durante cuatro años, Atanasilda sufrió media hora de angustias, tres veces en la semana.

Ella levantábase con el alba, invierno y verano, para ordeñar las lecheras; y mientras ordeñaba, —los días en que iban diligencias del "centro",—su mirada clavábase insistente en la curva gris por donde debía aparecer el ruidoso vehículo, encarnizado portador de desengaños. "Tatú", su perro favorito, se daba esos días un regalo, pues ocurría indefectiblemente que la moza, preocupada y distraída, echara fuera del tiesto todo el contenido de una teta, que el can iba golosamente "lambeteando" del suelo.

¡Cuatro años de angustiosa espera!... De tanto esperar y de tanto sufrir, recordaba ya imperfectamente los rasgos fisonómicos de Raúl Linares, el joven pueblero que había ido a pasar unas vacaciones en estancia lindera, que había bailado con ella en unas romerías, que le había mentido amores, y que se marchó jurándole pronto regreso...

Ya no lo esperaba; y sin embargo, todos los turnos de diligencia madrugaba más que de costumbre e íbase al corral, y ordeñaba inquieta, atisbando siempre el camino, mientras su pequeño Raúl, descalzo, envuelto en un harapo, jugaba con el barro y con el perro, —únicos juguetes de que podía disponer,—entre las patas de la lechera y del ternero...


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La Escalera

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


—¿Sabes quién ha vuelto de París?—me preguntó ayer un amigo.

—¡Qué he de saber, hombre! Vamos, dime quién.

—¡Marianito Lucientes!

Y ahora voy á contar á ustedes por qué se había marchado á París Marianito.

Hace cuatro años, y á eso de las once de la noche, me dirigía yo hacia mi casa, por la calle Mayor, cuando, de pronto, sentí un golpe violento en la espalda. Me volví, sorprendido y furioso, y ví que el golpe me lo había dado un caballero que llevaba una escalera en el hombro. Un caballero, si, señores, y esto era lo sorprendente.

El siguió, sin decirme una palabra, con paso rápido, con ademán descompuesto, y hasta me pareció que hablando á media voz consigo mismo.

Me quedé atónito; acababa de conocer en el caballero de la escalera á mi amigó Lucientes; un joven distinguido, letrado, empleado en el ministerio de Hacienda, con sus puntas y ribetes de poeta y músico.

—No puede ser él—me dije.—Si es él—añadí,—es que se ha vuelto loco.

Y eché tras él, hacia los Consejos, gritando:

—¡Eh, Marianito!

Pero Marianito no volvió la cabeza.

Era una noche de Febrero, clara, pero muy fría; la calle estaba desierta.

—¡Está loco! No es posible dudarlo. ¡Una persona decente por la calle, con una escalera, ni más ni menos que un cartelero! ¿Qué misterio es este?

Pero Marianito no corría, volaba. Verdad es que la escalera era muy delgada y corta.

Marianito llegó al final de la calle Mayor, y, en vez de torcer hacia Palacio, como yo me figuraba, entró en el Viaducto.

Una idea terrible atravesó mi cerebro. Acababan de alzar la verja del puente, con objeto de que los desesperados de la vida no pudieran arrojarse de un salto, como estaba de moda.

En efecto; Mariano entró en el puente, y, antes de llegar al centro, aplicó la escalera á la barandilla, subió un tramo...


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Contradicciones

Javier de Viana


Cuento


A Vicente Martínez Cuitiño.


Cuando yo conocí a don Cleto Medina, era éste un paisano viejísimo. Según la crónica comarcana, había comido dos rodeos de vacas, había consumido más de cien bocoys de caña de la Habana y había arrancado una fabulosa cantidad de pasto para... entretenerse.

Profesaba una filosofía optimista de acuerdo con su obesidad, su salud robusta y su rigidez. Tenía un optimismo a lo Leibnitz. Para él, como para el ecléctico pensador germano, nuestro mundo era el mejor de los mundos posibles, creyendo, como aquél, que hasta las más horrorizantes monstruosidades tienen por finalidad una acción salutífera.

Yo dudo de que don Cleto hubiese leído la "Teodicea", ni "Ale enmandatine primae philophiae", ni siquiera "Monadología"; primero porque, según creo, tampoco sabía leer. De cualquier modo, el enciclopédico sabio alemán y el ignaro filósofo gaucho, llegaban a idénticas conclusiones; lo que parece demostrar que tratándose del corazón humano, poco auxilio da la sabiduría para desentrañar problemas y tender deducciones.

Según don Cleto, ningún hombre, por malo que fuese, era malo siempre y con todos. Además, su maldad resultaba siempre inútil, aun cuando la observación superficial no descubriese el beneficio. Una vez me dijo:

—Los caraguataces duros y espinosos, la paja brava, toda la chusma montarás de los esteros, son malos, hacen daño, y uno se pregunta pa qué habrán sido criados... ¡Velay! Han sido criados pa una cosa güeña: pa impedir que los animales sedientos se suman en el bañao ande el agua es mala y ande apeligran quedar empantanaos...

La reflexión era digna de Bernardino de Saint Pierre.

Para comprobar su teoría, cierta tarde me contó la siguiente historia, que doy vertida del gaucho, porque ya queda muy poca gente que entienda el gaucho:


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Sorelita

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


—Tengo su palabra de usted, Sorela; me ha jurado usted no atentar á su vida durante un mes. ¿No es esto?

—Lo he prometido y lo cumpliré.

—Y yo le prometo á usted que antes de treinta días las cosas habrán variado y que será usted dichoso.

—Señora, agradezco la compasión que á usted inspiran esas palabras; pero la dicha no ha existido ni puede existir para mi.

—¿Para qué quiere usted que viva?—prosiguió.—Teresa no puede amarme jamás. ¡Yo soy un monstruo, un fenómeno; yo soy un bicho raro parecido al hombre!... Y ella, ella es un conjunto de perfecciones; es más que una mujer, es una divinidad, es el mayor recreo de los ojos entre todas las maravillas de la creación. Usted sola compite y puede competir con Teresa; sólo usted ha dividido la opinión de Madrid en dos campos. Y si usted la iguala en hermosura, la supera en el corazón. Yo tendría esperanza si estuviese enamorado de usted; podría usted corresponderme por piedad; pero Teresa es de mármol, señora; ¡es como el faro altivo y deslumbrador que difunde sus rayos por el mar, insensible al gemido del náufrago!... Esa mujer sólo es fácil á la vanidad, sólo ama lo que brilla, sólo se sacrifica por la moda... Ha tenido amantes... Si, los ha tenido, lo sé, nadie lo ignora; pero el mismo: elegantes; reyes del día, gracias á un desafío, á un cotillón, á un caballo, á unos amores con otra estrella rutilante... ¿Dentro de treinta días? ¡Jamás, jamás! ¡No me amará nunca!

Su interlocutora se sonrió.

—¡Nunca!—prosiguió Sorela recogiendo con avidez esta sonrisa.—Dentro de treinta días, ¿habrá cambiado esta figura que parece un signo interrogativo; esta cabeza mal cubierta de lacios cabellos, estos ojillos escondidos bajo cejas peludas de Mefistófeles, esta boca inmensa de labios cárdenos, cuyas más graciosas sonrisas son espantables muecas?


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Sólo por Verla

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La cervecería donde yo suelo tomar un bok por las tardes, está enfrente de uno de nuestros grandes hoteles.

Ayer, cuando ya sentado y servido fijé los ojos en la fachada del hotel y en uno de sus balcones, me quedé asombrado.

¡Qué mujer! Era alta, esbelta, de anchos hombros, graciosísima en sus movimientos y no tendría veinte años. Su cabeza era pequeña, pero sus cabellos negros estaban peinados en forma de magnifico turbante. Sus ojos eran negros también y formaban con las cejas dos enormes manchas de sombra.

Su traje era claro, sencillo, elengantísimo, y podía ser parisiense, inglés, alemán ó ruso. Como ella.

Porque era difícil saber á primera vista el país de aquella extraordinaria belleza.

En el balcón, sobre una linda silla, había una maceta; un rosal chiquito con dos ó tres rosas, y el tiesto era de barro, pero con cerco de oro puesto sobre un plato del mismo metal; y más arriba, á la altura de la mano, colgada de una escarpita, había también una jaula de forma chinesca, en la cual revoloteaba un pájaro de colores.

Tiesto y jaula eran, pues, de la desconocida. Viajaban con ella; anunciaban sus aficiones, su sensibilidad, su amor á la Naturaleza, á la poesía. No era únicamente una mujer hermosa, la más hermosa de todas; era un corazón femenino. Yo le presté en un instante las delicadezas infinitas de la flor y las facultades ascensionales del pájaro.


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¡Muchas Flores!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La afición á las flores es cosa de hace pocos años en Madrid. Cuando yo era pollo eran raras y caras.

Había jardines públicos; los había en algunos palacios; pero... mucho verde, ningún aroma. Un trocito de campo encerrado entre tapias.

Los balcones, sin macetas; las mujeres, en ellos, sin una flor.

Allá por los barrios antiguos—en casa con escudo de armas en piedra y señal sobre el yeso de haber habido un retablo—sacaba el pecho algún balcón de hierros torcidos, sobre eses de hierros floreados; y en este balcón alborotaban la tristeza de la calle muchos húmedos tiestos. Y en espirales de hojas y colores subía formando marco mucha enredadera. Balcón de niña bonita, de pintor, de poeta, bajo el cual hubo hace siglos canciones y cuchilladas, del cual se hablaba en Madrid como extraño capricho; admiración del monocle de los ingleses; ¡escarcela de la primavera, oratorio del amor y fiesta de colores y de aromas, de la alegría y de la juventud!

Pero el Madrid central era diferente. Los balcones estaban adornados con las muestras de los dentistas y de los prestamistas, nada más; y para regocijo de la luz y del aire, los paños menores de la sociedad distinguida...

Las flores eran raras y caras, como he dicho. Pero como el lujo y la vanidad son tan madrileños, las flores debían popularizarse. Fue de moda viajar por países donde la flor tiene derecho de ciudadanía; fué de necesidad para ser persona tener un hotel, tener una villa; hubo exposiciones de flores y plantas; súpose que había en el extrajere quien pagaba miles de francos por un tulipán... Fueron muchas las estufas y sin número las jardineras. Y flores tenemos; y ahora las fachadas de las casas parecen faldas de baile con prendidos de bouquets, y no hay vestíbulo sin jarrones con plantas, ni hay salón que no reviente en rosas y claveles por las rinconeras.


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¡Mientras Haya Rosas!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Pocos días después se la llevaban á la quinta del pueblo. Creían que de este modo no podríamos vemos. Pero no fué así. Dejé pasar una semana, y al octavo día tomé el caballo y á las dos horas estaba yo en los alrededores de la quinta.

Bonito edificio, recién levantado, blanco y lindo como un jarrón de porcelana. Sobre la cúpula del mirador se alza una veleta que figura un gallo. Jazmines, enredaderas y madreselvas son ligeros marcos de las ventanas y balcones. La entrada central tiene cuatro peldaños de granito. La verja es de hierro. Hay pocas flores. En cambio está rodeada de grandes árboles.

Empecé á dar vueltas con precaución en derredor de la verja. ¡Si se asomase! ¡Si pudiese hacer que supiese mi llegada! Esto decía yo cuando sentí que me tiraban de la cazadora. Me volví trémulo como un ladrón cogido en el robo. Un chiquillo me presentaba una cartita.

La carta decía:

«¡Al fin has venido! ¡Te esperaba! Todos los días subo muchas veces al mirador y me paso las horas muertas mirando hacia el camino de Madrid.

»Te esperaba, sí... Por aquella cinta blanca que se pierde entre dos llanuras verdes, he visto un punto negro que nadie sino yo, querido Juan, hubiese conocido que era un hombre á caballo.

»¡Has estado avanzando un siglo sin moverte, alma de mi alma! ¡Debías comprar otro caballo más ligero!

»¡Basta hoy no he comprendido bien lo que es la vela de un barco que aparece en el horizonte, y llena ella sola, con ser tan pequeña, toda la extensión del mar!

»Desiertos campos de una comarca odiosa, ¡qué animados, qué encantadores sois ahora!

»¿Será él?—me preguntaba.—Sí—contestaba mi corazón,—¡él es!


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