Textos mejor valorados etiquetados como Cuento publicados el 30 de octubre de 2020 | pág. 3

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etiqueta: Cuento fecha: 30-10-2020


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Los Rotos y los Santos

Daniel Riquelme


Cuento


Un diario de provincia ha dado cuenta de cierto grave suceso ocurrido en el pueblo de X (más vale callar los nombres), en una de las noches de la semana que acaba de pasar con tan larga cola de calamidades.

Varios ladrones penetraron a la iglesia; se sustrajeron lo más valioso del sagrado ajuar y, no contentos con tal profanación, cometieron todavía otra mayor, arrastrando las imágenes de Dan José y de la Virgen hasta la plaza pública, poco menos que desnudas, donde en tal guisa, ala siguiente mañana, mostrolas el sol y pudo verlas el escandalizado vecindario: a ella, con cigarrillo en la boca, y a él con un naipe de las manos.

Una devota que oyó el caso, respetable señora que sostiene que no hay en Chile otros rotos descreídos que los soldados de la última campaña, en la cual, a su juicio, todos dejaron allá su sólida fe y devoción antiguas.

—¡Alguno de esos que han andado por el Perú! —dijo al punto la señora, son esa propensión a lo temerario que suele ser el pecado constitucional de muchas devotas.

No era dable contradecirla allí mismo, pero lo hago ahora —lejos de sus religiosas iras— en la convicción de que tales ladrones y bellacos, si bien pueden haber estado en el Perú y ser hasta peruanos de nacimiento, no son ni han sido soldados de nuestro ejército.

No niego que las necesidades de la guerra, crueles necesidades que a las veces se elevan a la altura de ese menester supremo de la conservación, que no reconocer pan duro, vino malo, ni mujer fea, que es como decir no tiene ni ley ni Dios, han puesto a nuestros rotos en el duro trance de echar mano de las cosas sagradas en más de un caso ciertamente; pero la historia severa e imparcial, que guarda en sus anales las acciones de los hombres, así generales como reclutas, puede testimoniar que aquéllos, aun en los más tristes extremos, supieron hermanar la necesidad con la devoción, que se supone perdida.


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Un Héroe por Fuerza

Daniel Riquelme


Cuento


El 23 de octubre de 1883, poco después de las siete de la mañana, llegaron por distintos rumbos a la plaza principal de Lima los batallones Chacabuco, Esmeralda, Talca, Victoria y Bulnes; se formaron allí en columna y al son de tocatas más tristes que alegres siguieron para sus nuevos cantones de Chorrillos, Barranca y Miraflores, cerrando la marcha del fúnebre convoy de los otros ocupantes chilenos que habían salido poco antes.

Tras de esos pasos, fuerzas peruanas ocuparon a tranco de vencedores el palacio tradicional en que murió Piazarro, moraron sus virreyes y se llenó de gloria ante propios y extraños un inca chileno, nuestro general don Patricio Lynch.

Aquella matinal despedida fue cosa triste. El cielo lloraba su neblina sobre nuestros rotos que, a su vez, lloraban con un ojo, como la leña verde y las viudas jóvenes, ese trasnochado adiós a una ciudad en la que grandes y chicos, jóvenes y viejos, dejaban los recuerdos de tres años, acaso los más alegres y rumbosos de la vida...

Don Patricio, en nombre de Chile, y de sus santas leyes, acaba de entregar Lima al Gobierno del Presidente Iglesias.

Y los nuestros inclinaron la cabeza y los otros abrieron los brazos.

No es éste el caso de recordar lo que fue para nuestro ejército la vida en aquellos cantones. Soplaba sobre todas las cabezas la ventolera de la desocupación, que había de arrancarles de allí acaso para siempre y la juventud apuraba el fondo del vaso...

Los soldados decían que hasta la bandera que flameaba en la casa del general parecía como triste de tener que irse, ¡tanto se había aclimatado donde tanto se había lucido!

Por lo demás, la bullanga del campamento no dejaba oír nada de lo que ocurría en el resto del Perú. No había tiempo para tanto y apenas si algunos supieron que una expedición chilena había salido de Tacna contra Arequipa al mando del coronel Velásquez.


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El Amor de Luzbel

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Cuando Zantigua franqueó la entrada en el gabinete, daba cima á un poema galante Luzbel, adorable poeta cuyas estrofas vuelan como irisadas mariposas; poeta gentil que cincela serventesios á modo de joyas; poeta cuyos cantos, llenos de juventud, rebosantes de vida, empapados de sentimiento, vibran como cuerdas de arpa, enternecen como caricias de mujer, fulguran como perlas de rubí, como zafiros luminosos.

Zantigua avanzó hasta el poeta. Luzbel, sumergido en éxtasis beatífico en la contemplación de su obra, llena todavía el alma con la música de sus versos, no advirtió la presencia de su amigo. Este puso la diestra en el hombro del poeta. Luzbel se volvió un poco sobresaltado.

—¡Oh, tú! Siéntate.

Pero Zantigua no obedeció; antes bien, plantándose enfrente de su amigo, mirándolo al rostro con fijeza, una sonrisa maliciosa en los labios y en los ojos, le dijo:

—¡Poeta, vengo á reírme de tí!

—Conmigo, dirás.

—No, mi querido poeta, vengo á reírme de tí.

Esta resolución del leal compañero de juventud fue tan peregrina al bardo; era tan burlesca la mirada de Zantigua, que Luzbel de súbito se sintió presa de un acceso de hilaridad; acceso que contagió al otro, de suerte que por espacio de unos momentos ambos se desternillaron de risa. Se reían con una risa estúpida de muchachos ó de locos; risa que era en el escritor, asombro, burla en Zantigua.

Cuando hubo concluído aquella tempestad de buen humor, cuando aquel simoun violento de alegría pasó, y los rostros se serenaron, el recién llegado interrogó maliciosamente á su amigo:

—¿Desde cuándo no ves á Carmen?

La pregunta, fulminada sin preámbulos, no extrañaba al poeta; de seguro nada inaudito tenía para él.


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Molinos de Maíz

Rufino Blanco Fombona


Cuento


El pueblo, blanco y pequeñito, al pie de la montaña, entre los árboles, es un huevo de paloma; aparece como ninfa desnuda, deslumbrante de blancor, adormecida en el valle, á la sombra.

Desde el camino, el viandante, al mirar la aldehuela, bajo las ceibas florecidas, piensa ver una perla al través de una esmeralda.

Aquello es paradisiaco. Las casucas no trepidan al paso de los trenes; ni turban el silencio de la comarca las rápidas locomotoras.

¡El pueblecito, como olvidado en el repuesto valle, á la falda del monte, qué había de conocer luchas de grandes intereses, ecos de industrias, rumoreos de ciudad populosa! A manera de eremita, ignora de las cosas del mundo. Hasta su recinto sólo llegan el canto matinal de azulejos y turpiales; el chirrido de guacamayos multicolores; las estridentes voces de alguna banda de pericos, que vuela hacia los maizales, á picar en el oro de las mazorcas, y raya el cielo azul del poblacho como una cinta verde, como nube de esmeralda.

El pueblo es dulce; pero monótono. Allí no hay otro espectáculo sino el de la naturaleza, siempre nuevo, siempre hermoso, grato siempre á la vista del hombre.

A trechos, en la montaña, los conucos florecen; en los claros del monte las rozas humean; y plantaciones de café, pequeñitas, desaparecen cubiertas de nevados jazmines, á la sombra bienhechora de los bucares, que se extienden, como quitasoles de púrpura, bajo el cielo azul.

Fue en este pueblo arcádico donde instaló D. Sergio, vecino del lugar, una molienda de maíz.

* * *

La industria de D. Sergio prosperaba. Desde mucho antes del advenimiento de la aurora el molino hervía en gente.

El pueblo, agricultor, se levantaba con el alba á cultivar el campo que florecía como un opimo cuerno de la abundancia; y al abrir ojos lo esperaba sobre la mesa, en el copioso desayuno, la arepa calientita, provocante y dorada.


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Juanito

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

La casa, una antigua construcción española, de muros eminentes, pesadas puertas, ventanas guarnecidas por balaustres de fierro, tenía aspecto monacal; aires como de mansión á cuya sombra paseaban frentes meditabundas cubiertas de níveas tocas; pies descalzos, hechos á correr tras la cruz; almas blancas, cuna y albergue de las melancolías. Pero no; allí no habitaba la santidad sino la industria. Aquella no era casa de oración: de sus techos sólo surgía el himno del trabajo.

El caserón hacía esquina: por la una calle dos grandes puertas daban acceso á un detal de jabones; por la otra una verja, antes dorada, siempre de par en par y cuyos barrotes festoneaba una enredadera de cundeamor, permitía la entrada en la mansión del jabonero.

En el pueblo la casa no se nombraba de otra suerte sino «la jabonería». Su dueño y habitante era un industrial enriquecido que abastecía con su comercio de jabones los pueblos comarcanos.

Una noche, á cosa de las nueve, estaban en la sala de la jabonería dos personas: la una, viejecita de cabello nevado, rostro plácido, manos y piernas rígidas, sobre una silla giratoria y rodante, en un rincón de la pieza, dormitaba. Leía la otra persona á la luz de una lámpara, en el centro del salón. Era un hombre todavía joven, de complexión robusta, tez mate, ojos y barba negros, cabello ensortijado, aspecto burgués. Vestía blusa y pantalones de dril obscuro; los pies, metidos en pantuflos de grana, fulguraban con el oro de los bordados.

Todo en aquel hombre estaba diciendo cómo era él un rico de provincia. La propia sala llena de baratijas, adornos del peor gusto, mostraba ser el búcaro de aquella flor silvestre, flor de estambres dorados pero sin aroma.


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Carta de Amor

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Aunque escribo esta carta pensando en tí, mujer, no es para que tus queridos ojos claros la desfloren, ni para que tu corazón apresure su latir oyendo la confesión del mío.

Me dirijo á tí, en pensamiento. No eres tú quien está lejos de mí, sino tu corazón. No exento de triste voluptuosidad me abro á tí, de fantasía, como remedo pesaroso del tiempo, aun cercano y tan dulce, en que hablábamos de amores, las cabezas muy juntas, mis ojos en tus ojos, tus manos en las mías.

Sin embargo, verás estos renglones. Después de todo, tienes derecho á mirar por la rendija de luz que abrieron tus ojos en mi alma. Ahora no será, sino algún día, cuando yo me aleje más de tu memoria; y de tí no quede en el corazón del bardo errante más que un recuerdo, terrón de mirra, de esos que aroman la juventud.

Lo más dulce de nuestro amor fue su génesis: el espacio del primer saludo al primer beso; lo más noble su plenitud: el paréntesis de felicidad; lo más inquietante su ocaso, que, como toda agonía, es un dolor.

Hoy es sábado. Algunas semanas atrás este día era para nosotros de encanto. Nos complacíamos, por una extraña convención, en adornarlo con las rosas florecidas en esta mañana de juventud. Lo imaginaste un día propicio; y era en efecto un día de locura. Aunque, á la verdad, tu capricho no lo comprendo ahora; para nosotros ¿cuál día no era sábado?

¡Hoy, cuán distinto! nos separámos, huyéndonos. Tú correrás á tus amigas, ó al parque, ó al vértigo de la avenida; yo me encierro voluntario en estos muros, abro la jaula á mis tristezas y las miro batir las alas de sombra.

¿Vuelan tus horas tranquilas? ¿Nunca me consagras tu pensamiento? ¿Es verdad tu ficción? ¿Nada turba tus noches? Tu máscara es de impasible. No revelas sino harmonía y bienaventuranza.


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Cuento de Italia

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

Lucio, el zapatero de viejo, es un joven. Sus primaveras brillan al sol de la tarde. La luz entra en el tabuco, besa el lomo de un angora, perezoso como un viejo poeta, y en la frente á la madre de Lucio, suerte de Margarita anciana, vejezuela adorable, de blancura risueña y sonrisa de amor.

La viejecita hace calceta; el gato sueña un poema de ratones, mientras recibe un baño de sol; Lucio trabaja, junto á la puerta, encapotado el ceño y en la boca un gesto de amargura. De hito en hito, echa ojeadas fuera, á la calle.

Discurren gentes, á las cuales ve el zapatero sin mirarlas. Una mujer, flor de la plebe, gentil de persona, muy maja, cruza rozando su faldellín, de exprofeso, con el quicio de Lucio; y lanza adentro una mirada, insolente como una provocación. El zapatero fulmina su martillo sobre la suela. Al golpe violento la viejecita, asustada, lo reprocha:

—Caramba, Lucio.

Pero nada advierte la anciana. Desde su mullido sitial del fondo, y el pensamiento muy distante, no mira qué pasa en la calle, á su puerta.

La mujer de mirada atrevida como una provocación, repasa. Lucio finge no verla; y asume un aire distraído. La provocadora cruza una vez más; ésta con un hombre. A la mirada y sonrisa de la hembra, el zapatero responde cantando:


La donna è mobile
qual piuma al vento....
 

La vejezuela escucha, regocijada, á su hijo. Del corazón de la anciana, como de un nido, salen volando recuerdos. Y no penetra la blanca viejecita cuánto es dolorosa la figura de aquel joven, la pena en el alma, y en los labios una canción fingida.


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El Pájaro Verde

Juan Valera


Cuento


I

Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilísimo, dilatado y populoso reino, allá en las regiones de Oriente. Tenía este Rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, jigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este Rey le llamaban con razón el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora Reina, persona muy cabal y hermosa a quien S. M. había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que le tenía, causa inocente de su muerte.


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Filosofías Truncas

Rufino Blanco Fombona


Cuento


De esas raras equivocaciones tiene el destino. Aquella dama, nacida para musa ó para novia de poeta, no vivía en las estrofas de alguna gentil canción, vivía, gran señora, en un mundo del cual ella no amaba sino la pompa; y esa dulce desterrada de los poemas, consolaba su ostracismo reuniendo en su torno, músicos, novelistas, poetas, espíritus enamorados de la gloria, almas que deslumbra la verde visión de una hoja de laurel.

Esa noche parloteaban alegremente los invitados, en el saloncito carmesí. Eran hasta cinco personas: la señora, tres escritores y un viajero, recomendado de un amigo distante, y que venía de países muy remotos.

Se hablaba de todo. Se narraron sensaciones de libros y de viajes. Se picó en las ideas, como colibríes en cálices de flores.

La dama presidía. Su gentileza dejaba caer sonrisas, rosas de sus labios; y repartía miradas, besos de luz. Y eran, miradas y sonrisas, lauro lisonjero de aquella como justa.

Los escritores, á las veces, no se entendían. Bañados en el resplandor de una estrella, se tropezaban al buscar, los ojos en el cielo, la misma luz bienhechora.

Se habló de vanidad.

El novelista no negaba la suya.

—Mi vanidad es sonora como un órgano, decía.

El crítico, alma escéptica, se comparaba con Leonardo de Vinci, con Miguel Angel, con los más hermosos genios latinos y concluía porque nada que él hiciese valdría la pena.

El escéptico no se daba cuenta de su yerro. En su confesión de humilde había un rayo cegador de vanidad. El no se comparaba con los mediocres, ni siquiera con los buenos; se comparaba con los mejores y negaba la luz de su ingenio porque no ardía como un sol.

El crítico exclamaba:


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La Confesión del Tullido

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Así es Caracas.

Los hombres corren la ciudad en coche, de tarde, porque las tardes allí son dulces y doradas. A esa hora el sol poniente pincela de áureos matices la frente de las montañas vecinas; el aire se transparenta más, el cielo viste su más claro azul.

En ventanas y balcones se apiñan hermosuras, ávidas de ver y de ser vistas. Por entre las rejas salen volando, á veces, ráfagas de música. La música del país es muelle, enamorada y voluptuosa; pero no tan voluptuosa, tan enamorada, ni tan muelle como esa otra armonía que se desprende, á raudales, de los contornos del seno, de las caderas lascivas, de los brazos y gargantas de las bellas hijas del país.

Es la hora de los enamorados la tarde.

Y pasa el amador delante de la ventana de la hermosa, llevándose una mirada recogida al trote del carruaje, mirada elocuente y que fascina, mirada prometedora de dulzuras para la cercana prima noche, cuando él se plante al pie de la reja misma á murmurar su amor.

Una mujer había, la más bella de todas, que encastillada en su hermosura espléndida, no quiso rendir á nadie la fortaleza de su corazón.

Admirarla era casi un deber. Un poeta hizo un tomo de madrigales para ella: madrigales á sus ojos, madrigales á sus manos, madrigales á su boca.

Sin número de amadores hacía la ronda á su puerta; ó pasaban de tarde por frente á su ventana á rendirle, sumisos, tributo de admiración.

Pero uno se distinguía entre los fieles de la diosa.

Este no corría en carretela, ni pasaba gentilmente, sino que se plantaba, en una silla rodante, en toda la esquina. Era un joven, paralítico. Se decía de él, sin razón, que era fatuo; y ninguno ignoraba el amor del infeliz.

Yo ardí en deseos de saber qué pasaba en el corazón de aquel mísero, á quien el infortunio baldó el cuerpo y no el alma.


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