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etiqueta: Cuento


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La Foca Blanca

Rudyard Kipling


Cuento


¡Duérmete, niñito! Llegó la noche;
negra es el agua que verde brillaba.
La luna, sobre las olas, nos mira
recostadas en su seno dormir.
Tu lecho pon donde chocan revueltas,
y allí ve y descansa,
revuélcate bien, la cola torciendo:
no ha de despertarte tormenta airada,
ni tiburón osado hará de ti presa.
¡Duerme al arrullo del mar que te mece!

(Canción de cuna de las focas.)


Lo que voy a narrar ocurrió muchos años hace, en un lugar llamado Novastoshnah, o Cabo del Noreste, en la Isla de San Pablo, allá por el mar de Behring. Todo esto me lo refirió Limmershin, el reyezuelo de invierno, cuando el viento lo arrojó contra la arboladura de un barco que llevaba rumbo al Japón; yo lo recogí y me lo llevé a mi camarote; lo calenté y lo alimenté durante dos días, hasta que se recuperó lo suficiente para volar y regresar a San Pablo. Limmershin es un pajarillo de un carácter bastante raro, pero no sabe mentir.

Nadie acude a Novastoshnah, excepto para negocios y los únicos seres que tienen allí siempre negocios que ventilar son las focas. Acuden en los meses de verano por centenares y por millares, saliendo del mar frío y gris; porque la playa de Novastoshnah tiene las mejores cualidades del mundo para hospedar a las focas.


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Dominio público
25 págs. / 44 minutos / 343 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Caracola

José de la Cuadra


Cuento


Cuento simple


Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza. Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.

Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.

Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.

El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe religiosa.

Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.

Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el «ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad, es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba lloviendo.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 1.817 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Inamible

Baldomero Lillo


Cuento


Ruperto Tapia, alias “El Guarén”, guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.

De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.


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9 págs. / 16 minutos / 448 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Fábula

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


En una hermosa mañana de primavera, Himeneo jugaba con el Amor y le perseguía. Era aún muy joven, y pronto le alcanzó y le asió de un brazo.

—¡Ah!, ya eres mío —le dijo— y no te me escaparás.

—¡Cuidado! —replicó el alado rapazuelo—, guárdame bien, como a las niñas de tus ojos, porque si el Amor se escapa, el pobre Himeneo no podrá batir más que un ala.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 7 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Paraíso de los Animales

José Fernández Bremón


Cuento


I

—Todas las criaturas reciben impresiones de lo sobrenatural, más o menos empequeñecidas, según su sensibilidad y facultades. Hasta las ostras que rociamos de limón tienen su ideal, su aspiración, o si quiere usted su Paraíso. Cuando yo era chinche, me paseaba en sueños sobre la inmensa espalda de un gigante dormido, y le sacaba a caños la sangre con una trompa de elefante.

—¿Dice usted que ha sido chinche? —exclamé, mirando a don Heliodoro con lástima y recelo.

—Y he sido cabra, pájaro y lagarto... No cavile usted. Los antiguos encantadores tenían el poder de transformar en animales a las personas; la ciencia humana había perdido aquel secreto y hoy lo ha recobrado y nos puede embrutecer de un modo científico.

Yo callaba y seguía mirando a mi amigo con asombro: éste lo notó.


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4 págs. / 8 minutos / 9 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Niño y el Rey

Rafael Barrett


Cuento


Había un niño qué tenía a su rey por el hombre más hermoso del mundo; se consumía en deseos de contemplarlo, y habiendo sabido que Su Majestad iría aquella mañana a pasear al parque público, acudió desde el alba, palpitante de curiosidad.

Esta manía de ocuparse del rey y esta idea de que era hermoso son extrañas en un niño moderno. Se trataba, sin duda, de un candidato a la neurastenia, condenado tal vez a un romántico suicidio. Ya dijo La Fontaine que a esa edad no hay compasión: ¿es normal que en ella haya poesía? Los niños son crueles, glotones y envidiosos; son perfectos hombrecitos, y el tiempo, incapaz de transformar la índole de sus pasiones, les enseña solamente el disimulo. Además, ¿es verosímil que nuestro pequeño soñador no hubiese visto, interesado en ello como estaba, uno de los infinitos retratos reales que ruedan por revistas, anuncios y prospectos, se pegan a los muros, se muestran en los escaparates y presiden las asambleas, desde el parlamento donde se votan acorazados, a la humosa taberna donde los marineros se dan de puñaladas? Ese niño excepcional, ¿no iba a la escuela? En la escuela, en los libros de clase, ¿no había una efigie del rey? ¡Bah!

Pero no abusemos de la crítica. Acabaríamos por rechazar cuantas noticias nos llegan y no nos dignaríamos conversar. Aceptemos la historia; es interesante, y por lo tanto encierra alguna verdad, porque la verdad es lo que nos hace efecto. El niño, intrépido amigo de los príncipes de leyenda que, como el de Boccaccio, se sientan a la cabecera de humildes vírgenes por ellos enfermas de amor, esperó inútilmente. Las horas pasaron. Aburrido, se dirigió a un caballero gordo que andaba por allí.

—Señor, ¿qué hora es? Aguardo al rey que debía venir, al rey más bello de la tierra.


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 90 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Hombre Pájaro

José Fernández Bremón


Cuento


Caen ministerios; se elevan sobre sus ruinas otros partidos; suceden catástrofes o se realizan hechos gloriosos; y apenas se entera de ellos don Rufo, que sólo tiene con los hombres el trato indispensable para la vida. Su pasión, su interés y sus aficiones están muy altos. Si le veis cruzar las calles con la cabeza muy erguida, no le creáis orgulloso; es que examina el horizonte: si le encontráis mirando los balcones de las casas, no os figuréis que mira a las muchachas; es que pasa revista a las jaulas colgadas en los balcones: ¡oh!, si tuviera alas para para poder reunirse con los suyos; los suyos, es decir, los seres que le encantan y con quienes viviría eternamente, son los pájaros.

Habla en vez de trinar, porque también hablan las cotorras y los loros; prefiere al canto de un gran tenor el de un jilguero, y cambiaría sus dos brazos por dos alas de aguilucho.

—¿Dónde vive usted? —le preguntamos un día, y respondió humildemente:

—Tengo mi nido en la plaza de Santa Ana.

—¿Su nido?

—Es tan pequeña mi habitación que se puede decir que vivo en una jaula.

Si entra a cortarse el pelo, cuando le pregunta el oficial si le deja el tupé que lleva siempre, contesta con rapidez:

—Sí; no me corte usted la crestecita.

Llama al comedor de su casa el comedero.

Un día le oí decir a su criada:

—Es preciso que cuando yo la llame a usted, venga en un vuelo.

—Pues ni que fuera yo una alondra.

—A ver si cierra usted el pico, porque va usted tomando conmigo muchas alas.

Aunque es susceptible, no se enfada porque le llamen buitre, pavo, ni marica.

Sólo se trata con escritores por ser gente de pluma.

Una sola vez le han oído echar un requiebro, diciendo a un ama de cría:

—¡Vaya una pechuga!


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 3 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Hijo del Sordomudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

(Recorte de un periódico.)


El individuo que murió ayer arrollado por el salvavidas de un tranvía eléctrico llamábase don Juan Ruilópez; era sordomudo, de posición independiente, y habitaba en una propiedad aislada de Chamberí, sin más compañía, según creencia general, que sus perros: esto no era exacto: en el registro que hizo la Autoridad en la casa del difunto, se halló dormido en un felpudo un muchacho como de trece años, que al despertar ladró al Juzgado, y concluyó por lamer la mano a un guardia del orden público. En vano se hicieron preguntas al niño, porque no las entendía, y así lo manifestó, valiéndose del idioma de los mudos, aunque no lo es.

El caso no puede ser más raro: educado por un padre sordomudo que temía exponer a su hijo a los riesgos de la calle con sus bicicletas y tranvías, no salió nunca de casa, ni oyó la voz humana, sino en algún grito lejano y sin sentido. Comprende, pues, el castellano y se expresa en él por señas, pero no lo puede hablar ni entender de viva voz, y le extraña ver salir las palabras de la boca del hombre. En cambio, el haber vivido siempre rodeado de mastines le ha acostumbrado a manifestar sus impresiones a la manera de los perros, con tal propiedad, que al guardia, con quien ha intimado, se le escapó esta barbaridad al oír cómo ladraba:

—Ladra como un ángel.

En cambio, el niño Ruilópez, viendo que el secretario sacaba recado de escribir, tomó la pluma y trazó en buena letra esta respuesta, presentándola al juez que le había interrogado:

—No entiendo lo que ladras.

Para el desgraciado joven el ladrido es el lenguaje oral, y el castellano un idioma silencioso que se expresa por señas o por escrito nada más.


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4 págs. / 7 minutos / 9 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Carajo de Sucre

Ricardo Palma


Cuento


El mariscal Antonio José de Sucre fue un hombre muy culto y muy decoroso en palabras. Contrastaba en esto con Bolívar. Jamás se oyó de su boca un vocablo obsceno, ni una interjección de cuartel, cosa tan común entre militares. Aun cuando (lo que fue raro en él) se encolerizaba por gravísima causa, limitábase a morderse los labios; puede decirse que tenía lo que llaman la cólera blanca.

Tal vez fundaba su orgullo en que nadie pudiera decir que lo había visto proferir una palabra soez, pecadillo de que muchos santos, con toda su santidad, no se libraron.

El mismo Santo Domingo cuando, crucifico en mano, encabezó la matanza de los albigenses, echaba cada "Sacre nom de Dieu" y cada taco, que hacía temblar al mundo y sus alrededores.

Quizás tienen ustedes noticia del obispo, señor Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad; pues su Ilustrísima, cuando el Evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: Estas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo.

Sólo el mariscal Miller fue, entre los pro-hombres de la patria vieja, el único que jamás empleó en sus rabietas el cuartelero ¡carajo!

El juraba en inglés y por eso un "¡God dam!" de Miller, (Dios me condene), a nadie impresionaba. Cuentan del bravo británico que, al escapar de Arequipa perseguido por un piquete de caballería española, pasó frente a un balcón en el que estaban tres damas godas de primera agua, que gritaron al fugitivo:

— ¡Abur, gringo pícaro!

Miller detuvo al caballo y contestó:

— Lo de gringo es cierto y lo de pícaro no está probado, pero lo que es una verdad más grande que la Biblia es que ustedes son feas, viejas y putas. ¡God dam!

Volviendo a Sucre, de quien la digresión milleresca nos ha alejado un tantico, hay que traer a cuento el aforismo que dice: "Nadie diga de esta agua no beberé".


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Buque Negro

Abraham Valdelomar


Cuento


I

Nuestra casa en Pisco, era un rincón delicioso: a una cuadra del mar, con una valla de toñuces por oriente, en una plazuela destartalada y salitrosa, desde la puerta se veía pasar el convoy que iba a Ica. Iba adelante de la enorme locomotora pujante, arrojando bocanadas de humo espeso y negruzco, le seguían los carros "de primera clase", luego los de segunda y por fin las bodegas, en las que iba el pescado cogido la víspera en la ribera. Teníamos dentro un jardín que protegía una higuerilla sembrada por mi hermano Roberto. Medraban a su sombra violetas raquíticas, buenas tardes olorosas, malvas y resedas. Junto al tronco gris de la higuerilla el pozo abrió su boca negra y peligrosa y en los bordes crecían trigos y maíces abandonados a su propia cuenta. Un pallar, de enormes hojas verdes y blanquecinas se enredaba con delicadeza en el enrejado que limitaba el jardinillo. Sobre la quincha que marcaba el fin de nuestro jardín y colindaba con el vecino, se habla recostado con gran desenfado un ñorbo en cuyos oscuros enramajes hacían nido los gorriones. Al fondo había pozas donde cada uno de nosotros, por consejo y bajo la dirección de mi padre, sembrábamos y teníamos la responsabilidad de la cosecha. A Roberto, el mayor, que hoy es casado, le placía sembrar algodón para llevarlo a Ica y con sus blancas madejas limpiar el rostro sudoroso del Señor de Luren; a Rosa, la siguiente, gustábale simplemente coger las flores de todas las pozas; Anfiloquio placía de sembrar maíz que una vez cosechado, él mismo comíase; y a mí y a Jesús, mi hermana menor, nos encantaban las violetas y una higuera apenas crecida. Así mis padres nos enseñaron a sembrar la tierra, a pulir nuestras manos con el roce noble de los surcos; a conocer los misterios de la naturaleza y la bondad sublime de Dios Nuestro Señor y amar todo lo que es sencillo bueno, útil y bello.


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 754 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

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