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El Alfarero

Abraham Valdelomar


Cuento


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.

Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.

–¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!


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4 págs. / 8 minutos / 2.321 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Vampiro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo —distante tres leguas de Vilamorta— bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.


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4 págs. / 8 minutos / 1.047 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cámara Oscura

Horacio Quiroga


Cuento


Una noche de lluvia nos llegó al bar de las ruinas la noticia de que nuestro juez de paz, de viaje en Buenos Aires, había sido víctima del cuento del tío y regresaba muy enfermo.

Ambas noticias nos sorprendieron, porque jamás pisó Misiones mozo más desconfiado que nuestro juez, y nunca habíamos tomado en serio su enfermedad: asma, y para su frecuente dolor de muelas, cognac en buches, que no devolvía. ¿Cuentos del tío a él? Había que verlo.

Ya conté en la historia del medio litro de alcohol carburado que bebieron don Juan Brown y su socio Rivet, el incidente de naipes en que actuó el juez de paz.

Llamábase este funcionario Malaquías Sotelo. Era un indio de baja estatura y cuello muy corto, que parecía sentir resistencia en la nuca para enderezar la cabeza. Tenía fuerte mandíbula y la frente tan baja que el pelo corto y rígido como alambre le arrancaba en línea azul a dos dedos de las cejas espesas. Bajo éstas, dos ojillos hundidos que miraban con eterna desconfianza, sobre todo cuando el asma los anegaba de angustia. Sus ojos se volvían entonces a uno y otro lado con jadeante recelo de animal acorralado, y uno evitaba con gusto mirarlo en tales casos.

Fuera de esta manifestación de su alma indígena, era un muchacho incapaz de malgastar un centavo en lo que fuere, y lleno de voluntad.

Había sido desde muchacho soldado de policía en la campaña de Corrientes. La ola de desasosiego, que como un viento norte sopla sobre el destino de los individuos en los países extremos, lo empujó a abandonar de golpe su oficio por el de portero del juzgado letrado de Posadas. Allí, sentado en el zaguán, aprendió solo a leer en La Nación y La Prensa. No faltó quien adivinara las aspiraciones de aquel indiecito silencioso, y dos lustros más tarde lo hallamos al frente del juzgado de paz de Iviraromí.


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8 págs. / 14 minutos / 593 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Yaguaí

Horacio Quiroga


Cuento


Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra—un sólido bloque de mineral de hierro—y dió una cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno éste que no seducía al fox-terrier. Allí abajo, sin embargo, estaba la lagartija. Giró nuevamente alrededor, resopló en un intersticio, y, para honor de la raza, rascó un instante el bloque ardiente. Hecho lo cual regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a ambos lados.

Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la pared, fresco refugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra la opinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a la depresión de la atmósfera acompaña la falta de aire, tornábase imposible en un día de viento norte. Era éste un flamante conocimiento del fox-terrier, en quien luchaba aún la herencia del país templado—Buenos Aires, patria de sus abuelos y suya—donde sucede precisamente lo contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo, en pleno viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la respiración. Y como los perros transpiran muy poco, Yaguaí apreciaba cuanto es debido el viento evaporizador sobre la lengua danzante puesta a su paso.

El termómetro alcanzaba en ese momento a 40°. Pero los fox-terriers de buena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietud se refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánica que la roja arena tornaba aún más calcinante, había lagartijas.

Con la boca ahora cerrada, Yaguaí transpuso el tejido de alambre y se halló en pleno campo de caza. Desde septiembre no había logrado otra ocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro de las pocas que quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fué entonces a bañar.


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10 págs. / 19 minutos / 646 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

En la Noche

Horacio Quiroga


Cuento


Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en la canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.

Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el Paraná, exhausto de agua, habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo marinero de la Marina de guerra inglesa, que probablemente había sido antes pirata en el Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido antes contrabandista de caña en San Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.

—Está bien —me dijo al ver el río grueso—. Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular marinero. Pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien crecido. ¿Ve esa piedraza —me señaló— sobre la corredera del Greco? Pues bien; cuando el agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces a abrir la boca ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá decir que sus puños sirven para algo. Lleve otro remo también, porque con seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con cera. Y así y todo es posible que se ahogue.

Con un remo de más, en consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el Teyucuaré.


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10 págs. / 18 minutos / 1.070 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor que Dormía

José de la Cuadra


Cuento


I

¡Halalí!

¡Vive Dios y cómo grita ese endemoniado marinero chileno!

¡Ha!-¡la-lí! ¡Juicli! Sssss…

Agotaos, muchachos; no importa. Ya descansareis cuando gracias a vuestro esfuerzo pueda el barco soltar el áncora en la bahía risueña. Pensad que será dulce el vaivén de las ondas allá… Allá, hacia donde la prora se enfila como la nariz de un rostro en expectativa.

¡Halalí! ¡Juicli! ¡Sssss!…

Tirad de los caitos sin temor a que se rompan. Arriad a prisa esas maldecidas velas que infla como ubres vacunas el vendaval.

—¡Capitán!

No; no atiende. Para, él –hinchado en el convencimiento de su misión–, soy una cosa más, que habla y que, desgraciadamente, se mueve, en este pandemoniaco movimiento del barco y del mar.

—Oye, araucano de Satanás, ¿pereceremos?

Me mira sin responder.

Tenemos dos vías de agua, allá abajo, en el alma oscura, de la nave, y toda la obra muerta de estribor ha sido barrida por las olas.

¡Cómo trina al desgajarse el palo de mesana!

¡Halalí! Ha-la-lí…

Entiendo que ha llegado el momento de pensar en Dios.

II

Y bien; yo no he hecho nada de malo.

Honré a mi madre. Veneré la memoria –sagrada– de mi padre. Di cuando pude dar y cuanto pude. Prediqué que la misión del hombre es la del árbol: florecer –para alegrar los ojos– y fructificar –para, satisfacer ajenas ansias… Jamás ojos algunos lloraron por mi culpa.

¡Halalí!

Ya es inútil, viejos lobos de mar; asoleados, ennegrecidos nautas: nunca más vuestros pies se asentarán en tierra firme. Para vosotros –como para mí– el grito del cuervo trágico: Never more!

¿A qué luchar? Esperad –como yo lo hago– que la hora llegue, escrutando en el recuerdo, en la honda sima, del recuerdo, las huellas de la vida mala. Y entretanto, elevaos a Dios con el pensamiento.


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3 págs. / 6 minutos / 2.713 visitas.

Publicado el 6 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

El Demonio de la Perversidad

Edgar Allan Poe


Cuento


Al examinar las facultades é inclinaciones, — móviles primordiades del alma humana, — los frenólogos han dejado de enumerar una tendencia que, aunque visiblemente existe como sentimiento primitivo, radical é indestructible, no ha sido tampoco enumerada por ninguno de los moralistas que han precedido á aquellos. Todos, en la infatuacion completa de la razon, nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido que su existencia se ocultase á nuestros ojos solo por falta de creencia, — de fé, — otra fuese la fé fundada en la revelacion ó ya en la cábala. Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto simplemente de su carácter especial.


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7 págs. / 13 minutos / 4.325 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Ruiseñor y la Rosa

Oscar Wilde


Cuento


—Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! —gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.


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7 págs. / 12 minutos / 3.791 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Leyenda de Sleepy Hollow

Washington Irving


Cuento


ENCONTRADA ENTRE LOS PAPELES DEL DIFUNTO DIETRICH KNICKERBOCKER

En el seno de uno de esos espaciosos recodos que forman la parte oriental del Hudson, en aquella parte ancha del río que los antiguos navegantes holandeses llamaban Tappaan Zee, donde los marinos prudentemente recogían sus velas e imploraban el apoyo de San Nicolás, se encuentra una pequeña ciudad o puerto en el cual se celebran con frecuencia ferias. Algunos la llaman Greensburgh, pero más propiamente la conoce la mayoría por Tarry Town. Se dice que le dieron este nombre las buenas mujeres de las regiones adyacentes por la inveterada propensión de sus maridos a pasar el tiempo en la taberna de la villa durante los días de mercado. Sea como quiera, yo no aseguro este hecho, sino que simplemente me limito a hacerlo constar para ser exacto y veraz. A una distancia de unos tres kilómetros de esta villa se encuentra un vallecito situado entre altas colinas, que es uno de los más tranquilos lugares del mundo. Corre por él un riachuelo, cuyo murmullo es suficiente para adormecer al que lo escucha; el canto de los pájaros es casi el único sonido que rompe aquella tranquilidad uniforme. Me acuerdo, cuando era todavía joven, haberme dedicado a la caza en un bosque de nogales que da sombra a uno de los lados del valle. Había iniciado mi excursión al mediodía, cuando todo está tranquilo, tanto que me asombraban los disparos de mi propia escopeta que interrumpían la tranquilidad del sábado y el eco reproducía. Si quisiera encontrar un retiro a donde dirigirme para huir del mundo y de sus distracciones, y pasar en sueños el resto de una agitada vida, no conozco lugar más indicado que este pequeño valle.


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Publicado el 22 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Gallina Degollada

Horacio Quiroga


Cuento


Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban, se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, nueve. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?


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7 págs. / 13 minutos / 6.033 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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