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etiqueta: Cuento


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La Mano Encantada

Gérard de Nerval


Cuento


I. La plaza de la delfina

Nada hay tan hermoso como esos caserones del siglo XVII que la plaza Real nos ofrece en majestuoso conjunto. Cuando sus fachadas de ladrillos bien trabados y enmarcados por molduras y cantos de piedra, y sus ventanas altas se encienden con los resplandores espléndidos del sol del atardecer, siente uno al contemplarlas la misma veneración que ante un tribunal de magistrados vestidos con togas rojas forradas de armiño; y si no fuese una pueril comparación, podría decirse que la larga mesa verde alrededor de la cual esos temibles magistrados se sientan formando un cuadrado se parece un poco a esa diadema de tilos que bordea las cuatro caras de la plaza Real, completando su austera armonía.

Hay otra plaza en París que no es menos agradable por su regular y normal estilo; así como la plaza Real tiene la forma de un cuadrado, ésta, aproximadamente, ofrece la de un triángulo. Fue construida en el reinado de Enrique el Grande, que la llamó plaza de la Delfina; admiró a las gentes de entonces el tiempo escaso que precisaron sus edificios para cubrir todo el terreno inculto de la isla de la Gourdaine. Fue un dolor cruel la invasión de este terreno para los curiales, que iban allí a divertirse ruidosamente, y para los abogados, que meditaban en él sus alegatos: ¡un paseo tan verde y florido al salir de la infecta audiencia del palacio!


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Publicado el 23 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Lote Número 249

Arthur Conan Doyle


Cuento


Es posible que no pueda pronunciarse jamás un juicio absoluto y definitivo acerca de las relaciones de Edward Bellingham con William Monkhouse Lee, ni sobre la causa que motivó el gran terror de Abercrombie Smith. Es verdad que poseemos un relato completo y claro del propio Smith, así como determinadas corroboraciones que pudo encontrar en hombres como Thomas Styles, el sirviente; del reverendo Plumptree Peterson, miembro del Old College, y de otras personas que tuvieron oportunidad de obtener una visión pasajera de este o aquel incidente, dentro de una singular cadena de sucesos. No obstante, en lo esencial, la historia se apoya sólo en el testimonio de Smith, y la mayoría se inclinará a pensar que es más probable que un cerebro aparentemente sano sufra una sutil deformación en su textura, algún extraño defecto en su funcionamiento, que el hecho de que se haya transgredido el camino de la Naturaleza, a pleno día, en un centro de enseñanza tan afamado como la Universidad de Oxford. Sin embargo, cuando nos paramos a pensar en lo estrecho y tortuoso que es ese sendero de la Naturaleza, en lo confusamente que podemos trazarlo, a pesar de todas las luces de la ciencia, y en cómo surgen misteriosamente de la oscuridad que lo rodea enormes y terribles posibilidades, llegamos a la conclusión de que tiene que ser audaz y seguro de sí mismo el hombre capaz de poner un límite a los extraños senderos laterales por los que puede vagar el espíritu humano.


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Publicado el 2 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Capitán Pérez

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I

A modo de fiera en un redil, la desgracia se había encarnizado con la familia de Itualde. Primero perdió en especulaciones toda la fortuna el padre y jefe, don Adolfo. Poco después murió, dejando «en la calle» a su viuda, doña Laura, y sus cuatro hijos: Adolfo, Ignacio, Laurita y Rosa, la pequeña, a quien llamaban «Coca».

Doña Laura, que amaba a su esposo, lo lloró inconsolable. Y más todavía, si cabe, sintió su antigua fortuna, perdida precisamente entonces, cuando su hija mayor iba a ser una señorita. Cayó en profundo abatimiento y languideció un año más, al cabo del cual fue a reunirse con su esposo, en el sepulcro de la familia.

Adolfo, que fuera educado en la abundancia y la holgazanería, tomó sobre sí las deudas de su padre, púsose a trabajar empeñosamente, y casó con una niña modesta y bella... Pero estaba escrito que el destino probaría la paciencia de aquella familia. Al nacer el que sería primogénito de Adolfo, murió la madre y murió el chico...

«La desgracia no viene sola—pensaba Adolfo.—¿Qué nos esperará después de estos nuevos golpes? ¿O habrá terminado ya la «racha negra»?...

Pues la «racha negra» no había terminado, y otro golpe le esperaba todavía: fracasó en sus negocios y se enfermó del pecho...

Dejándose vencer del desaliento, pronto hubiera muerto también Adolfo, sin la enérgica y generosa decisión de su hermana Laura. Habían recetado al enfermo campo y descanso o trabajo metódico y moderado. Importándosele poco su vida, ya sin halagos, pensó él descuidar los consejos médicos... Pero Laura no lo permitió. Facilitó la liquidación de su casa en la ciudad. Solicitó y obtuvo para su hermano el destino de gerente de una pequeña sucursal del Banco de la Nación, en el Tandil, interesante pueblo de la provincia de Buenos-Aires. Y fuese con él y con Coca a establecerse en el pueblo.

Adolfo había protestado.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Zurita

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

—¿Cómo se llama V.? —preguntó el catedrático, que usaba anteojos de cristal ahumado y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.

Una voz que temblaba como la hoja en el árbol respondió en el fondo del aula, desde el banco más alto, cerca del techo:

—Zurita, para servir a V.

—Ese es el apellido; yo pregunto por el nombre.

Hubo un momento de silencio. La cátedra, que se aburría con los ordinarios preliminares de su tarea, vio un elemento dramático, probablemente cómico, en aquel diálogo que provocaba el profesor con un desconocido que tenía voz de niño llorón.

Zurita tardaba en contestar.

—¿No sabe V. cómo se llama? —gritó el catedrático, buscando al estudiante tímido con aquel par de agujeros negros que tenía en el rostro.

—Aquiles Zurita.

Carcajada general, prolongada con el santo propósito de molestar al paciente y alterar el orden.

—¿Aquiles ha dicho V.?

—Sí… señor —respondió la voz de arriba, con señales de arrepentimiento en el tono.

—¿Es V. el hijo de Peleo? —preguntó muy serio el profesor.

—No, señor —contestó el estudiante cuando se lo permitió la algazara que produjo la gracia del maestro. Y sonriendo, como burlándose de sí mismo, de su nombre y hasta de su señor padre, añadió con rostro de jovialidad lastimosa—: Mi padre era alcarreño.

Nuevo estrépito, carcajadas, gritos, patadas en los bancos, bolitas de papel que buscan, en gracioso giro por el espacio, las narices del hijo de Peleo.


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42 págs. / 1 hora, 13 minutos / 136 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Posición Social

Stendhal


Cuento


Capítulo I

La señora duquesa de Vaussay tenía más de treinta años, pero si ocho días después hubieran dicho… etc. Rubia, un ser apasionado. Un temperamento ardiente la empujaba a entregarse con frenesí a todos los placeres, pero siempre había tenido un elevadísimo concepto del deber, no tenía de ese deber ni siquiera una idea sensata, pero se había hecho de él una idea supersticiosa, una idea que nunca había examinado a fondo y de la que se había adueñado su facilidad para emocionarse.

Nunca había consentido en tomar un amante tras haberlo proyectado; y cuatro veces (o más) la habían obligado a ello con hábiles maniobras.

Contaban que había tenido varios amantes y no me costaría creerlo. Tenía un alma vivaz y activa. Pero siempre la habían raptado las hábiles maniobras de algún hombre acostumbrado a tener mujeres o la pasión ciega de algún alma realmente tocada. Nunca fue la primera en amar, nunca quiso entregarse. Pero, rebosante de remordimiento por su falta, que no era capaz de mirar cara a cara con sangre fría, creía que podría borrarla y conjurar el remordimiento con una abnegación completa por el hombre que se había convertido en dueño suyo. Llevada por su buena fe, creía que aún la ataba un deber imperioso, siendo así que la inteligencia no podía ocultarle que el hombre para quien estaba reservando el corazón entero ya estaba asediando otro corazón.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Cura de Vericueto

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Primera parte

I

»como nunca da nada… de barato,
»dicen que tiene gato
»de viejas peluconas bien repleto… »

Así empezaba el pequeño poema burlesco, parodia campoamoriana, que estaba escribiendo mi amiguito Higadillos, paisano de Campoamor, estudiante de medicina y colaborador de tres o cuatro periódicos con momos y sin religión positiva.

Higadillos era un badulaque, por supuesto, que se creía un sabio positivo y positivista a los veinte años, porque había leído a Spencer traducido, y leía el Gil Blas, periódico de parís, y la Revue des Revues; además había estado en París una temporada, y con esto y no pagar a la patrona, aunque se hundiera el mundo, se consideraba más esprit fort que un roble, y de vuelta, como decía él, de todas las neurosis místicas y evangelizantes, de que se reía con delicia. Le parecía a él que después de tantas diabluras como se discurrían para buscar nuevos idealismos, después de las misas sacrílegas y otras barbaridades por el estilo, el género nuevo más original, más oportuno, era… volver simplemente, decía, al kulturkampf, al volterianismo y al realismo pornográfico y escéptico. ¡Guerra al clero! Esta era la sencilla novedad que se la ocurría.

¡Yo soy un primitivo! gritaba, dando a ese adjetivo un sarcástico sentido, con que, por antífrasis además, significaba todo lo contrario de lo que querían decir los pintores al llamar primitivos a los cristianos artistas del misticismo italiano de la Edad Media. Era un primitivo porque suponía la sencillez, la sinceridad y la naturalidad en el sensualismo y en la impiedad, en la ligereza filosófica del siglo XVIII.


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Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Constructores del Puente

Rudyard Kipling


Cuento


Lo menos que esperaba Findlayson, funcionario del Departamento de Obras Públicas, era la distinción de compañero del Imperio indio, aunque soñaba con la de compañero de la Estrella india; de hecho, sus amigos aseguraban que merecía más. Había soportado por espacio de tres años el frío y el calor, la decepción y la ausencia de comodidades, el peligro y la enfermedad, y cargado con una responsabilidad casi excesiva para un solo par de hombros; y día tras día, a lo largo de ese período, el gran puente de Kashi sobre el Ganges había crecido bajo su dirección. En menos de tres meses si todo iba bien, su excelencia el virrey inauguraría el puente vestido de gala, un arzobispo lo bendeciría, el primer tren cargado de tropas pasaría sobre él y se pronunciarían discursos.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Pequeña Roque

Guy de Maupassant


Cuento


I

El cartero Mederic Rompel, al que todo el mundo en el pueblo llamaba familiarmente Mederi, salió a la hora de siempre de la casa de Correos de Rouy—le—Tors. Después de cruzar la pequeña población al paso largo de soldado veterano, tiró a campo traviesa por las praderas de Villaumes para alcanzar la orilla del río Brindille y llegar, siguiendo el curso de sus aguas, a la aldea de Corvelin, en la que daba comienzo su reparto de correspondencia.

Caminaba de prisa a lo largo del cauce angosto del río que, entre espumas, hervores y rezongos, corría por su lecho tapizado de hierbas, bajo una bóveda de sauces. Las peñas que entorpecían su carrera quedaban circundadas como de una collera de agua, de una especie de corbata rematada por un nudo de espuma. En algunos sitios se formaban cascadas de un pie de altura, invisibles a veces, que levantaban un ruido sordo y suave por debajo del follaje, de las plantas trepadoras, del techo de verdura; conforme avanzaba el río, se ensanchaban sus orillas, formándose un pequeño lago apacible en el que nadaban las truchas por entre la verde cabellera que ondula en el fondo de los arroyos de corriente sosegada.

Mederic seguía su camino sin ojos para nada, sin otro pensamiento que éste: "Mi primera carta es para la casa Poivrón, y ya que llevo otra para el señor Renardet, tengo, pues, que atravesar el oquedal!"

Su blusa azul, ceñida a la cintura con una correa, cruzaba con marcha regular y rápida sobre el fondo de la verde hilera de sauces, y la gruesa vara de acebo que le servía de bastón avanzaba a su lado al mismo ritmo que sus piernas.

Pasó el Brindille por un puente, que consistía en un único tronco de árbol que llegaba de una orilla a otra sin más barandilla que una cuerda amarrada a dos pilotes clavados en ambas márgenes.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Socio

Joseph Conrad


Cuento


—¡Qué historia más estúpida! Los barqueros llevan años, aquí en Westport, contando esa mentira a los veraneantes. Algo tienen que contar para que pase el rato esa gente que se hace pasear en barca a chelín por barba y preguntan tonterías. ¿Hay algo más estúpido que hacer que le paseen a uno en barca frente a una playa? Es como tomar una limonada aguada cuando no se tiene sed. ¡No entiendo por qué lo hacen! Ni siquiera se marean.

Junto a su codo había un olvidado vaso de cerveza; el lugar era el pequeño y respetable salón de fumadores de un hotel pequeño y respetable y mi gusto por hacer amigos ocasionales era la razón por la que yo estaba, a hora tan tardía, sentado con él. Sus mejillas grandes, aplastadas y arrugadas estaban bien rasuradas; de su barbilla colgaba un mechón espeso y cuadrado de cabellos blancos; su balanceo acentuaba la profundidad de su voz; y su desprecio general hacia las actividades y moralidades de los seres humanos se expresaba en la gallarda colocación de su grande y suave sombrero de fieltro negro, de anchas alas, que jamás se quitaba.


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Publicado el 12 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Maestre Leonardo

Gustav Meyrink


Cuento


El maestre Leonardo se sienta inmóvil en su butaca gótica y mira fijamente ante sí con ojos muy abiertos.

El resplandor del fuego de chamarasca en la pequeña chimenea tremola sobre su manto de piel, pero el brillo no puede quedarse prendido en la quietud que rodea al maestre Leonardo: se desliza por la larga barba blanca, por el temible rostro y las manos del anciano, las cuales parecen haberse soldado con los tonos marrones y dorados de los brazos tallados de la butaca.

El maestre Leonardo mantiene su mirada fija hacia la ventana, hacia la colina nevada que rodea la ruinosa y semihundida capilla del castillo en que se sienta, pero en espíritu ve tras él las paredes desnudas y vacías, las miserables estancias y el crucifijo sobre la carcomida puerta; ve la jarra de agua, los panes horneados por él mismo, y el cuchillo al lado con el filo dentado en el nicho de la esquina.

Oye cómo crujen los árboles en el exterior por la helada, y ve cómo los carámbanos, a la luz deslumbrante de la luna, brillan desde las blancas astas. Ve su propia sombra caer a través del arco ojival de la ventana y enzarzarse con las siluetas de los abetos en la fulgurante nieve en un juego espectral, cuando el fuego de las astillas de pino alarga su cuello en la chimenea o se encoge; a continuación la vuelve a ver contraída, como si hubiera adoptado la forma de un macho cabrio en un trono negro azulado y los puños de la butaca fueran los cuernos del diablo sobre las orejas puntiagudas.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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