Textos más largos etiquetados como Cuento | pág. 86

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El Camino Hacia el Sol

Abraham Valdelomar


Cuento


Se ve al final de esta leyenda señorear sobre las momias sepultas la serenidad; e intervienen en su desarrollo, cosas inefables e infinitas: la Fe, el Amor, el Mar, el Crepúsculo y la Muerte dueña y señora de todo lo que existe y anima.

I

Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descanso de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce volvía a la ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matrimonio con Inquill; declinaba el Sol. Cruzábase en el camino a cada instante con los labradores que, como él, tomaban de la faena agreste, apartábanse un poco, inclinaban la cabeza, y decíanle en tono respetuoso:

–Viracochay...

Así llegó a la ciudad y a la calle del Oro que descendiendo, estrecha y recta, iba a terminar en la plaza del Sol. Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un espectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipampa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los ojos se fijaron en la calle del Norte, donde apareció la figura de un chasqui, que avanzaba de prisa.

–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!


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16 págs. / 29 minutos / 481 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Oro Abundante

Jack London


Cuento


Siendo esta una historia —más real de lo que pudiera parecer— de una región minera, es de esperar que sea una narración de desdichas. Pero esto depende del punto de vista. Desdicha es un calificativo muy suave en lo que a Kink Mitchell y Hootchinoo Bill se refiere; es de dominio público en la región del Yukon que ellos tienen una opinión formada sobre el tema.

Fue en el otoño de 1896 cuando los dos socios bajaron a la orilla este del Yukon y sacaron una canoa de Peterborough de un escondite cubierto de musgo. El aspecto de aquellos dos hombres era realmente desagradable. Después de un verano de exploración, lleno de privaciones y más bien escaso de alimentos, se habían quedado con la ropa hecha jirones y tan consumidos que parecían cadáveres. Dos nubes de mosquitos zumbaban alrededor de sus cabezas. Llevaban el rostro recubierto de arcilla azulada. Cada uno guardaba una provisión de esta arcilla húmeda, y cuando se les secaba y caía de la cara volvían a embadurnársela. Su voz revelaba claramente el descontento, y sus movimientos una irritabilidad que hablaba del sueño interrumpido y de la lucha inútil con aquellos pequeños diablos alados.

—Estos bichos hubieran sido mi muerte —gimoteó Kink Mitchell cuando la canoa, alcanzando la corriente, se apartaba de la ribera.

—¡Ánimo, ánimo! Ya se acabó —contestó Hootchinoo Bill, queriendo hacer cordial su voz fúnebre, que resultaba horrible—. Dentro de cuarenta minutos estaremos en Forty Mile, y entonces… ¡Malditos diablejos!

Una de sus manos soltó el remo y cayó sobre el cogote en un ruidoso cachete. Puso un nuevo emplasto de arcilla en la parte dañada, jurando furioso al mismo tiempo. A Kink Mitchell no le hizo la menor gracia. Únicamente aprovechó la oportunidad para cubrir con otra capa de arcilla su propio cogote.


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16 págs. / 29 minutos / 80 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Último Deseo

Carmen de Burgos


Cuento


I

Aquel gabinete azul tan bello, donde tantas horas de felicidad habían transcurrido, estaba revuelto, desordenado; fuera de su sitio sillones y muebles; tirados por mesas y sofás los vestidos, las gasas y los encajes; en el centro de la habitación mundos y maletas á medio arreglar, y en el suelo, sobre la alfombra, multitud de papeles de música y libros de todas clases, que habían de formar parte del equipaje.

Julia iba de acá para allá por la habitación, poniéndolo todo en orden, colocando en los baúles los objetos para el viaje. Pasaba ante Rafael luciendo la gallardía de su cuerpo hermoso, alto, fuerte y esbelto, y su cabeza de rizos de ébano con reflejos azulillos; el rostro de facciones correctas, labios de grana y plateada tez, donde brillaban dos ojos de azabache, con profundidades de abismo, entre doble fila de pestañas espesas, que se movían inquietas, con aletear de mariposas negras.

—¿Me escribirás? —preguntó él.

—¡Escribirte! ¡Ah! Sí, es verdad; vamos á dejar de vernos —contestó Julia.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo y se acercó temblorosa á su amigo, como si hasta aquel instante no hubiera medido toda la tristeza de la separación.

—Julia —añadió él con voz grave—, desiste de este viaje, de este alejamiento inútil... Tu marcha me llena de dolor... Te amo, Julia, te amo; encarnas toda la idealidad de mi alma... desvaneces todas mis tristezas en una nueva aurora de felicidad.


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Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 100 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

La Loca de la Casa

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.


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16 págs. / 29 minutos / 339 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Lo Mejor de Todo

Henry James


Cuento


I

Cuando después de la muerte de Ashton Doyne —sólo tres meses después— le hicieron a George Withermore eso que suele llamarse una proposición, con respecto a un «volumen», la comunicación le llegó directamente de sus editores, que habían sido también, y la verdad es que mucho más, los del propio Doyne; pero no le sorprendió saber, al celebrarse la entrevista que luego le propusieron, que habían recibido algunas presiones por parte de la viuda de su cliente en cuanto a la publicación de una Vida. Las relaciones de Doyne con su mujer, por lo que sabía Withermore, habían sido un capítulo muy especial, que de paso podría ser también un capítulo muy delicado para el biógrafo; pero, desde los primeros días de su desgracia, había podido apreciarse por parte de la viuda un sentimiento de lo que había perdido, y hasta de lo que había faltado, del que un observador un poco iniciado bien podía esperar que se derivara una actitud de reparación, un apoyo, incluso exagerado, en favor de un nombre distinguido. George Withermore tenía la impresión de estar iniciado; pero lo que no esperaba era oír que le había mencionado a él como la persona en cuyas manos depositaría con más confianza los materiales para el libro.


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16 págs. / 29 minutos / 162 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bee Bee

Louisa May Alcott


Cuento


Bee Primero

Aquellas dos niñitas harapientas, que trotaban colina abajo dejando atrás una nube de polvo, no parecían heroínas ni mucho menos. Tenían los pies descalzos, arañados y sucios; las manos rojas por las manchas de fresas, y sus caras pecosas brillaban de calor bajo sus sombreros. Pero Patty y Tilda se disponían a cumplir una buena acción, y absortas en su misión se dirigían presurosas a la estación, donde venderían fresas.

Sus lenguas se movían con tanta rapidez como sus pies, pues aquélla era una gran expedición y las dos estaban muy excitadas al respecto.

—¿No te parecen hermosas? —preguntó Tilda, mientras observaba orgullosa la carga de su hermana al detenerse a cambiar una pesada cesta de un brazo al otro.

—¡Absolutamente deliciosas! Sé que la gente las comprará si no tememos ofrecerlas —asintió Patty, mientras ella también se detenía para acomodar las dos docenas de cestitas de abedul, llenas de grosellas rojas, que llevaba bien arregladas en una bandeja adornada con cornejos escarlatas, siemprevivas blancas y hojas verdes.

—Yo no temeré… Iré sin detenerme y gritaré bien fuerte, ya verás. Tengo que conseguir nuestros libros y botas para el próximo invierno, así que no dejes de pensar qué lindos serán y sigue adelante —dijo la intrépida Tilda, que encabezaba la expedición.

—Date prisa… Quiero tener tiempo para regar los ramilletes, así estarán frescos cuando llegue el tren. Espero que en él vengan muchos niños, que siempre quieren comer, según dice mamá.

—¡Qué malvada fue Elviry Morris al ir a vender al hotel más barato que nosotras, y arruinar así nuestra venta! Sin duda deseará haber pensado en esto cuando le contemos lo que hicimos aquí.


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16 págs. / 29 minutos / 188 visitas.

Publicado el 21 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Niña Enamorada

José María de Acosta


Cuento


I

En el patio sevillano, alicatado con azulejos de reflejos metálicos y de pavimento de mármol, todo era zambra y bullicio.

El piano modulaba unas alegres sevillanas, y a sus sones una linda pareja de mocitas lucía su garbo y gentileza con los elegantes y airosos movimientos del clásico baile andaluz.

Muchachas y muchachos pasaban por los corros las bandejas llenas de dulces y pastas, las bateas que sostenían las copas de oloroso jerez, de ambarina manzanilla o los vasos de fresca sangría.

Repiqueteaban las castañuelas, brotaban espontáneas las coplas sentimentales, restallaban los encendidos piropos, y por doquier corría, corría sin tasa, bajo diversas coloraciones, el zumo de las uvas.

Todo era zambra y bullicio en el patio sevillano.

Y, sin embargo, don Miguel Centeno, dueño de la casa y en honor del cual se celebraba la fiesta por ser el día de su santo onomástico, contemplaba melancólicamente el ir y venir de las bellas jóvenes, la algarabía de los chiquillos, el sereno hablar de las graves matronas.

El, tan jaranero y locuaz, con tan justa fama de tenorio, miraba, por primera vez en su vida, con ojos empañados por la tristeza, la alegría de una fiesta. Nunca le sucedió cosa parecida. Siempre fue el más alocado, el más dicharachero, el más bailarín, el más bebedor, el más enamorado, y hoy...

Nunca hasta entonces se le ocurrió reflexionar en que tocaba ya los linderos de la vejez, en que sus cincuenta años, aunque bien conservados, comenzaban a poner nieve en su corazón. ¡Qué insólita tristeza le había acometido inesperadamente! ¿Sería que la primera cana había asomado en su espíritu?


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Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

No Me Cavéis una Tumba

Robert E. Howard


Cuento


El estruendo de mi anticuado aldabón, reverberando tétricamente por toda la casa, me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad me miraba.

—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.

—¡Por supuesto!

Salté de la cama y me puse un batín mientras le oía entrar por la puerta principal y subir las escaleras.

Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.

—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.

—¿Sí? No tenía idea de que estuviera enfermo.

—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?

Asentí. Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.


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Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Raza Perdida

Robert E. Howard


Cuento


Cororuc examinó lo que le rodeaba y apresuró el paso. No era un cobarde, pero el lugar no le gustaba. Altos árboles se alzaban a su alrededor, sus ramas taciturnas bloqueando la luz del sol. El oscuro sendero entraba y salía entre ellos, a veces rodeando el borde de un precipicio, donde Cororuc podía contemplar las copas de los arboles más abajo. Ocasionalmente, a través de un claro en el bosque, podía ver a lo lejos las formidables montañas que dejaban presentir las cordilleras mucho más lejanas, al oeste, que constituían las montañas de Cornualles.

En esas montañas se suponía que acechaba el jefe de los bandidos, Buruc el Cruel, para caer sobre las víctimas que pudieran pasar por ese camino. Cororuc aferró su lanza y avivó la zancada. Su premura no se debía sólo a la amenaza de los forajidos, sino también al hecho de que deseaba hallarse de nuevo en su tierra nativa. Había estado en una misión secreta entre los salvajes tribeños de Cornish; y aunque había tenido cierto éxito, estaba impaciente por encontrarse fuera de su poco hospitalario país. Había sido un viaje largo y agotador, y aún tenía que atravesar toda Inglaterra. Lanzó una mirada de aversión a los alrededores. Sentía nostalgia de los agradables bosques a los que estaba acostumbrado, con sus ciervos huidizos y sus pájaros gorjeantes. Anhelaba el alto acantilado blanco, donde el mar azul chapaleaba animadamente. El bosque que estaba cruzando parecía deshabitado. No había pájaros ni animales; y tampoco había visto señal alguna de viviendas humanas.

Sus camaradas permanecían aún en la salvaje corte del rey de Cornish, disfrutando de su tosca hospitalidad, sin ninguna prisa por marcharse. Pero Cororuc no estaba contento. Por eso les había dejado seguir su capricho y se había marchado solo.


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16 págs. / 29 minutos / 99 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Buenos Muchachos

José María de Pereda


Cuento


I

Lector, cualquiera que tú seas, con tal que procedas de uno de esos que llamamos centros civilizados, me atrevo a asegurar que estás cansado de codearte con los personajes de mi cuento.

Así y todo, pudiera suceder que no bastase el rótulo antecedente para que desde luego sepas de qué gente se trata; pues aunque ciertas cosas son en el fondo idénticas en todas partes, varían en el nombre y en algunos accidentes exteriores, según las exigencias de la localidad en que existen.

Teniendo esto en cuenta, voy a presentarte esos chicos definidos por sí mismos.

—«Yo soy un hombre muy tolerante; dejo a todo el mundo vivir a su gusto; respeto los de cada uno; no tengo pretensiones de ninguna clase; me amoldo a todos los caracteres; hago al prójimo el bien que puedo, y me consagro al desempeño de mis obligaciones».

Esta definición ya es algo; pero como quiera que la inmodestia es un detalle bastante común en la humanidad, pudiera aquélla, por demasiado genérica, no precisar bien el asunto a que me dirijo.

Declaro, aun a riesgo de perder la fama de buen muchacho, si es que, por desgracia, la tengo entre algunos de los que me leen, que soy un tanto aprensivo y malicioso en cuanto se trata de gentes que alardean de virtuosas.

Esta suspicacia que, de escarmentado, a más de montañés, poseo, es la causa de que los llamados por ahí «buenos muchachos» hayan sido repetidas veces, para mí, objeto de un detenido estudio. Por consiguiente, me encuentro en aptitud de ser, en datos y definiciones, tan pródigo como sea necesario hasta que aparezca con todos sus pelos y señales lo que tratamos de definir.


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16 págs. / 29 minutos / 54 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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