Un Huérfano
Juan José Morosoli
Cuento
Aparicio arrojó sobre el cajón un puñado de terrones. Los acompañantes hicieron lo mismo. Después colocó sobre la tierra que cubría la fosa un ramo de cedrón e hinojo. Aquél no era pago de flores. Isidro —el tío— dijo entonces:
—Bueno, sobrino, vamos.
El grupo inició el regreso.
En la portera del camposanto los hombres fueron despidiéndose, montaron y llenaron el valle de galopes.
* * *
Aparicio e Isidro tomaron el callejón.
Iban callados, sin nada que decirse. Habrían andado veinte cuadras cuando habló Isidro:
—Ahora que te faltó ella, vamo a visitarnos seguido...
—Pues...
La finada era una mujer de mal genio, mandona, "capaz de ponerle la pata a un hormiguero". Si la familia de Isidro —que era hermano de ella— estaba distanciada, si no llegaban vecinos a la casa, la culpa era de ella. Siempre fue así. Porque el pobre finado Juan —el marido— "fue un para escuchar nomás".
Enfrentaban la estancia cuando Isidro volvió a hablar:
—¿No querés seguir conmigo?
—No señor, gracias...
—La casa te va a resultar grande... solo y güérfano...
Solo y huérfano. Lo dijo sin pizca de ironía. La verdad era que Aparicio con sus treinta años y sus cien kilos era un huérfano...
* * *
La pieza, con aquella cama enorme, parecía más grande. En el muro
frontero medían la soledad tres cuadros pequeños: uno con la marca de
la estancia, un Jesucristo de manto celeste con un corazón rasgado como
una granada, goteando sangre, y un retrato del finado, cara fina, pera
en punta y un quepis militar medio cuadrado.
* * *
Ganas de llorar no tenía Aparicio. Sentía que estaba solo, como desprendido de algo protector. Como cortado de una raíz.
Sin embargo podía hacer cualquier cosa.
El —y nadie más que él— tenía que resolver lo que deseaba hacer.
Dominio público
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Publicado el 9 de abril de 2025 por Edu Robsy.