I
—¡Qué empeño en que ha de estar entre esos cardos, Daniel!
—Te digo que sí, María. ¡Tan porfiada!
—La perdiz voló de esta mata, que tiene un tallo con penacho de
tambor mayor; y después que se paró allá del otro lado del cerco, alzó
la cabecita, y se puso a mirar triste para acá, sabiendo que le íbamos a
atrapar el nido.
—¡Oh, criatura embustera! ¿Ya viste tú, que ella miraba eso?
—¡Ya, ya! Y se puso a silbar como si llorase.
María rompió a reir con un eco argentino y delicioso, y empujó a su compañero en son de burla.
—Sí, ya verás, —dijo él—, cómo está el nido entre estas pencas y espinas muy arrebujado.
Y poniéndose de rodillas, empezó a separar con cuidado las largas y
temibles hojas del cardo borriqueño que con otros de la familia junto al
cerco se erguía sustentando un enorme borlón azulvioleta en la
extremidad de su bastón de fibras.
María, inquieta, y curiosa, se hincó a su lado.
Brillábanle los ojos negros, húmedos y grandes; caíale en parte el
cabello oscuro sobre la sien derecha en gracioso desorden, formando al
contacto rosas en su mejilla y en sus labios pequeños de aljaba, apenas
abierta retozaba esa alegría inocente que condensa todos los candores y
estalla en gorjeos de calandria. Sus doce años estaban llenos de
encantos, de aromas y de fulgores.
Su compañero, más o menos de su edad, tenía como ella los ojos, las
manos nerviosas y finas, el busto gentil, moreno, gracioso y un ceño
especial de travesura que hacía levantar el vuelo a los chingólos con
sólo hacerles una mueca a la distancia.
Traía siempre en el bolsillo de la blusa una honda por él fabricada, y
cinco o seis peladillas, con las que daba diestramente en el blanco
cuando se proponía hacerlo y el instante era propicio.
Los mixtos lo conocían bien.
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