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Cuentos Completos

Abraham Valdelomar


Cuento


Cuentos criollos

El caballero Carmelo

I

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.

Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:

–¡Roberto, Roberto!

Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.

–¿Y la higuerilla? –dijo.

Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:

–¡Bajo la higuerilla estás!…


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Dominio público
258 págs. / 7 horas, 32 minutos / 4.049 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Monte de las Ánimas

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

—Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

—¡Tan pronto!

—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

—No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 6.061 visitas.

Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Expreso del Futuro

Julio Verne


Cuento


—Ande con cuidado —gritó mi guía—. ¡Hay un escalón!

Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.

¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra… No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.

—Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo —dijo mi guía—. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston… en una estación.

—¿Una estación?

—Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.

Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.

Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.

¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor —el coronel Pierce— estaba ahora frente a mí.


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4 págs. / 8 minutos / 2.533 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

¿Dónde Está mi Cabeza?

Benito Pérez Galdós


Cuento


I

Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento… Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno… la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí… metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo… recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.


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6 págs. / 11 minutos / 1.256 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Divorcio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Querido lector:

Quizá lo que voy a referirte lo habrás escuchado o leído alguna vez: pero eso me tiene muy sin cuidado, porque recuerdo una de las máximas famosas del barón de Andilla, que dice: Si alguien te cuenta algo, es grosería decirle: por supuesto, lo sabía.

Y como yo estoy seguro de tu buena educación, y además este cuento puede serte de mucha utilidad, prosigo con mi narración, seguro de que, si la meditas, me la tendrás que agradecer más de una vez en el camino de tu vida.

El león, como es sabido, es el rey de los animales cuadrúpedos; llegó a cansarse de la leona, su casta esposa, y buscando medios para repudiarla, o cuando menos de pedir el divorcio, vino a descubrir que el mal aliento de la regia dama causa era, según la opinión de distinguidos jurisconsultos de su reino, más que suficiente para pedir la separación y quedar libre de aquel yugo matrimonial que tanto le pesaba.

Un día, cuando menos lo esperaba la augusta matrona, sin ambages ni circunloquios le dijo el león, que no por ser monarca dejaba de ser animal:

—Mira, hijita, que yo me separo de ti desde hoy, y voy a pedir el divorcio porque tienes el aliento cansado, con un si es no es, tufillo de ajos podridos.

La leona, que con ser animal no dejaba de ser hembra, sintió que el cielo se le venía encima, no tanto por lo del divorcio, cuanto por aquel defectillo que en los banquetes y bailes de la corte podía, sin duda, ponerla en ridículo.

—¿Que tengo el aliento cansado? —exclamó tartarrugiendo de ira—. ¿Que tengo el aliento cansado? Eso no me lo pruebas tú, ni ninguno de los de tu familia; que las hembras de mi raza hemos tenido siempre el aliento más agradable y oloroso que carne de cabrito primal.

—No me exaltes —contestó el león— que yo estoy seguro de lo que digo, y te lo puedo probar, no por mi dicho, sino por el de todos nuestros vasallos.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 849 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Guásinton

José de la Cuadra


Cuento


I

Yo he encontrado a los lagarteros, esto es, a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos y de las ciénagas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.

Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa o Yaguachi.

Estaban dos entonces.

El uno, machucho ya, de cuerpo delgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla.

Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo—amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombro y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda.

Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.

No crucé más palabras con él que las rigurosas del saludo; pero, por mi peón, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.

El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino.

Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia.

Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión.

No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquiíostomiasis.

Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde.

Su cuerpo se conservaba intacto.

Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 1.725 visitas.

Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Las Dos Soras

César Vallejo


Cuento


Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras, arribaron a valles y altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras poblaciones civilizadas de Perú.

En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que iban y venían de la aldea. Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar. Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados rojos: la charla de dos mujeres, que movían las manos alegando o escarbaban en el suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado, calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas… Los dos seres palpitaban de jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible. Analquer estaba mucho más sorprendido. A medida que penetraban al corazón de la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las numerosas calles, entrecruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza. No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aun con los transeúntes.

—¿Qué cosa? —exclamaban las gentes—. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos animales.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 1.970 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Silencio

Edgar Allan Poe


Cuento


‘Ενδονσιν δ’ ορεων κορνφαι τε και φαράγγες
Πρώονές τε και χάραδραι.

Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos
y las grutas están en silencio.
—Alcmán


Escúchame —dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza—. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.

Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.

Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.


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4 págs. / 7 minutos / 5.985 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Beso

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


I

Cuando una parte del ejército francés se apoderó á principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro á que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.

Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron á invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando á la postre por trasformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy á referir, cuando una noche, ya á hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la puerta del Sol á Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como á distancia de unos treinta pasos de su gente hablando á media voz con otro, también militará lo que podía colegirse por su traje. Este, que caminaba á pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

— Con verdad, decía el jinete á su acompañante, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo ó en medio de una plaza.


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15 págs. / 26 minutos / 2.263 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Demonio de la Perversidad

Edgar Allan Poe


Cuento


Al examinar las facultades é inclinaciones, — móviles primordiades del alma humana, — los frenólogos han dejado de enumerar una tendencia que, aunque visiblemente existe como sentimiento primitivo, radical é indestructible, no ha sido tampoco enumerada por ninguno de los moralistas que han precedido á aquellos. Todos, en la infatuacion completa de la razon, nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido que su existencia se ocultase á nuestros ojos solo por falta de creencia, — de fé, — otra fuese la fé fundada en la revelacion ó ya en la cábala. Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto simplemente de su carácter especial.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 4.304 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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