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¿A Dónde Vas?

Rafael Delgado


Cuento


Declina el sol, y al hundirse detrás de la vasta cordillera, baña en oro las cumbres del Citlaltépetl y arrastra en llanuras y dehesas su manto de púrpura.

Fatigados y lentos vuelven los toros del abrevadero, y el zagal, recogida la honda, sigue de lo lejos a las reses.

Humea la choza, humea, y hermosa columna de humo azuloso y fragante, sube y se difunde en el espacio por sobre los ramajes enflorecidos.

¡Espléndida tarde! La última de mayo. ¡Espléndido crepúsculo! ¡Cuán alegre la música del pueblo alado! ¡Qué grato el aroma de las flores campesinas! Abren las maravillas sus corolas de raso al soplo del viento vespertino, y resuena en el barranco la voz tremenda de Albano.

Allá —en el fondo del valle —Pluviosilla— la túrrida Pluviosilla—, parece arder incendiada por los últimos fuegos del sol, y nube de grana y oro, con reflejos de gigantesca hornaza, anuncia ardiente día y viento abrasador.

En las regiones de Oriente, en piélagos de ópalo, vagan esquifes de plata con velas rosadas y cordajes de color de lila.

Paso a paso, en una yegua retinta, avanza por la vereda el buen Andrés. El mozo garrido piensa en las lluvias que aún no vienen; en el cafetal agostado y marchito por los calores de mayo; en la nívea floración, que, a las primeras aguas, será como níveo plumaje entre las frondas de los cafetos, cuando el izote, erguido como un cocotero, dé a los vientos, entre las recias púas, su ramillete de alabastro. Piensa en el fruto rojo, en la cosecha pingüe, en la venta oportuna y al contado, en los días alegres de diciembre y enero, en la fiesta nupcial, en la boda ruidosa, y en su amada, soberbia campesina de ojos negros, en cuyas pupilas centellean todas las estrellas del cielo.

Y dice para sí:


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Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Amor y Muerte

Pablo Palacio


Cuento


A la vera del camino, tras un recodo de la loma, junto a los grandes ventisqueros y frente a los grandes pajonales que hace crecer el frío, estaba la choza de un viejo montañés de barbas patriarcales y canas, pronta a desvencijarse bajo el peso asolador del viento que ruge, la nieve que cae y el tiempo que pasa.

Fue en los estertores de un crepúsculo invernal, que en el límite visible del camino, se dibujó la silueta temblona de una Vieja, con el bordón a la mano y la espalda doblada bajo un fardo de penas. Fue acercándose lentamente por el camino intransitable y, su voz cansada, sonó extraña a los oídos del Viejo.

—Hermano: Habréis visto pasar por esta ruta a un peregrino joven, de mirar encendido, negra la cabellera, como el corazón de sus perseguidores; rojos sus cantos, con el rojo de los combates.

Sintió el Viejo un rebullir interno de Pasado y sus ojos quisieron ir más allá de los de aquella, cuyas palabras evocaban tiempos idos. Pasó por su boca rugosa una sonrisa amarga y por sus ojos apagados, un brillar de triunfo.

—Hacen veinte años —dijo— que llegué a esta choza, testigo tal vez de qué ignorados infortunios, de qué ignorados dolores, y sólo he visto pasar a labriegos de lejanas alquerías, en busca de ganado perdido y a las fieras de las montañas, en busca de presa que hacer.

—¡Veinte años! Veinte años justos hacen que partió ¡Cuánto he sufrido!

—Ven, hermana, ven, y bajo mi choza mal cubierta, junto a la lumbre débil, me contarás tus penas; y yo las mías, que no han salido nunca de estos labios viejos y sólo saben de ellas, las noches interminables, y los días solos, cuando no hay pan para las carnes exhaustas ni fuego para el cuerpo desvalido.

Y se sentaron juntos, y la llama dio un tinte rojizo a los rostros y las cosas todas…


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Publicado el 17 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

Episodios Nacionales para Niños

Benito Pérez Galdós


Cuento, Novela


Trafalgar

I

Me permitiréis, amados niños, que antes de referiros los grandes sucesos de que fui testigo diga pocas palabras de mi infancia, explicando por qué extraños caminos me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible acción de Trafalgar.

Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña. Mi nombre es Gabriel Araceli, para servir a los que me escuchan… Cuando aconteció lo que voy a contaros, el siglo XIX tenía cinco años; yo, por mi confusa cuenta, debía de andar en los catorce.

Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad, poco más o menos. Aquello era, para mí, la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como yo me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como constante empleo de su espíritu, el buscar y coger cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo.

Entre las impresiones que conservo está muy fijo en mi memoria el placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra, cuando se fondeaban frente a Cádiz. Como nunca pude satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca aquellas formidables máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas llenas de misterios.


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Publicado el 24 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Fantasía de un Delegado de Hacienda

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Veraneaba D. Sinibaldo Rentería en un puertecillo del mar Cantábrico, de playa hermosa, pero pérfida como la onda, y precisamente pérfida por las ondas y las disimuladas corrientes; peligrosa por el mal abrigo del Oeste, por donde, á veces, de pronto, venía bonitamente la galerna con todos sus horrores, sin anunciarse, y llegando con su furia casi á tierra, pues no había obstáculo que lo estorbase.

Más que en estas condiciones de la playa, había reparado Rentería, que si era gallo, no se le podía desechar por duro y viejo, en la hermosura de una señora, compañera de fonda y casada con un caballero que se pasaba la vida metido, no sé si en todo, pero por lo menos en los charcos, y que amaba el peligro, aunque todavía no había perecido en él. Aquel señor creía que no se era buen bañista si no se pasaba la temporada hecho un anfibio, y un esquimal por lo que toca á la comida. Todo el santo día, y madrugaba mucho, se lo pasaba descalzo de pie y pierna, metido en el agua, entre las peñas, ó bien en la playa corriendo sobre la arena, pero algo mar adentro como él decía. Pescaba todo lo que podía, arrancaba de las peñas las pobres lapas, con crueldad y constancia de hambriento, y como si no tuviera que meter en la boca en su casa, pasaba mil afanes por chuparle el jugo al mar, en forma de mariscos.

Este señor, una tarde se decidió á aventurarse y á pasar la mar, ó por lo menos darse por ella un paseo de algunas millas. Era toda una hazaña para aquellos bañistas de tierra adentro, que solían hacer personalmente del Océano, que en frente tenían, el mismo uso que del mar pintado en el foro de un escenario.

—No le aconsejaba D. Sinibaldo al Sr. Arenas, apellido del osado argonauta, que se lanzase al mar tenebroso aquel día, porque había oído él no sé qué de contraste y turbonada y otros términos alarmantes.


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Publicado el 24 de enero de 2025 por Edu Robsy.

La Máscara de la Muerte Roja

Edgar Allan Poe


Cuento


LA "Muerte Roja" había devastado largo tiempo la comarca. Jamás epidemia alguna habíase mostrado tan horrenda ni fatal. La sangre era su distintivo y su Avatar, el horror bermejo de la sangre. Producía agudos dolores, vértigos repentinos, y luego, abundante hemorragia de los poros, y la descomposición final. Las manchas escarlata en el cuerpo, y especialmente en el rostro de las víctimas, eran el entredicho fatal que las arrojaba lejos de la asistencia y simpatía de sus semejantes. Y el ataque de la peste—su proceso y su terminación—era sólo cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era afortunado, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios se encontraron despoblados por mitad, convocó a su presencia a un millar de alegres y vigorosos amigos entre los caballeros y damas de su corte, y retiróse con ellos a la reclusión más completa en una de sus almenadas abadías. Era ésta de amplia y magnífica estructura, creación de la propia augusta y excéntrica fantasía del monarca. Circundábanla fuertes y elevadas murallas, provistas de puertas de hierro. Una vez que entraron los cortesanos, se trajeron hornos y pesados martillos y quedaron soldados los cerrojos. Habíase resuelto no dejar medio de ingreso ni salida a los repentinos impulsos de frenesí o desesperación de los que se hallaban dentro. La abadía estaba ampliamente aprovisionada; y con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el temor al contagio. El mundo exterior podía cuidar de sí mismo. Al mismo tiempo era locura apesadumbrarse o pensar en ello. El príncipe había previsto todas las formas de placer. Había bufones, trovadores, bailarines de ballet, músicos, vino y belleza. Todo esto y la salvación se hallaban dentro. Fuera quedaba la "Muerte Roja."

Hacia la terminación del quinto o sexto mes de aislamiento, y mientras la peste arrasaba furiosamente afuera, el príncipe Próspero entretenía a sus amigos con un baile de máscaras de inusitada magnificencia.


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7 págs. / 13 minutos / 3.982 visitas.

Publicado el 24 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Las Dos Soras

César Vallejo


Cuento


Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras, arribaron a valles y altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras poblaciones civilizadas de Perú.

En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que iban y venían de la aldea. Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar. Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados rojos: la charla de dos mujeres, que movían las manos alegando o escarbaban en el suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado, calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas… Los dos seres palpitaban de jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible. Analquer estaba mucho más sorprendido. A medida que penetraban al corazón de la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las numerosas calles, entrecruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza. No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aun con los transeúntes.

—¿Qué cosa? —exclamaban las gentes—. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos animales.


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2 págs. / 4 minutos / 1.951 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Mis Primeros Versos

Rubén Darío


Cuento


Tenía yo catorce años y estudiaba humanidades.

Un día sentí unos deseos rabiosos de hacer versos, y de enviárselos a una muchacha muy linda, que se había permitido darme calabazas.

Me encerré en mi cuarto, y allí en la soledad, después de inauditos esfuerzos, condensé como pude, en unas cuantas estrofas, todas las amarguras de mi alma.

Cuando vi, en una cuartilla de papel, aquellos rengloncitos cortos tan simpáticos, cuando los leí en alta voz y consideré que mi cacumen los había producido, se apoderó de mí una sensación deliciosa de vanidad y orgullo.

Inmediatamente pensé en publicarlos en La Calavera, único periódico que entonces había, y se los envié al redactor, bajo una cubierta y sin firma.

Mi objeto era saborear las muchas alabanzas de que sin duda serían objeto, y decir modestamente quién era el autor, cuando mi amor propio se hallara satisfecho.

Eso fue mi salvación.

Pocos días después sale el número 5 de La Calavera, y mis versos no aparecen en sus columnas.

Los publicarán inmediatamente en el número 6, dije para mi capote, y me resigné a esperar porque no había otro remedio.

Pero ni en el número 6, ni en el 7, ni en el 8, ni en los que siguieron había nada que tuviera aparencias de versos.

Casi desesperaba ya de que mi primera poesía saliera en letra de molde, cuando caten ustedes que el número 13 de La Calavera puso colmo a mis deseos.

Los que no creen en Dios, creen a puño cerrado en cualquier barbaridad, por ejemplo, en que el número 13 es fatídico, precursor de desgracias y mensajero de muerte.

Apenas llegó a mis manos La Calavera, me puse de veinticinco alfileres, y me lancé a la calle, con el objeto de recoger elogios, llevando conmigo el famoso número 13.

A los pocos pasos encuentro a un amigo, con quien entablé el diálogo siguiente:

—¿Qué tal, Pepe?

—Bien, ¿y tú?


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3 págs. / 5 minutos / 3.621 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Relatos de un Cazador

Iván Turguéniev


Cuento


I. JERMOLAI Y LA MOLINERA

Una tarde salimos, Jermolai y yo, para cazar en "tiaga". Ignora el lector, probablemente, la significación de este término, que le voy a explicar en pocas palabras.

Un cuarto de hora antes de ponerse el sol, durante la primavera, se penetra en el bosque, sin el perro, el fusil a la espalda. Después de andar algún tiempo, el cazador se detiene junto a un claro, observa lo que alrededor ocurre y carga el arma. Rápidamente el sol declina; pero mientras dura su retiro triunfal, deja una claridad tal al bosque, los pájaros trinan con ganas y la atmósfera translúcida hace brillar la lozana hierba con nuevos reflejos de esmeralda.

Hay que aguardar... El día concluye. Grandes resplandores rojizos, que poco antes iluminaban el horizonte, vienen blandamente a tocar ahora los troncos de los árboles; luego suben, abarcan con sus fuegos el ramaje, los brotes vivaces, y al fin sólo alcanzan la extremidad de las copas y envuelven con vago velo de púrpura las últimas hojas.

Pero enseguida todo cambia, toma el cielo un color celeste pálido y matices de azul reemplazan lo rojizo en el poniente. Se impregna con el perfume de los bosques el aire más fresco, y algún aroma tibio, acariciador, sale de entre las ramas.

Después de un último canto, los pájaros se duermen, pero no todos a la vez, sino por especies: primero los pisones, después las currucas, luego otros y otros. En el bosque aumenta la oscuridad. Ya la forma de los árboles os parece indistinta y confusa.

Y en la bóveda azulada se ven apuntar sutiles chispitas; tímidamente se muestran así las estrellas.

Ahora, casi todos los pájaros están dormidos.


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Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

San Antoñito

Tomás Carrasquilla


Cuento


Aguedita Paz era una criatura entregada a Dios y a su santo servicio. Monja fracasada por estar ya pasadita de edad cuando le vinieron los hervores monásticos, quiso hacer de su casa un simulacro de convento, en el sentido decorativo de la palabra; de su vida algo como un apostolado, y toda, toda ella se dio a los asuntos de iglesia y sacristía, a la conquista de almas a la mayor honra y gloria de Dios, mucho aconsejar a quien lo hubiese o no menester, ya que no tanto a eso de socorrer pobres y visitar enfermos.

De su casita para la iglesia y de la iglesia para su casita se le iban un día, y otro y otro, entre gestiones y santas intriguillas de fábrica, componendas de altares, remontas y zurcidos de la indumentaria eclesiástica, "toilette" de santos, barrer y exornar todo paraje que se relacionase con el culto.

En tales devaneos y campañas llegó a engranarse en íntimas relaciones y compañerismo con Damiancito Rada, mocosuelo muy pobre, muy devoto, y monaguillo mayor en procesiones y ceremonias, en quien vino a cifrar la buena señora un cariño tierno a la vez que extravagante, harto raro por cierto en gentes célibes y devotas. Damiancito era su brazo derecho y su paño de lágrimas: él la ayudaba en barridos y sacudidas, en el lavatorio y lustre de candelabros e incensarios; él se pintaba solo para manejar albas y doblar corporales y demás trapos eucarísticos; a su cargo estaba el acarreo de flores, musgos y forrajes para el altar, y era primer ayudante y asesor en los grandes días de repicar recio, cuando se derretía por esos altares mucha cera y esperma, y se colgaban por esos muros y palamentas tantas coronas de flores, tantísimos paramentones de colorines.


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Publicado el 26 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Sueño Profético

Henryk Sienkiewicz


Cuento


Mucho se habló aquella noche en la tertulia de presentimientos, apariciones de difuntos, fenómenos telepáticos y otros sucesos maravillosos y milagrosos de esos que tanto empiezan a preocupar hoy en día a las gentes, así idóneas como profanas.

Hallábase entre los allí congregados el médico de cabecera de los dueños de la casa donde se celebraba la tertulia, hombre conocido por su escepticismo, del que solía hacer gala con la mayor ostentación.

En un momento de pausa, después que hubieron terminado otro relato, una de las señoras preguntó al escéptico doctor si jamás en su vida le había acaecido algo extraordinario, cuya explicación había sido siempre un misterio para él.

—En mis mocedades —contestó el doctor— tuve un sueño o, por hablar con mayor exactitud, una serie de sueños tan singulares, que superan en portento y maravilla cuanto acabamos de oír. Si tienen ustedes interés en ello, con mucho gusto se lo puedo contar.

Y como sintieran todos grandes deseos de saber lo que al escéptico doctor había ocurrido, éste empezó en seguida a hablar con estas o parecidas palabras:

—Hará próximamente unos doce años hallábame yo en Biarritz tomando baños de mar. Pero no era ésta mi única ocupación; también estaba yo enamorado de una bella inglesa. Era una miss extremadamente original y sujeta a los más singulares caprichos.

Una vez nos tuvo hasta las tres de la madrugada —a mí y a otros de sus adoradores— en un balandro contemplando las estrellas y hablando de la posible transmigración de las almas de uno a otro planeta.

Al regresar a casa sentíame rendido de cansancio, y ni siquiera pude terminar la lectura de una carta que encontré sobre el buró, pues me quedé dormido en mi butaca.

En cuanto hube entornado los párpados, parecióme hallarme en una gran ciudad y a punto de salir de una casa desconocida, ante cuyo portal estacionaba un coche fúnebre.


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3 págs. / 6 minutos / 15 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

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