La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof
acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua
costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos,
el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:
—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.
Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.
—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—.
Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su
bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son
harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su
carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su
carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel,
a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame
fiel, a mí, el viejo.
El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.
—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.
—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...
—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la
certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas
artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo
ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me
podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para
vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son
como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir
tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.
—¿Cuáles son esas palabras mágicas?
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