Remontando el Alto Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si
durante la inmovilidad del crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado,
sublimado todas las impurezas cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a
la vez metálico y transparente, poblado de pálidas gemas, surcado de
largas estelas de fósforo.
Al ras del horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba.
La tierra, que ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de
orfebre un tapiz tejido de sombras raras; las orillas del río, dos
cenefas de terciopelo negro.
Las aguas pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco, y
se retorcían en dos cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían
prenderse a la proa con un infatigable suspiro.
Los pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo
sobre la borda, una pareja elegante, ella virgen y soltero él,
discreteaba.
—¿La Eglantina está triste?
(Porque él la había bautizado Eglantina).
—Esta noche es demasiado bella —murmuró la joven.
—La belleza es usted…
Brilló la sonrisa de Eglantina en la penumbra. «Mis mayores me
aprueban», pensó. En un banco próximo, tía Herminia, que conversaba con
una señora de luto, dejaba ir a los enamorados su mirada santamente
benévola, bendición nupcial. Roberto las acompañaría al Iguazú, luego a
Buenos Aires, y después…
Sonaban guitarras y una voz española:
Los ojazos de un moreno
clavaos en una mujé…
Y palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y la respiración de las calderas.
Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos.
—Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería —dijo el más grueso.
La brisa de la marcha movía las lonas del toldo. Eglantina contemplaba el lindo abismo.
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