I
Cuando Pepa la Tripicallera penetró en la sala de su madre,
entreteníase ésta en hacer prodigios con la aguja en algo parecido á una
chapona, acariciada por los intensos rayos de sol que inundaban el
aposento y convertían en joyeles de piedras preciosas las flores que en
tiestos y macetas orlaban el reducido balcón.
Entró Pepa en la estancia á modo de torbellino y sentóse sin decir
oxte ni moxte en una silla, apoyó un codo en el espaldar y la mejilla en
la palma de la mano y dió comienzo á redoblar nerviosamente con los
tacones sobre los rojos ladrillos.
La señá Dolores desdobló el escuálido busto, se colocó las gafas á
modo de venda sobre la rugosa frente y exclamó con acento de reproche,
contemplando fijamente á su hija:
—¡Que Dios te los dé mu güenos!
—Usté perdone, madre, usté perdone; es que yo estoy mu malita, es que á mí mi hombre concluye por volverme loca.
—Pos hija tú tiées la culpa, pero ya á la cosa no se le puée echar
tapas y medias suelas, asín es que ya sabes, ¡por un gustazo un
trancazo!
—Pero si es que no se puée aguantar á ese charrán, marecita.
—Ya te lo decíamos yo y toito el mundo antes de que fueras á la parroquia.
—Sí, madre, pero es que yo tenía una venda en los ojos e mi cara.
—Y la tiées, pero, en fin, vamos á ver lo que tenemos de nuevo.
—Pos lo que hay de nuevo, es que yo no pueo más, que tengo repudría la sangre, que hace dos horas, al ir á casa de Pepita la Infundiosa, me trompecé con mi hombre y lo vide yo, yo, yo con mis ojos, pegar la hebra con Toñuela la de los Lunares, con ese estornúo de mujer, con ese tiesto, con ese gallo minino.
—¿Y qué más?
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