El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin
reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La
muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.
—¿Taba caliente?
Se revolvió el hombre fastidiado.
—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.
De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.
Concluyó:
—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?
Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:
—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...
Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...
Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:
—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.
Agregó, absurdamente confidencial:
—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de
culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin
duda... Es la mala pata...
La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:
—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...
Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí,
vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos
nerviosos. Gritó la patrona:
—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!
Era mentira. Sólo una señal
convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había
reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro
paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo,
el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas,
abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el
hombre para marcharse.
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