Textos por orden alfabético inverso etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 12

Mostrando 111 a 120 de 1.407 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento textos no disponibles


1011121314

Un Esqueleto

Marcel Schwob


Cuento


Pernocté una vez en una casa encantada. No me atrevo demasiado a contar la historia porque estoy persuadido de que nadie la creerá. Sin duda alguna aquella casa estaba encantada, pero en ella nada sucedía como en otras casas encantadas. No se trataba de un castillo semiderruido encaramado sobre una colina boscosa, al borde de un precipicio lóbrego. No había sido abandonada desde hacía muchos siglos. Su último propietario no había fallecido de muerte misteriosa. Los campesinos no se santiguaban con pavor al pasar por delante de ella. Ninguna luz blanquecina aparecía en sus ventanas cuando la torre del pueblo daba las doce de la noche. Los árboles del parque no eran tejos y los niños asustadizos no iban a acechar a través de los setos formas blancas al anochecer. No llegué a una hospedería donde todas las habitaciones estaban ocupadas. El hospedero no se rascó prolongadamente la cabeza, con una vela en la mano, ni terminó por proponerme, algo dubitativo, preparar para mí una cama en la sala inferior del torreón. Ni añadió con rostro horrorizado que de todos los viajeros que habían dormido allí, ninguno había vuelto para contar su espeluznante fin. No me habló de los ruidos diabólicos que se escuchaban por la noche en la vieja casa solariega. No experimenté ningún sentimiento íntimo de valor que me impulsara a intentar la aventura. No tuve la ingeniosa idea de proveerme de un par de teas y de un arma de chispa; tampoco adopté la firme resolución de velar hasta medianoche leyendo un volumen suelto de Swedenborg, ni sentí a las doce menos tres minutos que un sueño profundo se abatía sobre mis párpados.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 145 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Duelo

Guy de Maupassant


Cuento


La guerra había acabado; los alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido caído a los pies del vencedor.

De un París desquiciado, hambriento, desesperado, salían los primeros trenes que iban a las nuevas fronteras, atravesando con lentitud campos y ciudades. Los primeros viajeros miraban por las portezuelas las llanuras devastadas y los caseríos incendiados. Ante las puertas de las casas que seguían en pie, soldados prusianos, con el casco negro con punta de cobre, fumaban en pipa, a horcajadas en unas sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formasen parte de las familias. Cuando se pasaba por una ciudad, se veían regimientos enteros maniobrando en las plazas, y, pese al traqueteo de las ruedas, llegaban a veces roncas voces de mando.

El señor Dubuis, que había pertenecido a la Guardia Nacional de París durante todo el asedio, iba a reunirse en Suiza con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al extranjero antes de la invasión.

El hambre y las fatigas no habían disminuido su abultado vientre de comerciante rico y pacífico. Había soportado los terribles acontecimientos con una desolada resignación y con amargas frases sobre el salvajismo de los hombres. Ahora que se dirigía a la frontera, acabada la guerra, veía por primera vez a los prusianos, aunque había cumplido su deber en las murallas y montado muchas guardias en las noches frías.

Miraba con irritado terror a aquellos hombres armados y barbudos instalados como en casa propia en la tierra de Francia, y sentía en el alma una especie de fiebre de impotente patriotismo al mismo tiempo que esa gran necesidad, que ese nuevo instinto de prudencia que ya no nos ha abandonado.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 73 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama Verdadero

Guy de Maupassant


Cuento


«Lo verdadero puede a veces no ser verosímil»
Boileau, Art poétique, III, 48

Decía yo el otro día, en este lugar, que la escuela literaria de ayer se servía, para sus novelas, de las aventuras o de las verdades excepcionales encontradas en la existencia; mientras que la escuela actual, al no preocuparse sino por la verosimilitud, establece una especie de media de los acontecimientos ordinarios.

Y hete aquí que me comunican toda una historia, ocurrida, al parecer, y que se diría inventada por algún novelista popular o algún dramaturgo delirante.

Es, en cualquier caso, pasmosa, bien urdida y muy interesante en su extrañeza.

En una propiedad rural, mitad granja y mitad quinta, vivía una familia que tenía una hija a la que cortejaban dos jóvenes, hermanos.

Éstos pertenecían a una antigua y excelente casa, y vivían juntos en una propiedad vecina.

El preferido fue el mayor. Y el pequeño, a quien un amor tumultuoso le trastornaba el corazón, se tornó sombrío, soñador, errabundo. Salía durante días enteros o bien se encerraba en su habitación, y leía o meditaba.

Cuanto más se acercaba la hora de la boda, más receloso se volvía.

Aproximadamente una semana antes de la fecha fijada, el novio, que regresaba una noche de su cotidiana visita a la joven, recibió un disparo a quemarropa, en un rincón del bosque. Unos campesinos, que lo encontraron al nacer el día, llevaron el cuerpo a su hogar. Su hermano se sumió en una fogosa desesperación que duró dos años. Se creyó incluso que se metería a cura o que se mataría.

Al cabo de esos dos años de desesperación, se casó con la novia de su hermano.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 1.054 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama en México

Julio Verne


Cuento


I. Desde la isla de Guaján a Acapulco

El 18 de octubre de 1824, el Asia, bajel español de alto bordo, y la Constancia, brick de ocho cañones, partían de Guaján, una de las islas Marianas. Durante los seis meses transcurridos desde su salida de España, sus tripulaciones, mal alimentadas, mal pagadas, agotadas de fatiga, agitaban sordamente propósitos de rebelión. Los síntomas de indisciplina se habían hecho sentir sobre todo a bordo de la Constancia, mandada por el capitán señor Orteva, un hombre de hierro al que nada hacía plegarse. Algunas averías graves, tan imprevistas que solo cabía atribuirlas a la malevolencia, habían retrasado al brick en su travesía. El Asia, mandado por don Roque de Guzuarte, se vio obligado a permanecer con él. Una noche la brújula se rompió sin que nadie supiera cómo. Otra noche los obenques de mesana fallaron como si hubieran sido cortados y el mástil se derrumbó con todo el aparejo. Finalmente, los guardines del timón se rompieron por dos veces durante una maniobra importante.

La isla de Guaján, como todas las Marianas, depende de la Capitanía General de las islas Filipinas. Los españoles, que llegaban a posesiones propias, pudieron reparar prontamente sus averías.

Durante esta forzada estancia en tierra, el señor Orteva informó a don Roque del relajamiento de la disciplina que había notado a bordo, y los dos capitanes se comprometieron a redoblar la vigilancia y severidad.

El señor Orteva tenía que vigilar más especialmente a dos de sus hombres, el teniente Martínez y el gaviero José.


Información texto

Protegido por copyright
26 págs. / 46 minutos / 356 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama en los Aires

Julio Verne


Cuento


En el mes de septiembre de 185…, llegué a Francfort. Mi paso por las principales ciudades de Alemania se había distinguido esplendorosamente por varias ascensiones aerostáticas; pero hasta aquel día ningún habitante de la confederación me había acompañado en mi barquilla, y las hermosas experiencias hechas en París por los señores Green, Eugene Godard y Poitevin no habían logrado decidir todavía a los serios alemanes a ensayar las rutas aéreas.

Sin embargo, apenas se hubo difundido en Francfort la noticia de mi próxima ascensión, tres notables solicitaron el favor de partir conmigo. Dos días después debíamos elevarnos desde la plaza de la Comedia. Me ocupé, por tanto, de preparar inmediatamente mi globo. Era de seda preparada con gutapercha, sustancia inatacable por los ácidos y por los gases, pues es de una impermeabilidad absoluta; su volumen —tres mil metros cúbicos—le permitía elevarse a las mayores alturas.

El día señalado para la ascensión era el de la gran feria de septiembre, que tanta gente lleva a Francfort. El gas de alumbrado, de calidad perfecta y de gran fuerza ascensional, me había sido proporcionado en condiciones excelentes, y hacia las once de la mañana el globo estaba lleno hasta sus tres cuartas partes. Esto era una precaución indispensable porque, a medida que uno se eleva, las capas atmosféricas disminuyen de densidad, y el fluido, encerrado bajo las cintas del aerostato, al adquirir mayor elasticidad podría hacer estallar sus paredes. Mis cálculos me habían proporcionado exactamente la cantidad de gas necesario para cargar con mis compañeros y conmigo.


Información texto

Protegido por copyright
22 págs. / 38 minutos / 273 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Cuento de Tres Leones

Henry Rider Haggard


Cuento


I. El interés de diez chelines

Casi todo el mundo ha oído hablar de Allan Quatermain, que formaba parte del grupo que descubrió las minas del Rey Salomón hace algún tiempo, y que después vino a vivir a Inglaterra cerca de su amigo sir Henry Curtis. Regresó de nuevo a África, como hacen invariablemente todos los cazadores, con uno u otro pretexto.

No pueden soportar la civilización por mucho tiempo, ni sus ruidos ni sus trampas y todavía menos la omnipresencia de la desgraciada humanidad, todo lo cual les resulta más enervante que los peligros que les acechan en el desierto.

Creo que aquí se sienten solos, puesto que es un hecho poco conocido aunque bien establecido, que no hay soledad como la soledad de las muchedumbres, especialmente para los que no están acostumbrados a las mismas.


Información texto

Protegido por copyright
34 págs. / 1 hora / 115 visitas.

Publicado el 6 de enero de 2018 por Edu Robsy.

Un Cuento de las Montañas Escabrosas

Edgar Allan Poe


Cuento


Durante el otoño del año 1827, mientras residía cerca de Charlottesville (Virginia), trabé relación por casualidad con Mr. Augustus Bedloe. Este joven caballero era notable en todo sentido y despertó en mí un interés y una curiosidad profundos. Me resultaba imposible comprenderlo tanto en lo físico como en lo moral. De su familia no pude obtener informes satisfactorios. Nunca averigüé de dónde venía. Aun en su edad —si bien lo califico de joven caballero— había algo que me desconcertaba no poco. Seguramente parecía joven, y se complacía en hablar de su juventud; mas había momentos en que no me hubiera costado mucho atribuirle cien años de edad. Pero nada más peculiar que su apariencia física. Era singularmente alto y delgado, muy encorvado. Tenía miembros excesivamente largos y descarnados, la frente ancha y alta, la tez absolutamente exangüe, la boca grande y flexible, y los dientes más desparejados, aunque sanos, que jamás he visto en una cabeza humana. La expresión de su sonrisa, sin embargo, en modo alguno resultaba desagradable, como podía suponerse; pero era absolutamente invariable. Tenía una profunda melancolía, una tristeza uniforme, constante. Sus ojos eran de tamaño anormal, grandes y redondos, como los del gato. También las pupilas con cualquier aumento o disminución de luz sufrían una contracción o una dilatación como la que se observa en la especie felina. En momentos de excitación le brillaban los ojos hasta un punto casi inconcebible; parecían emitir rayos luminosos, no de una luz reflejada, sino intrínseca, como una bujía, como el sol; pero por lo general tenía un aspecto tan apagado, tan velado y opaco, que evocaban los ojos de un cadáver largo tiempo enterrado.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 20 minutos / 196 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 237 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Cobarde

Edith Wharton


Cuento


1

—Mi hija Irene —comentó la señora Carstyle haciendo rimar el nombre con «tureen»— no ha gozado de oportunidades sociales, pero si el señor Carstyle hubiese optado… —Se interrumpió para mirar alusivamente el raído sofá que se encontraba frente a la chimenea como si se tratara del propio señor Carstyle. Vibart se alegró de que no fuese el caso.

La señora Carstyle era una de esas mujeres que vulgarizan lo elegante. Se refería invariablemente a su marido como «el señor Carstyle», y aunque sólo tenía una hija se cuidaba mucho de designar siempre a la joven por su nombre. Durante el almuerzo se había explayado a gusto sobre la necesidad de una mayor altura de miras en lo relativo a influencias y aspiraciones, alternando la conversación con sus excusas por el cordero reseco y fingiendo sorprenderse de que la criada (desconcertada a su vez) se hubiese olvidado de servir el café y los licores, «como siempre».


Información texto

Protegido por copyright
20 págs. / 36 minutos / 79 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Un Caso de Identidad

Arthur Conan Doyle


Cuento


—Querido amigo —dijo Sherlock Holmes mientras nos sentamos a uno y otro lado de la chimenea en sus aposentos de Baker Street—. La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido.

—Pues yo no estoy convencido de eso —repliqué—. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, como regla general, bastante prosaicos y vulgares. En los informes de la policía podemos ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo, debemos confesar que el resultado no tiene nada de fascinante ni de artístico.

—Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta selección y discreción —contestó Holmes—. Esto se echa de menos en los informes policiales, donde se tiende a poner más énfasis en las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede creerme, no existe nada tan antinatural como lo absolutamente vulgar.

Sonreí y negué con la cabeza.


Información texto

Protegido por copyright
22 págs. / 38 minutos / 641 visitas.

Publicado el 27 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

1011121314