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¡Mozo, un Bock!

Guy de Maupassant


Cuento


¿Por qué se me ocurrió entrar aquella noche en la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.

No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.

Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de bocks que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.

—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.

Me volví bruscamente y lo miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:

—Pero ¿no me conoces?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mongilet

Guy de Maupassant


Cuento


En la oficina, Mongilet pasaba por ser un tipo especial. Era un empleado antiguo, buena persona, que no había salido de París nada más que una vez en su vida. Estábamos entonces en los últimos días del mes de julio, y cada uno de nosotros, los domingos, iba a solazarse en la hierba o a mojarse en el agua, en la campiña de los alrededores. Asnières, Argenteuil, Chatou, Bougival, Maisons, Poissy, tenían todos sus habituales y sus fanáticos. Se discutían con pasión los méritos y ventajas de todos aquellos lugares célebres y deliciosos para los empleados de París. Mongilet declaraba: «¡Atajo de borregos de Panurge! ¡Sí que es bonito el campo de ustedes!». Y nosotros le preguntábamos: «Y usted, Mongilet, ¿usted no sale a pasear jamás?

—Perdón. Yo, yo me paseo en ómnibus. Cuando termino de desayunar a gusto, sin apresurarme, en la cafetería que hay por debajo de casa, preparo mi itinerario con un plano de París y la guía de líneas y combinaciones. Luego, me encaramo a mi imperial, abro mi sombrilla, y ¡adelante, cochero! ¡Oh! veo cosas, ¡y muchas más que ustedes! Cambio de barrio. Es como si hiciera un viaje a través del mundo, hasta tal punto es diferente la gente de una calle a otra. Y conozco París mejor que nadie. No hay nada más divertido que los entresuelos. Lo que se ve en ellos, sólo en una ojeada, es inimaginable. Se adivinan las escenas de pareja sólo con ver la cara de un hombre que grita; uno se divierte al pasar por delante de un barbero que abandona la nariz de un señor completamente embadurnado de jabón para ir a mirar a la calle. Se le echan miraditas a las modistas, de ojo a ojo, sólo de broma, pues no da tiempo a bajarse. ¡Ah! ¡cuántas cosas pueden verse! Es teatro, y del bueno, del verdadero, el teatro de la naturaleza, visto al trote de dos caballos. ¡Caramba!, no cambiaría mis paseos en ómnibus por sus insulsos paseos por los bosques.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Moiron

Guy de Maupassant


Cuento


Como seguían hablando de Pranzini, el señor Maloureau, que había sido fiscal del Supremo con el Imperio, nos dijo:

—¡Oh! Yo intervine, en tiempos, en un asunto muy curioso, curioso por varios extremos, como van a ver ustedes.

"Yo era en ese momento fiscal en provincia, y muy bienquisto, gracias a mi padre, presidente de la Audiencia en París. Ahora bien, tuve que tomar la palabra en una causa que se hizo célebre con el nombre de caso del maestro Moiron.

"El señor Moiron, maestro en el norte de Francia, gozaba en toda la comarca de excelente reputación. Hombre inteligente, reflexivo, muy religioso, un poco taciturno, se había casado en el municipio de Boislinot, donde ejercía su profesión. Había tenido tres hijos, muertos sucesivamente del pecho.

"A partir de ese momento, pareció consagrar a la chiquillería confiada a sus cuidados toda la ternura escondida en su corazón. Compraba, de su bolsillo, juguetes para sus mejores alumnos, para los más buenos y amables; les daba de merendar, atiborrándolos de golosinas, dulces y pasteles. Todo el mundo quería y alababa a aquel hombre tan bueno, de tan gran corazón, cuando, de repente, cinco de sus alumnos murieron de una forma rara. Se pensó en una epidemia procedente del agua corrompida por la sequía; se buscaron las causas sin descubrirlas, tanto más cuanto que los síntomas parecían de lo más extraños. Los niños aparentaban una enfermedad de postración, dejaban de comer, se quejaban de dolores de barriga, iban tirando así cierto tiempo, y después expiraban en medio de abominables sufrimientos.

"Se hizo la autopsia del último muerto sin encontrar nada. Las vísceras enviadas a París fueron analizadas y no revelaron la presencia de ninguna sustancia tóxica.


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6 págs. / 12 minutos / 56 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mohamed el Golfo

Guy de Maupassant


Cuento


—Tomamos café en el techo? —preguntó el capitán.

Yo respondí:

—Sí, claro.

Se levantó. La sala, iluminada solamente por el patio interior, a la moda de las casas moras, estaba ya oscura. Ante las altas ventanas ojivales caían unos bejucos desde la gran terraza donde se pasaban las veladas calurosas del estío. Sobre la mesa sólo quedaban ya frutas, enormes frutas africanas, uvas grandes como ciruelas, blandos higos de pulpa violeta, peras amarillas, plátanos alargados y gruesos, y dátiles de Tugurt en una cesta de esparto.

El morazo que nos servía abrió la puerta y yo subí por la escalera de paredes de azur que recibía de arriba la suave luz del sol poniente.

Pronto lancé un profundo suspiro de felicidad al llegar a la terraza. Dominaba Argel, el puerto, la rada y las costas lejanas.

La casa comprada por el capitán era una antigua mansión árabe, situada en el centro de la ciudad vieja, en medio de esas callejas laberínticas donde hormiguea la extraña población de las costas de África.

Por encima de nosotros, los techos planos y cuadrados descendían como escaleras gigantes hasta los tejados oblicuos de la ciudad europea. Detrás de éstos se divisaban los mástiles de los barcos anclados, y luego el mar, el ancho mar, azul y plácido bajo el cielo plácido y azul.

Nos tumbamos en unas esterillas, con la cabeza apoyada en cojines, y mientras bebía lentamente el sabroso café de allá, yo miraba aparecer las primeras estrellas en el oscuro azur. No se veían muy bien, tan lejos, tan pálidas, apenas encendidas aún.

Un calor ligero, un calor alado nos acariciaba la piel. Y a veces soplos más cálidos, pesados, que traían un vago aroma, el aroma de África, parecían el aliento próximo del desierto, llegado por encima de las cumbres del Atlas. El capitán, recostado, pronunció:


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7 págs. / 13 minutos / 44 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Misterio en la Casa de los Azulejos

Joseph Sheridan Le Fanu


Cuento


I

La vieja Sally siempre ayudaba a su joven ama cuando ésta se preparaba para ir a la cama. No es que Lilias necesitara ayuda, pues poseía las virtudes de la limpieza y la diligencia y sólo molestaba a la buena anciana lo suficiente para que no se considerara un trasto inservible.

A su manera tranquila, Sally hablaba por los codos y conocía toda suerte de cuentos antiguos de aventuras y misterios que ayudaban a Lilias a dormirse placenteramente, pues sabía que no tenía nada que temer mientras viera a la vieja Sally sentada con su labor junto al fuego y oyera el ligero ruido que hacía su padre, el párroco, al subirse a la silla, como era su costumbre, para alcanzar los libros de la estantería (tranquilizante prueba de que el afable y solícito guardián de la casa estaba despierto y atareado).

La vieja Sally estaba contando a su joven ama, que unas veces escuchaba embobada y otras se perdía hasta cinco minutos seguidos de su amable cháchara, cómo el joven Mr. Mervyn se había mudado a la vieja y embrujada Casa de los azulejos, «allá en Ballyfermot», sin que, inexplicablemente, nadie le hubiera advertido acerca de los arcanos peligros que allí le aguardaban.

Ésta se hallaba situada junto a un solitario recodo de la estrecha carretera. Lilias se había asomado a menudo al camino de entrada —corto, recto y herboso— para divisar el viejo caserón, que, así le habían contado desde niña, habían ocupado inquilinos misteriosos y había sido escenario de peligros preternaturales.

—En nuestros días, Sally, hay personas que se llaman librepensadoras y no creen en nada, ni siquiera en los fantasmas —dijo Lilias.

—Pues le aseguro, Miss Lilly, que la casa a la que se ha ido a vivir ahora lo curará rápidamente del libre pensamiento, si es cierto la mitad de lo que cuentan —contestó Sally.


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15 págs. / 27 minutos / 182 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Miss Harriet

Guy de Maupassant


Cuento


Éramos siete en el coche: cuatro mujeres y tres hombres; uno iba en el pescante, junto al cochero; los caballos ganaban al paso la empinada pendiente sobre la cual serpenteaba el camino.

Habiendo salido de Etretat muy temprano para ir a ver las minas de Tancarville, nos desperezábamos aún, estremecidos, respirando el aire fresco de la mañana. Sobre todo las mujeres, poco acostumbradas a los madrugones de los cazadores, cerraban a cada punto sus párpados, cabeceando y bostezando, insensibles a la emoción del amanecer.

Era otoño. A uno y otro lado del camino se extendían los rastrojos, mostrando los tallos del trigo y de la avena segados, como una barba mal afeitada. La bruma, baja, parecía humo desprendido de la tierra. Las alondras piaban revoloteando y otros pajarillos cantaban ocultos entre los matorrales.

Al fin el sol apareció en el horizonte, rojo al principio, y a medida que ascendía, más claro de minuto en minuto; la campiña parecía despertarse y sonreía, sacudiéndose y quitándose la camisa de vapores blancos.

El conde de Etraille, sentado en el pescante, gritó:

—¡Ahí va una liebre!

Y extendió el brazo hacia la izquierda, señalando a un campo de trébol. El animal se deslizaba, casi oculto por el verde, mostrando sólo sus grandes orejas; luego atravesó una tierra labrada, se detuvo, emprendió nuevamente su rápida marcha, cambió de rumbo, se paró otra vez, inquieto; observaba los peligros, indeciso acerca del camino que debía tomar; al fin se lanzó a correr, desesperado, y desapareció en un ancho campo do remolachas. Todos los hombres se animaron viendo la carrera loca del animalito.

René Lemanoir exclamó:

—No pecamos de galante por la mañana.

Y contemplando a su vecina la baronesita de Serennes, que luchaba contra el sueño, le dijo a media voz:


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19 págs. / 34 minutos / 50 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Miseria Humana

Guy de Maupassant


Cuento


Jean d´Espars se animaba:

—Déjenme en paz con vuestra felicidad de zotes, vuestra dicha de imbéciles que satisface una simpleza cada vez más vulgar, un vaso de viejo vino o el roce de una hembra. Yo os digo, yo, que la miseria humana me destroza, que la veo por todas partes, con ojos agudos, que la encuentro donde ustedes no perciben nada, ustedes, que van por la calle con el pensamiento en la fiesta de esta tarde o en la fiesta de mañana. Miren, el otro día, avenida de la Ópera, en el medio de un público bullicioso y jovial que el sol de mayo embriagaba, vi pasar de repente a un ser, un ser innombrable, una vieja curvada en dos, vestida de andrajos que fueron vestidos, cubierta con un sombrero de paja negro, completamente despojada de sus viejos ornamentos, cintas y flores desaparecidas desde tiempos indefinidos. Y ella iba arrastrando sus pies tan penosamente, que yo sentía en el corazón, tanto como ella misma, más que ella misma, el dolor de todos sus pasos. Dos bastones la sostenían. ¡Ella pasaba sin ver a nadie, indiferente a todo, al ruido, a la gente, a los coches, al sol! ¿ A dónde iba?¿Hacia qué cuchitril? ¿Llevaba algo envuelto en un papel, que colgaba del extremo de una cuerda? ¿Qué?¿ Pan? Si, sin duda. Nadie, ningún vecino habiendo o querido hacer por ella este recorrido, ella había emprendido, ella, este viaje horrible, de su buhardilla al panadero. Dos horas de camino, al menos, para ir y venir. ¡Y que camino doloroso!¡un calvario más terrible que el de Cristo!

Levanté los ojos hacia los techos de las casas inmensas. ¡Ella iba allá arriba! ¿Cuándo llegaría allí?¿Cuántos descansos jadeantes sobre los peldaños, a lo largo de la pequeña escalera negra y tortuosa?


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5 págs. / 9 minutos / 233 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Misceláneas Primaverales

Natsume Sōseki


Cuento


1. El día de Año Nuevo

Después de tomar una taza de zoni me retiré a mi habitación. Al rato llegaron tres o cuatro personas de visita. Todos eran amigos jóvenes. Uno de ellos vestía una levita. Pero al parecer no estaba acostumbrado a esa prenda, y se sentía algo incómodo con la tela gruesa aunque suave de dicho atavío. Los otros llevaban el atuendo japonés de siempre, por lo que no daban la impresión de estar celebrando un día especial. Cada uno de ellos al ver al de la levita le decía: «¡Hola, qué bien!». Todos estábamos algo sorprendidos. Yo también terminé diciéndole: «¡Hola, qué bien!».

El de la levita sacó un pañuelo blanco y se limpió la cara con él. En realidad no necesitaba hacerlo. Tomaba una tras otra copitas de toso, bebida especial para el Año Nuevo. Los otros también, entusiasmados, se servían con palillos la comida colocada en una pequeña mesa individual dispuesta enfrente de cada uno. En esto Kyoshi llegó en coche. Llevaba el ropaje tradicional de las ceremonias: un quimono negro con el emblema de la familia y un haori también negro sobre el quimono.

—Usted tiene un buen quimono para las ceremonias —le dije—. Se debe a que practica el teatro noh, ¿verdad?

—Así es —me contestó. Y me invitó a recitar un canto del teatro noh. Yo le dije que lo intentaría.


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86 págs. / 2 horas, 31 minutos / 144 visitas.

Publicado el 29 de abril de 2017 por Edu Robsy.

Miscelánea Japonesa

Lafcadio Hearn


Cuento


De una promesa cumplida

—Regresaré a comienzos de otoño —dijo Alcana Soyemon siglos atrás para despedirse de su hermano adoptivo, el joven Hasebe Samon. Esto sucedió en primavera, en la aldea de Kato, provincia de Harima. Alcana era un samurái de Izumo y quería visitar su tierra natal.

—Tu Izumo, el País de las Ocho Nubes Crecientes, está muy lejos. Así que quizá te resulte difícil prometer que vas a regresar en un día concreto. No obstante, saber el día exacto nos haría muy felices ya que podríamos preparar un banquete de bienvenida en tu honor y esperar en la puerta tu llegada.

—Bueno, en cuanto a eso —respondió Akana—, estoy tan acostumbrado a viajar que puedo decir con antelación cuánto tiempo tardaré en llegar a un lugar determinado; por eso puedo prometer con toda seguridad qué día estaré de vuelta. ¿Digamos para el día del festival Chōyō?

—Eso es el noveno día del noveno mes —dijo Hasebe—, cuando los crisantemos están en plena floración, así que podremos ir a contemplarlos juntos. ¡Estupendo! Entonces, ¿prometes regresar el noveno día del noveno mes?

—El noveno día del noveno mes —repitió Akana esbozando una sonrisa de despedida. Y dando grandes zancadas se marchó de la aldea de Kato, en la provincia de Harima mientras Hasebe Samon y la madre de Hasebe le decían adiós con lágrimas en los ojos.

«Ni el sol ni la luna», reza un antiguo proverbio japonés, «se detienen jamás en su viaje». Los meses pasaron veloces y llegó el otoño, la estación de los crisantemos. Y muy temprano en la mañana del noveno día del noveno mes, Hasebe se preparó para recibir a su hermano adoptivo. Organizó un gran festín con las mejores viandas, hizo traer vino, decoró el salón de visitas y puso en los jarrones de la alcoba crisantemos de dos colores. Cuando su madre lo vio, le dijo:


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33 págs. / 57 minutos / 74 visitas.

Publicado el 3 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Minué

Guy de Maupassant


Cuento


—Las grandes desgracias no me impresionan. He visto muy de cerca la guerra y he pasado sin emocionarme por encima de montones de cadáveres —decía Juan Bridelle, un solterón con cara de escéptico—. Las tremendas atrocidades de la naturaleza y de la humanidad pueden arrancarnos gritos de indignación o de espanto, pero no alcanzan a darnos esa punzada en el corazón, ese escalofrío que nos corre por la espina dorsal cuando vemos ciertas escenas pequeñas y tristes.

Para una madre, perder un hijo es la cosa más penosa que le puede ocurrir, como es, para cualquier hombre, la pérdida de su madre. Son desgracias crueles, terribles, que trastornan y desgarran; pero de la misma manera que se cicatrizan las heridas profundas y sangrientas, se cura también el alma que ha sufrido tales catástrofes. Sin embargo, ciertos hechos pequeños, ciertas realidades apenas advertidas, apenas adivinadas, ciertos pesares secretos, ciertas perfidias del destino que remueven en nuestro interior todo un mundo de dolorosos pensamientos, que nos entreabren la puerta misteriosa de los sufrimientos morales, complicados e incurables, tanto más profundos cuanto menos benignos, tanto más vivos cuanto más fugaces, tanto más persistentes cuanto menos espontáneos, nos dejan en el alma un reguero de tristeza, un regusto de amargura, un sensación de desencanto de la cual nos cuesta mucho desprendernos.

En este momento recuerdo dos o tres hechos en los que quizás otros no habrían reparado, pero que se metieron en mí como punzadas hondas e incurables.

Les parecerá a ustedes incomprensibles la emoción que me han dejado esas fugaces impresiones. Voy a relatarles solamente una, que data de antiguo, pero que sigue tan palpitante como si fuese de ayer. Es posible que el enternecimiento que me produce sea obra por completo de mi imaginación.

Hoy tengo cincuenta años. Entonces era un muchacho estudiante de derecho.


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4 págs. / 8 minutos / 42 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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