Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se
había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña
ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.
—¿Sabe usted —le dije al catalán que me servía de guía desde la
víspera—, sabe usted, indudablemente, dónde vive el señor De
Peyrehorade?
—¡Si lo sabré! —exclamó—. Conozco su casa tanto como la mía, y de no
ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de
Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a
su hijo, que éste será más rico aún que él.
—¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? —le pregunté.
—¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda.
¡Tal vez se celebre esta noche, mañana, pasado mañana, qué sé yo! Es en
Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a
quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido, sí!
Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De
P… Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de
una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme
todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo
tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que
sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad
Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera,
estropeaba todos mis planes.
«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero como se me esperaba en casa
del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P…, era
necesario que me presentase.
— Apostemos, señor —me dijo el guía—, ya que estamos en la llanura,
apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del
señor De Peyrehorade.
Información texto 'La Venus de Ille'