Yar Ali entornó los ojos lentamente mirando al extremo del cañón
azulado de su Lee-Enfield, invocó devotamente a Alá y envió una bala a
través del cerebro de un veloz jinete.
—¡Allaho akbar!
El enorme afgano gritó con júbilo, agitando su arma sobre la cabeza.
—¡Dios es grande! ¡Por Alá, sahib, he enviado a otro de esos perros al Infierno!
Su acompañante echó un vistazo cautelosamente sobre el borde de la
trinchera de arena que habían excavado con sus propias manos. Era un
americano fibroso, de nombre Steve Clarney.
—Buen trabajo, viejo potro —dijo esta persona—. Quedan cuatro. Mira, se están retirando.
En efecto, los jinetes de túnicas blancas se alejaban, agrupándose
más allá del alcance de un disparo de rifle, como si celebraran un
consejo. Eran siete cuando se habían lanzado sobre los dos camaradas,
pero el fuego de los rifles de la trinchera había tenido consecuencias
mortíferas.
—¡Mira, sahib, abandonan la refriega!
Yar Ali se irguió valientemente y lanzó provocaciones a los jinetes
que se marchaban, uno de los cuales se volvió y envió una bala que
levantó la arena un metro por delante de la zanja.
—Disparan como los hijos de una perra —dijo Yar Ali con complacida
autoestima—. Por Alá, ¿has visto a ese bandido caerse de la silla cuando
mi plomo alcanzó su destino? Arriba, sahib, ¡vamos a perseguirlos y acabar con ellos!
Sin prestar atención a la descabellada propuesta —pues sabía que
era uno de los gestos que la naturaleza afgana exige continuamente—
Steve se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, mirando en
dirección a los jinetes, convertidos ahora en manchas blancas en el
remoto desierto, dijo con tono pensativo:
—Esos tipos cabalgan como si tuvieran algún objetivo definido en mente, no como corren los hombres que huyen de la derrota.
Información texto 'El Fuego de Asurbanipal'