El señor y la señora Serbois estaban
acabando de almorzar, con aspecto taciturno, uno enfrente del
otro.
La señora Serbois, una rubia bajita
de piel rosada, ojos azules, gestos tiernos, comía lentamente
sin levantar la cabeza, como si un pensamiento triste y
persistente la hubiera alcanzado.
Serbois, alto, fuerte, con patillas,
aspecto de ministro o de hombre de negocios, parecía nervioso
y preocupado.
Al fin, profirió como hablando
consigo mismo:
—¡Verdaderamente es muy asombroso!
Su mujer preguntó:
—¿Qué, querido?
—Que Vaudrec no nos haya dejado nada.
La señora Serbois enrojeció;
enrojeció bruscamente como si un velo rosa se hubiera
extendido de repente sobre su piel subiendo desde la garganta
al rostro, y dijo:
—Tal vez haya un testamento en la
notaría. Aún no sabemos nada.
Y ella parecía en verdad saber.
Serbois reflexionó:
—Sí, es posible, ya que en definitiva
ese muchacho era nuestro mejor amigo. No abandonaba la casa,
cenaba aquí cada dos días; sé perfectamente que te hacía
muchos regalos y que esta era una manera como otra de pagar
nuestra hospitalidad, pero es verdad que, cuando se tienen
amigos como nosotros, se piensa en ellos a la hora del
testamento. Es bien cierto que si yo me hubiera sentido
enfermo hubiera hecho algo por él, aunque tú seas mi heredera
natural.
La señora Serbois bajó los ojos. Y
mientras su marido estaba trinchando un pollo, ella se sonó,
como uno hace cuando llora.
Él continuó:
—En fin, es posible que haya un
testamento en el notario y un pequeño legado para nosotros. No
esperaría gran cosa; un recuerdo, nada más que un recuerdo, un
pensamiento, para probarme únicamente que nos tenía aprecio.
Entonces su mujer pronunció con voz
temblorosa:
Información texto 'El Legado'