Textos más cortos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 4 de junio de 2016

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 04-06-2016


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Cosas Viejas

Guy de Maupassant


Cuento


Querida Colette:

No sé si recordarás un verso del ¡señor de Sainte—Beuve, que juntas leímos y que ha quedado grabado en mi pensamiento; porque este verso me dice a mí muchas cosas, y en repetidas ocasiones, sobre todo desde hace algún tiempo, tranquiliza mi corazón. Helo aquí:

¡Nacer, vivir y morir en la misma morada!

Actualmente estoy sola en esta casa donde nací, donde he vivido y donde espero acabar mis días. Esto no es muy alegre que digamos, pero es dulce, porque aquí me hallo rodeada de recuerdos.

Mi hijo Enrique es abogado: pasa aquí dos meses cada doce. Juana habita con su esposo en la otra extremidad de Francia, y yo soy quien va a verla todos los otoños. Me hallo, pues, aquí sola, completamente sola, pero rodeada de objetos familiares, que sin cesar me hablan de los míos, de los muertos y de los ausentes.

No leo mucho, soy vieja; pero pienso sin cesar o, mejor dicho, sueño. ¡Oh! ¡Y ya no sueño a la manera de otro tiempo! ¿Recuerdas nuestras locas ocurrencias, las aventuras que combinábamos en nuestros cerebros de veinte años y todos los entrevistos horizontes de felicidad?

Nada de todo aquello se ha realizado; o mejor dicho, lo que ha tenido efecto es otra cosa menos deliciosa, menos poética, pero satisfactoria para los que saben tomar valientemente un partido en la vida.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Coco

Guy de Maupassant


Cuento


En toda la zona circundante llamaban a la finca de los Lucas, «La hacienda». No se sabría decir por qué. Sin duda, los campesinos asociaban a la palabra «hacienda» una idea de riqueza y de grandeza, puesto que esta propiedad era sin lugar a dudas la más extensa, la más opulenta, la más ordenada de la comarca. El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de magníficos árboles para proteger del intenso viento de la planicie a los manzanos compactos y delicados, contenía largos edificios cubiertos de tejas para conservar el forraje y los cereales, hermosos establos construidos en sílex, cuadras para treinta caballos, y una vivienda de ladrillo rojo que parecía un pequeño palacio. El estiércol estaba bien cuidado; los perros de guarda tenían casetas y todo un mundo de aves pululaba entre la hierba crecida. Cada mediodía, quince personas, dueños, criados y sirvientas, se sentaban en torno a la larga mesa de la cocina sobre la que humeaba la sopa en una gran fuente de loza con flores azules.

Los animales, caballos, vacas, cerdos y corderos estaban gordos, cuidados y limpios; el patrón Lucas, un hombre alto que empezaba a echar estómago, hacía su ronda tres veces al día, vigilándolo todo, pensando en todo.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Amorosa

Guy de Maupassant


Cuento


Después de comer en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para salir, y se puso a despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así la última noche del año, solo, escribiendo; recordaba cuánto le había ocurrido en doce meses, todo lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus meditaciones la imagen de un amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo cordial de Año Nuevo.

Se sentó, abrió un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y darle un beso, la dejó encima de la mesa y empezó una carta:

«Mi adorable Irene: Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en ti...»

No pasó adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venia...

Desde marzo tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de aventuras, actriz, callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido y logrado con verdadero amor. Él ya no era un joven; pero distando todavía de ser viejo, miraba seriamente las cosas a través de un prisma positivo y práctico.

«Hizo balance» de su pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de sus amistades y de todas las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado su primer apasionamiento ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto la quería y cuál podía ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió arraigado en su alma un cariño profundo, mezcla de ternura, encanto y agradecimiento, poderosos lazos que sujetan para toda la vida.

Un campanillazo lo hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un desconocido, que al pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía, salió al recibimiento, hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio en el descansillo a su querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en la pared. Sorprendido, preguntó:

—¿Qué te pasa?

Ella dijo:

—¿Puedo entrar?


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cantó un Gallo

Guy de Maupassant


Cuento


I

Berta de Avancelles había desatendido hasta entonces todas las súplicas de su desesperado admirador el barón Joseph de Croissard. Durante el invierno en París, el Barón la había perseguido ardorosamente, y después organizaba diversiones y cacerías en su residencia señorial de Carville, procurando agradar a Berta.

El marido, el señor de Avancelles, no veía nada ni entendía nada, como siempre acontece. Según pública opinión, estaba separado de su mujer por impotencia física, motivo suficiente para que la señora lo despreciase. Además, tampoco su figura lo recomendaba: era un hombrecillo rechoncho, calvo, corto de brazos, de piernas, de cuello, de nariz, de todo.

Berta, por el contrario, era una arrogante figura, una hermosa mujer, morena y decidida, riendo siempre con risa franca y sonora. Sin preocuparse jamás de la presencia de su marido, quien públicamente la llamaba "señora puches", miraba con cierta expresión complacida y cariñosa los robustos hombros, los bigotes rubios y soberbios de su admirador invariable y tenaz, el barón Joseph Croissard.

Sin embargo, Berta no había hecho aún concesión alguna.

El Barón se arruinaba por ella, proyectando sin cesar fiestas campestres, cacerías, placeres nuevos, a los cuales invitaba a las más distinguidas personas que veraneaban en aquella comarca.

Todos los días los perros aullaban por el bosque, persiguiendo al zorro y al jabalí; cada noche deslumbrantes fuegos artificiales mezclaban sus resplandores fugaces con los de las estrellas, mientras que las ventanas del salón proyectaban sobre los paseos ráfagas de luz cruzadas a cada punto por movibles sombras.


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Confesiones de una Mujer

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Blanco y Azul

Guy de Maupassant


Cuento


Mi pequeña barca, mi querida barquita, toda blanca con una red a lo largo de la borda, iba suavemente, suavemente sobre la mar en calma, en calma, adormilada, densa, y también azul, azul de un azul transparente, líquido, donde la luz se hundía , la luz azul, hasta las rocas del fondo.

Los chalets, los hermosos chalets blancos, todos blancos, observaban a través de sus ventanas abiertas el Mediterráneo que venía a acariciar los muros de sus jardines, de sus hermosos jardines llenos de palmeras, de áloes, de árboles siempre verdes y de plantas siempre en flor.

Le dije a mi marinero, que remaba despacio, que se detuviera delante de la puerta de mi amigo Pol. Y grité con todos mis pulmones:

—¡Pol, Pol, Pol!

Apareció en su balcón, asustado como un hombre que uno acaba de despertar. El enorme sol de la una, deslumbrándolo, le hacía cubrirse los ojos con la mano.

Le grité:

—¿Quieres dar una vuelta ?

—Voy, respondió

Y cinco minutos más tarde subía en mi barquita.

Le dije a mi marinero que se dirigiera hacia alta mar.

Pol había traído su periódico, que no había podido leer por la mañana, y, tumbado al fondo del barco, se puso a ojearlo.

Yo miraba la tierra. A medida que me alejaba de la orilla, toda la ciudad aparecía, la hermosa ciudad blanca, tendida totalmente al borde de las olas azules. Después, por encima, la primera montaña, la primera grada, un gran bosque de abetos, lleno también de chalets, de chalets blancos, aquí y allá, parecidos a orondos huevos de pájaros gigantes. Se esparcían a medida que nos aproximábamos a la cima, y sobre la cumbre se veía uno muy grande, cuadrado, un hotel, tal vez, y tan blanco que parecía que se había vuelto a pintar la misma mañana.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Alexandre

Guy de Maupassant


Cuento


Aquel día, como todos, a las cuatro, condujo Alexandre hasta la puerta de la casita del matrimonio Maramballe la silla de minusválido de tres ruedas en la que paseaba hasta las seis, por prescripción facultativa, a su anciana e inválida patrona. Cuando hubo situado el ligero vehículo junto al escalón, justo en el lugar en que podía hacer subir fácilmente a la gruesa señora, entró en la vivienda y pronto se escuchó en el interior una voz furiosa, una voz ronca de antiguo soldado que lanzaba improperios; era la voz del señor, un ex capitán de infantería jubilado, Joseph Maramballe. Luego se escuchó un ruido de puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas derribadas, un ruido de pasos agitados, luego nada, y después de algunos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Maramballe extenuada por el descenso de la escalera. Una vez que, no sin esfuerzo, ella estuvo instalada en la silla de ruedas, Alexandre pasó por detrás, agarró la barra doblada que servía para empujar el vehículo, y lo dirigió hacia la orilla del río.

Cruzaban así todos los días el pueblo en medio de los saludos respetuosos que los vecinos dirigían probablemente tanto al criado como a la señora, pues si ella era querida y respetada por todos, él, aquel viejo soldado de barba blanca, barba de patriarca, era considerado como un modelo de sirvientes.

El sol de julio caía intensamente sobre la calle, ahogando las bajas casas con su luz triste a fuerza de ser ardiente y cruda. Los perros dormían sobre las aceras en la línea de sombra junto a los muros, y Alexandre, resoplando un poco, apresuraba el paso con el fin de llegar lo antes posible a la avenida que conducía al río. La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla cuya punta abandonada iba, a veces, a apoyarse sobre el rostro impasible del hombre.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Campanilla

Guy de Maupassant


Cuento


¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.


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Arrepentimiento

Guy de Maupassant


Cuento


I

El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante solo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!

Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la universidad. Luego, la muerte de su padre.

Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera solo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.


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Campesinos

Guy de Maupassant


Cuento


I

Las dos cabañas juntas, al pie de una colina, cerca de un balneario; los dos campesinos hacían el mismo esfuerzo para buscar en la tierra infecunda el pan de los suyos; las dos familias eran numerosas: el padre, la madre y cuatro hijos. Frente a las dos puertas, la chiquillería piaba desde la mañana hasta la noche. Los dos mayores tenían seis años y los dos pequeños quince meses. Los dos matrimonios y los nacimientos de cada criatura se habían verificado, simultáneamente casi, en los dos hogares.

Cuando los niños jugaban juntos, apenas distinguían las dos madres cuáles eran los propios y cuáles los del vecino; los dos padres los confundían absolutamente; los ocho nombres bailaban en sus cabezas, mezclándose a todas horas, y cuando querían llamar a uno, con frecuencia llamaban a tres antes de acertar con el verdadero.

Dejando a la espalda el balneario de Rolleport, la primera de las dos viviendas que aparecía era la de los Tubaches, que tenían tres hembras y un varón; la segunda era la de los Vallin, que tenían una hembra y tres varones.

Todos vivían trabajosamente con sopitas, papas y aire puro. A las siete de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde, cada matrimonio llamaba a los suyos para repartir la comida, como los que guardan patos reúnen a los animalitos. Las criaturas se colocaban alineadas junto a una mesa, barnizada por el roce de medio siglo. El menor de todos apenas llegaba con la boca al nivel de la mesa. Les ponían delante un plato con pan remojado en el agua en que se habían cocido patatas, media col y tres cebollas, y todos lo devoraban como hambrientos; la madre daba de comer al menor. Un poco de carne cocida los domingos era un regalo para todos, y aquel día el padre mascaba reposado, repitiendo:

—Así comería yo siempre.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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