Textos más cortos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 8 de junio de 2016

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 08-06-2016


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La Verdad Sobre Sancho Panza

Franz Kafka


Cuento


Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que este se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Renuncia!

Franz Kafka


Cuento


Era muy temprano por la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que yo creía, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías; fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:

—¿Por mí quieres conocer el camino?

—Sí —dije—, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.

—Renuncia, renuncia —dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Confusión Cotidiana

Franz Kafka


Cuento


Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que cerrar un negocio con B en H. Se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y se jacta en su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el negocio. Como probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano. Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Llega al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le aconsejan que espere. A, sin embargo, impaciente por el negocio, se va inmediatamente y vuelve a su casa.

Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un momento. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en seguida.

A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Y ya había preguntado muchas veces si no había regresado aún, pero seguía esperándolo siempre en el cuarto de A. Feliz de hablar con B y de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar tropieza, se tuerce un tendón y a punto de perder el sentido, incapaz de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B —tal vez muy lejos ya, tal vez a su lado— que baja la escalera furioso y que se pierde para siempre.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Becada

Guy de Maupassant


Cuento


El anciano barón de Ravots había sido durante cuarenta años el rey de los cazadores de su provincia. Pero hacia ya cinco o seis que una parálisis de las piernas lo tenía clavado en su sillón, y tenía que contentarse con tirar a las palomas desde una ventana de la sala o desde la gran escalinata de su palacio. El resto del tiempo lo pasaba leyendo.

Era hombre de trato agradable, que había conservado mucho de la afición a las letras que distinguió al siglo pasado. Le encantaban las historietas picarescas, y también le encantaban las anécdotas auténticas de que eran protagonistas personas allegadas suyas. En cuanto llegaba de visita un amigo le preguntaba:

—¿Qué novedades hay?

Tenía la habilidad de un juez de instrucción para interrogar.

En los días de sol se hacía llevar en su amplio sillón de ruedas que parecía una cama, a la puerta del palacio. Detrás de él se situaba un criado con las escopetas, las cargaba y se las iba pasando a su señor. Otro criado, oculto en un bosquecillo, daba suelta a un pichón de cuando en cuando, a intervalos regulares, para que le cogiese de sorpresa, obligándolo a estar en constante alerta.

Se pasaba el día tirando a aquellas aves ligeras, se desesperaba si conseguían burlarle y se reía hasta saltársele las lágrimas cuando el animal caía a plomo o daba alguna voltereta extraña y cómica. Se volvía entonces hacia el mozo que le cargaba las armas y le preguntaba con espasmódica alegría:

—¡A ése le di lo suyo, José! ¿Viste cómo cayó?

Y José respondía indefectiblemente:

—El señor barón no marra uno.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Artista del Trapecio

Franz Kafka


Cuento


Un artista del trapecio —como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre— había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades —por otra parte muy pequeñas— eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Loca

Guy de Maupassant


Cuento


A Robert de Bonnières

Verán, dijo el señor Mathieu d'Endolin, a mí las becadas me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra. Ya conocen ustedes mi finca del barrio de Cormeil. Vivía allá en el momento de la llegada de los prusianos.

Tenía entonces de vecina a una especie de loca, cuya razón se había extraviado bajo los golpes de la desgracia. Antaño, a la edad de veinticinco años, perdió, en un sólo mes, a su padre, a su marido y a un hijo recién nacido. Cuando la muerte entra una vez en una casa, regresa a ella casi de inmediato, como si conociera la puerta.

La pobre joven, fulminada por la pena, cayó en cama, deliró durante seis semanas. Después, una especie de tranquila lasitud sucedió a la crisis violenta, y permaneció sin moverse, comiendo apenas, revolviendo solamente los ojos. Cada vez que intentaban levantarla, gritaba como si la matasen. La dejaron, pues, acostada, y tan solo la sacaban de entre las sábanas para los cuidados de su aseo y para darle la vuelta a los colchones.

Una anciana criada permanecía junto a ella, obligándola a beber de vez en cuando o a masticar un poco de carne fiambre. ¿Qué ocurría en aquella alma desesperada? Jamás se supo, pues no volvió a hablar. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Desvariaba tristemente, sin un recuerdo concreto? ¿O bien su pensamiento aniquilado permanecía inmóvil como un agua estancada?

Durante quince años se quedó así, cerrada e inerte. Llegó la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en Cormeil.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Ciego

Guy de Maupassant


Cuento


¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por todo; quisiéramos abrazar al sol.

Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto a su perro que quisiera brincar.

Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho muy bueno hoy!», el otro responde:

«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era incapaz de quedarse en su sitio».

He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.

Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia. Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que no muriera.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de un Perro

Guy de Maupassant


Cuento


La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de Animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado.

Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.

Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigrí. Es una historia sencilla pero auténtica.

En los suburbios de París, a las orillas del Sena, vivía una familia de ricos burgueses. Poseían una elegante mansión con un gran jardín, caballos, carruajes y muchos criados.

El cochero se llamaba François. Era un individuo de origen campesino, un poco corto de inteligencia; grueso, embotado..., pero de buen corazón.

Una noche, en la que regresaba a la casa de sus amos, un perro comenzó a seguirlo. En un principio ignoró al animal, pero la obstinación de éste y el hecho de seguirlo tan de cerca, hizo que el cochero se volviese... Miraba al can intentando reconocerlo, pero no... nunca lo había visto.

Se trataba de una perra de una terrible delgadez, con enormes ubres colgantes. Trotaba detrás del hombre en un estado lamentable; la cola apretada entre las piernas y las orejas pegadas contra la cabeza.

François se detuvo. Lo mismo hizo la perra. François reanudó la marcha y la perra siguió tras él.

Deseó desprenderse de aquel esqueleto de animal y gritó:

—¡Vete... Aléjate de mí!

La perra se movió dos o tres pasos hacia atrás y se detuvo apoyándose sobre las patas traseras, pero tan pronto el cochero se volvió, ésta volvió a seguirlo.


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El Salto del Pastor

Guy de Maupassant


Cuento


Desde Dieppe al Havre, la costa presenta un acantilado ininterrumpido, de unos cien metros de longitud, vertical como una muralla. De vez en cuando, esa gran línea de rocas blancas se rompe bruscamente, y un pequeño valle estrecho, con laderas cubiertas de hierba rasa y juncos marinos, desciende desde la meseta cultivada hacia una playa de guijarros donde desemboca por una rambla, semejante al lecho de un torrente. La naturaleza hizo esos valles, la lluvia de tormenta los terminó con esas ramblas, entallando lo que quedaba de acantilado, ahondando hasta el mar el lecho de las aguas que sirve de paso a las personas. A veces, algún pueblo se halla acurrucado en esos valles hasta donde penetra el viento del mar.

He pasado el verano en una de esas calas de la costa, alojado por un campesino, cuya casa, orientada hacia el mar, me permitía ver desde mi ventana un gran triángulo de agua azul, enmarcada por las laderas verdes del valle y salpicada a veces por las velas blancas que pasaban a lo lejos, bajo el sol.

El camino que se dirigía al mar seguía el fondo de la garganta, y bruscamente, se hundía entre dos muros de marga, se convertía en una especie de surco profundo, antes de desembocar en la bella extensión de cantos rodados, redondeados y pulidos por la secular caricia de las olas. Ese paso encajonado se llama «El Salto del Pastor». Éste es el drama que hizo que así lo llamaran:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Encuentro

Guy de Maupassant


Cuento


Los encuentros constituyen el encanto de los viajes. ¿Quién no siente alegría de un encuentro inesperado, en mil lugares del país, con un parisino, un compañero de colegio, un vecino del campo? ¿Quién no ha pasado la noche con los ojos abiertos, en la incómoda diligencia que discurre por unas comarcas donde el vapor es todavía ignorado, al lado de una muchacha desconocida, entrevista solamente a la débil luz de la lámpara, desde que ella sube al coche ante la puerta de una blanca casa de un pueblo?. Y a la mañana siguiente, cuando el espíritu y los oídos están entumecidos del continuo tintineo de los cascabeles y de la estruendosa vibración de los cristales, qué encantadora sensación al ver la belleza de nuestro lado desgreñada, abrir los ojos y examinar a su vecino; poder ofrecerle mil servicios y escuchar su historia que ella siempre narra cuando se encuentra bien. Y cómo uno se extasía también sin ningún sentido, al verla descender ante la barrera de una casa de campo. Parece captarse en sus ojos, cuando esta amiga de dos horas nos dice adiós para siempre, un atisbo de emoción, de nostalgia, ¿quién sabe?... Y aquél buen recuerdo se conserva hasta la vejez en esos frágiles recuerdos de los viajes.

Al sur, al sur, todo el extremo de Francia, es un país desierto, pero desierto como las soledades americanas, ignorado por los viajeros, inexplorado, separado del mundo por unas cadenas montañosas en las que están asiladas unas aldeas a los márgenes de un gran río, El Argens, al que ningún puente atraviesa. Toda esta comarca de montaña, es conocida bajo el nombre de "macizo de los Maures". Su verdadera capital es Saint Tropez, ubicada en el extremo de esta tierra perdida, al borde del golfo de Grimaud, en la más bella de las costas de Francia.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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