El ópalo que Miss Hunt lucía en el dedo despertaba la general admiración.
—Lo he heredado de mi padre, que sirvió mucho tiempo en Bengala, y
procede de las posesiones de un brahmán —dijo ella, y acarició con la
punta del dedo la gran piedra reluciente—. Semejante fuego sólo se
aprecia en una joya india. No sé si se debe a la luz o al labrado, pero a
veces me parece como si el brillo tuviera en sí mismo algo de dinámico,
inquieto, como si fuera un ojo vivo.
—Como si fuera un ojo vivo —repitió reflexivo Mr. Hargrave Jennings.
—¿No lo percibe, Mr. Jennings?
Se hablaba de conciertos, de bailes, de teatro, de todos los temas posibles, pero al final siempre se volvía al ópalo indio.
—Le podría contar algo sobre esa piedra, sobre esa supuesta piedra
—dijo finalmente Mr. Jennings—, pero a lo mejor, Miss Hunt, si se lo
cuento podría arrepentirse de poseerla. Espere un minuto, buscaré el
manuscrito entre mis cosas.
Los reunidos esperaron con incertidumbre.
—Escúcheme, por favor (lo que voy a leer es
un fragmento de las anotaciones de viaje de mi hermano. Por entonces
decidimos no publicar lo que habíamos vivido juntos).
»Comienzo: en Mahawalipur, la jungla llega por una estrecha franja
casi hasta el mar. Canales de agua, abiertos por el gobierno, atraviesan
la región desde Madrás hasta Tritschinopolis, sin embargo, el interior
está inexplorado y se asemeja a una selva virgen: un lugar impenetrable
que a su vez es un foco de infecciones.
»Nuestra expedición acababa de llegar, y los criados de piel oscura
descargaron de los botes las numerosas tiendas de campaña, las cajas y
baúles, para que los nativos los transportaran a través de los campos de
arroz, donde de vez en cuando se veía un grupo de palmeras como islas
en un mar verdoso, a la ciudad rocosa de Mahwalipur.
Información texto 'El Ópalo'