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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 14-02-2017


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Enfermo

Gustav Meyrink


Cuento


La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo permanecía quieto, esperando a la salud.

La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o dudas acerca del tratamiento.

Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas sentencias y máximas, fijadas en letras negras de brillo sobre cartulinas blancas, obraban como un emético.

Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo miraba sin cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una postura aun más incómoda.

Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente baja. En sus bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje blancos.

* * *

El tiempo pesaba sobre todos nosotros, nos succionaba como un pulpo.

No me extrañaría si de pronto toda esa gen-te se levantase de un salto y, sin motivo justificado, lo destruyese todo —mesas, ventanas, lámparas—, como un solo hombre delirante.

El porqué yo mismo no obraba así me resultaba, en verdad, inexplicable; probablemente dejé de hacerlo por temor de que los demás no me secundaran al mismo tiempo, y de que tuviese que volver a sentarme, avergonzado, después.

Volví a mirar los adornos de encaje blancos y sentí que el tedio se había hecho aún más torturador y deprimente. Tuve la sensación de soportar en la cavidad bucal una gran esfera gris de caucho, que se hacía cada vez más grande y me estaba desplazando el cerebro.

En tales momentos de desolación, incluso la idea de cualquier cambio le causa a uno horror.

El chico iba alineando fichas de dominó en su estuche, pero las sacaba de nuevo con un miedo febril, para volverlas a colocar de otro yodo. Pues, aunque no le sobraba ninguna ficha, el estuche seguía sin llenarse del todo; como él lo esperaba, le faltaba todavía una hilera entera para llegar al borde.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Preparación

Gustav Meyrink


Cuento


Los dos amigos estaban sentados en el rincón del Café Radetzky, al lado de la ventana, con las cabezas juntas.

—Se ha ido, se marchó esta tarde con su criado a Berlín. La casa está vacía; acabo de llegar y lo comprobé sin lugar a duda. Los dos persas eran los únicos habitantes.

—¿De modo que cayó en la trampa del telegrama?

—No dudé de ello ni por un momento; cuando oye hablar de Fabio Maríni, no hay quién le detenga.

—Así y todo, me resulta extraño, pues han vivido juntos durante años, hasta su muerte; de manera que, ¿qué novedades de él pudo haber esperado encontrar en Berlín?

—¡Oh! Al parecer el profesor Marini se tuvo calladas muchas cosas; él mismo lo dejó caer una vez en medio de una conversación, hará de eso medio año, más o menos, cuando el bueno de Axel aún se hallaba entre nosotros.

—¿Hay realmente algo de verdad en ese misterioso método de preparación de Fabio Marini? ¿Lo crees de veras, Sinclair?

—No es cuestión de «creer». Con estos ojos he visto en Florencia el cadáver de un niño preparado por Marini. Te aseguro que cualquiera juraría que el niño sólo estaba dormido; nada de rigidez, nada de arrugas; incluso el cutis estaba sonrosado tal como el de un ser vivo.

—Hum. Piensas, entonces, que el persa pudo realmente haber asesinado a Axel, y…


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Seso Esfumado

Gustav Meyrink


Cuento


(Al zapatero Voifft-, con veneración.)

Hiram Witt era un gigante del espíritu, y como pensador superaba al propio Parménides, en fuerza y profundidad. Aparentemente, pues ni un solo europeo hablaba siquiera de sus obras.

La noticia de que había logrado, hace ya veinte años, hacer crecer de células animales sometidas, sobre discos de vidrio, a la influencia de un campo magnético, junto a la rotación mecánica, cerebros completamente desarrollados —cerebros que, a juzgar por lo que se sabía, eran capaces incluso de pensar por sí mismos—, apareció ciertamente acá y acullá en los diarios, pero sin haber despertado un interés científico más profundo.

Tales cosas no encajan en absoluto en nuestros tiempos. Y, además, en los países de habla alemana, ¡qué iba a hacerse con cerebros que pensaban por su cuenta!

Cuando Hiram Witt era todavía joven y ambicioso, no transcurría una semana sin que mandara uno o dos de les cerebros trabajosamente producidos por él a los grandes institutos científicos. ¡Podían examinarlos, opinar acerca de ellos!

En honor a la verdad, así se hizo concienzudamente.

Los cerebros fueron colocados en recipientes de cristal, de temperatura apropiada. El famoso profesor de liceo Aureliano Chupatinto les estuvo leyendo, incluso, por intervención de un alto personaje, conferencias a fondo sobre el enigma del universo de Häckel. Pero los resultados fueron hasta tal punto desalentadores, que todos se vieron literalmente forzados a prescindir de toda enseñanza ulterior. Porque, piénsese: ya en la introducción a la primera conferencia, la mayor parte de los cerebros estallaron entre sonoros estampidos, mientras que los demás sufrieron unas cuantas contracciones violentas, para reventar en seguida, sin llamar la atención y apestar más tarde atrozmente.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Soldado Tórrido

Gustav Meyrink


Cuento


Los médicos militares tuvieron no poca tarea con vendar a todos esos legionarios heridos. Los anamitas tenían malos fusiles y las balas quedaban casi siempre incrustadas en los cuerpos de los pobres soldados.

La ciencia médica había hecho grandes progresos en los últimos años; esto era sabido incluso de aquellos que no sabían leer ni escribir; de modo que, como no les quedaba otra alternativa, se sometían dócilmente a todas las operaciones.

Es cierto que la mayor parte moría, pero sólo después de la operación, y aun así sólo porque las balas de los anamitas eran manejadas evidentemente sin asepsia antes de disparar o bien porque en su trayectoria por el aire habían arrastrado bacterias nocivas para la salud.

Los informes del profesor Cabezudo, que, por razones científicas y con la confirmación del gobierno, se había enrolado en la Legión Extranjera, no dejaban lugar a dudas.

También fue gracias a sus enérgicas disposiciones el que tanto los soldados como los indígenas sólo se atrevían a hablar en voz baja de las curas milagrosas del piadoso penitente hindú Mukhopadaya.

* * *

Como último herido y mucho tiempo después de la escaramuza, ingresó en el hospital de campaña, llevado por dos mujeres anamitas, el soldado Wenceslao Zavadil, natural de Bohemia. Al ser interrogadas las mujeres por qué y de dónde venían tan tarde, contaron que habían hallado a Zavadil medio muerto delante de la choza de Mukhopadaya y que trataron inmediatamente de volverlo a la vida mediante la instilación de un líquido opalescente, lo único que podía encontrarse en la choza abandonada del faquir.

El médico no pudo encontrar ninguna herida, y por toda respuesta a sus preguntas recibió solamente un salvaje gruñido del paciente, que tomó por sonido de un dialecto eslavo.

En todo caso ordenó una lavativa y se fue a la carpa de los oficiales.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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