Textos más vistos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 17 de junio de 2016 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 17-06-2016


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Miss Harriet

Guy de Maupassant


Cuento


Éramos siete en el coche: cuatro mujeres y tres hombres; uno iba en el pescante, junto al cochero; los caballos ganaban al paso la empinada pendiente sobre la cual serpenteaba el camino.

Habiendo salido de Etretat muy temprano para ir a ver las minas de Tancarville, nos desperezábamos aún, estremecidos, respirando el aire fresco de la mañana. Sobre todo las mujeres, poco acostumbradas a los madrugones de los cazadores, cerraban a cada punto sus párpados, cabeceando y bostezando, insensibles a la emoción del amanecer.

Era otoño. A uno y otro lado del camino se extendían los rastrojos, mostrando los tallos del trigo y de la avena segados, como una barba mal afeitada. La bruma, baja, parecía humo desprendido de la tierra. Las alondras piaban revoloteando y otros pajarillos cantaban ocultos entre los matorrales.

Al fin el sol apareció en el horizonte, rojo al principio, y a medida que ascendía, más claro de minuto en minuto; la campiña parecía despertarse y sonreía, sacudiéndose y quitándose la camisa de vapores blancos.

El conde de Etraille, sentado en el pescante, gritó:

—¡Ahí va una liebre!

Y extendió el brazo hacia la izquierda, señalando a un campo de trébol. El animal se deslizaba, casi oculto por el verde, mostrando sólo sus grandes orejas; luego atravesó una tierra labrada, se detuvo, emprendió nuevamente su rápida marcha, cambió de rumbo, se paró otra vez, inquieto; observaba los peligros, indeciso acerca del camino que debía tomar; al fin se lanzó a correr, desesperado, y desapareció en un ancho campo do remolachas. Todos los hombres se animaron viendo la carrera loca del animalito.

René Lemanoir exclamó:

—No pecamos de galante por la mañana.

Y contemplando a su vecina la baronesita de Serennes, que luchaba contra el sueño, le dijo a media voz:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mongilet

Guy de Maupassant


Cuento


En la oficina, Mongilet pasaba por ser un tipo especial. Era un empleado antiguo, buena persona, que no había salido de París nada más que una vez en su vida. Estábamos entonces en los últimos días del mes de julio, y cada uno de nosotros, los domingos, iba a solazarse en la hierba o a mojarse en el agua, en la campiña de los alrededores. Asnières, Argenteuil, Chatou, Bougival, Maisons, Poissy, tenían todos sus habituales y sus fanáticos. Se discutían con pasión los méritos y ventajas de todos aquellos lugares célebres y deliciosos para los empleados de París. Mongilet declaraba: «¡Atajo de borregos de Panurge! ¡Sí que es bonito el campo de ustedes!». Y nosotros le preguntábamos: «Y usted, Mongilet, ¿usted no sale a pasear jamás?

—Perdón. Yo, yo me paseo en ómnibus. Cuando termino de desayunar a gusto, sin apresurarme, en la cafetería que hay por debajo de casa, preparo mi itinerario con un plano de París y la guía de líneas y combinaciones. Luego, me encaramo a mi imperial, abro mi sombrilla, y ¡adelante, cochero! ¡Oh! veo cosas, ¡y muchas más que ustedes! Cambio de barrio. Es como si hiciera un viaje a través del mundo, hasta tal punto es diferente la gente de una calle a otra. Y conozco París mejor que nadie. No hay nada más divertido que los entresuelos. Lo que se ve en ellos, sólo en una ojeada, es inimaginable. Se adivinan las escenas de pareja sólo con ver la cara de un hombre que grita; uno se divierte al pasar por delante de un barbero que abandona la nariz de un señor completamente embadurnado de jabón para ir a mirar a la calle. Se le echan miraditas a las modistas, de ojo a ojo, sólo de broma, pues no da tiempo a bajarse. ¡Ah! ¡cuántas cosas pueden verse! Es teatro, y del bueno, del verdadero, el teatro de la naturaleza, visto al trote de dos caballos. ¡Caramba!, no cambiaría mis paseos en ómnibus por sus insulsos paseos por los bosques.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Mozo, un Bock!

Guy de Maupassant


Cuento


¿Por qué se me ocurrió entrar aquella noche en la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.

No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.

Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de bocks que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.

—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.

Me volví bruscamente y lo miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:

—Pero ¿no me conoces?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Petición de un Vividor a su Pesar

Guy de Maupassant


Cuento


SEÑORES PRESIDENTES DE LOS TRIBUNALES,
SEÑORES MAGISTRADOS,
SEÑORES MIEMBROS DE JURADOS.

Ahora que ya estoy desinteresado del asunto, vista mi edad y mis cabellos blancos, vengo a protestar contra sus juicios, contra la parcialidad indignante de sus decisiones, contra este tipo de galantería ciega que los empuja a pronunciarse siempre a favor de la mujer contra el hombre, cada vez que un asunto amoroso es llevado delante de un tribunal.

Soy viejo, señores, he amado mucho, o mejor dicho, amado a menudo. Mi pobre corazón maltrecho, se estremece todavía recordando antiguos amores. Y en las tristes noches solitarias en las que la vida pasada no se nos aparece más que como un estado de ilusión finita, donde las lejanas aventuras, marchitas como los tapices desdibujados, nos dan de repente sacudidas de tristeza, y hacen saltar lágrimas dolorosas que se derraman sobre lo irreparable, abro, temblando, una humilde caja de nogal donde yacen mis lamentables prendas de amor, donde ahora duerme mi vida consumada, donde se remueve, cuando allí sumerjo las manos, el polvo muerto de todo lo que he adorado sobre la tierra.

Y sollozo sobre el botín, el fino botín de satén, hoy amarillo, pero que fue blanco y que yo saqué de su pie, en el jardín, aquella noche, para impedirle volver al baile.

Beso los guantes, los cabellos rubios o negros, sus tres ligas de seda y el pañuelo de encaje maculado de sangre, de esa sangre que parece una pálida mancha de herrumbre y de la que un día contaré la historia.

Pero en absoluto pretendo hablarles de esto. Simplemente he querido demostrar que hubo hacia mí muchas... flaquezas —aunque soy el más tímido, el más indeciso, el más dubitativo de los hombres.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Primera Nieve

Guy de Maupassant


Cuento


El extenso paseo de la Croisette se curva a orillas del mar azul. Allá lejos, a la derecha, el Esterel se adentra en el agua, y corta la vista, cerrando el horizonte con el bonito decorado meridional de sus cimas puntiagudas, numerosas y extrañas. A la izquierda, tumbadas en el agua, las islas Sainte—Marguerite y Saint—Honorat muestran sus dorsos cubiertos de abetos. Y a todo lo largo del amplio golfo, a todo lo largo de las grandes montañas, asentadas en torno a Cannes, el conjunto blanco de villas parece dormido al sol. Se divisan desde lejos esas casas claras sembradas desde la cima hasta el pie de los montes, manchando de puntos de nieve la oscura vegetación. Las más próximas al agua abren sus verjas al amplio paseo que vienen a bañar las olas tranquilas. Hace buen tiempo, un tiempo suave. Es un templado día de invierno en el que apenas cruza una ráfaga de frescor. Por encima del mar de jardines, sobresalen los naranjos y los limoneros repletos de frutos dorados. Las damas pasean lentamente por la arena de la avenida, seguidas de niños que hacen rodar sus aros, o charlando con los señores.

Una mujer joven acaba de salir de una pequeña y coqueta casa cuya puerta da a la Croisette. Se detiene un instante a mirar a los transeúntes, sonríe, y con aspecto abrumado llega hasta un banco vacío situado frente al mar. Fatigada de haber dado veinte pasos, se sienta jadeando. Su cara, por la palidez, se asemeja a la de una muerta. Tose, y se lleva a los labios sus dedos transparentes como para detener las sacudidas que la agotan. Contempla el cielo repleto de sol y golondrinas, las cimas caprichosas del Esterel allá lejos y, muy cerca, el mar tan azul, tan tranquilo, tan bello. Entonces sonríe y murmura: «¡Oh! ¡qué feliz soy!»


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Recuerdo

Guy de Maupassant


Cuento


...Desde la víspera no habíamos comido nada. Durante todo el día, permanecimos ocultos en un granero, apretados unos contra otros para tener menos frío, los oficiales mezclados con los soldados, y todos reventados de cansancio.

Algunos centinelas, tumbados en la nieve, vigilaban los alrededores de la granja abandonada que nos servía de refugio con el fin de evitarnos cualquier sorpresa. Se les relevaba de hora en hora, para que no se adormeciesen.

Aquellos de nosotros que podían dormir, dormían; los demás permanecían inmóviles, sentados en el suelo, cruzando alguna frase con sus vecinos de vez en cuando.

Desde hacía tres meses la invasión, como un mar desbordado, entraba por todas partes. Eran grandes oleadas de hombres que llegaban unas tras otras, sembrando en torno a ellas una espuma de merodeadores.

En cuanto a nosotros, reducidos a doscientos francotiradores de los ochocientos que éramos un mes antes, nos batíamos en retirada, rodeados de enemigos, cercados, perdidos. Necesitábamos, antes del día siguiente, llegar a Blainville, donde esperábamos encontrar aún al general C... Si no conseguíamos recorrer por la noche las doce leguas que nos separaban de la ciudad, o si la división francesa se había alejado, ¡adiós toda esperanza!

No podíamos marchar de día, pues la campiña estaba infestada de prusianos.

A las cinco de la tarde oscurecía, con esa oscuridad macilenta de la nieve. Los mudos copos blancos caían, caían, sepultándolo todo bajo una gran sábana helada, que seguía espesándose bajo la innumerable multitud y la incesante acumulación de los vaporosos trozos de aquella guata de cristal.

A las seis el destacamento se puso en marcha.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

San Antonio

Guy de Maupassant


Cuento


Lo llamaban "San Antonio" porque, además de llamarse Antonio, era bondadoso, alegre, bromista, buen bebedor y vigoroso perseguidor de mozas, a pesar de sus sesenta años.

Labriego en la comarca de Caux, de color arrebatado, ancho pecho y voluminoso vientre, parecía encaramado sobre sus largas piernas, excesivamente delgadas para las anchuras de su cuerpo.

Viudo, vivía sólo con su criada y dos criados en la casa de labranza cuyos trabajos dirigía, echando una mano en toda ocasión, atento siempre a sus conveniencias, muy entendido en sus asuntos, en la cría de ganados y en el cultivo de las tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, casados todos ventajosamente, vivían también en los contornos de Caux, y una vez al mes iban a comer con su padre. Su vigor era celebrado por cuantos lo conocían, repitiéndose allí, como un proverbio, esta frase: "Tal o cual es fuerte como 'San Antonio'". Cuando llegó la invasión prusiana, "San Antonio", en la taberna, prometió comerse un ejército, porque era charlatán como un verdadero normando, bastante mandria y fanfarrón. Daba puñetazos en las mesas, que retemblaban haciendo saltar las tazas y los vasos, y gritaba, con el rostro enrojecido y la mirada socarrona, con la exaltación mentirosa de un hombre satisfecho:

—¡Voy a tragármelos! ¡ Por vida de...!

Imaginaba que los prusianos jamás llegarían a Tanneville; pero en cuanto supo que se habían apoderado ya de Rautot, se encerró en su casa y desde la ventana de la cocina miraba constantemente hacia la carretera, esperando el momento en que brillarían a distancia los fusiles.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Bandido Corso

Guy de Maupassant


Cuento


El camino ascendía suavemente hacia el centro del bosque de Altone. Los desmesurados abetos formaban sobre nuestras cabezas una bóveda quejumbrosa, dejaban oír algo así como un lamento continuo y triste, mientras que a derecha e izquierda sus delgados y rectos troncos semejaban un ejército de tubos de órgano, de los que parecía salir la monótona música del viento en las cimas.

Al cabo de tres horas de marcha, el número de aquellos largos y juntos maderos disminuyó; de trecho en trecho un árbol gigantesco, apartado de los demás, y abierto como una sombrilla enorme, ostentaba su copa de un sombrío verde; y de pronto llegamos al límite del bosque, a unos cien metros por debajo del desfiladero que conduce al inculto valle de Niolo.

En las dos altas cumbres que dominan este paraje, algunos viejos árboles disformes parecen haber subido penosamente, como exploradores enviados delante de una compacta muchedumbre. Volviéndonos, divisamos todo el bosque, extendido a nuestros pies, semejante a una inmensa cubeta de madera cuyos bordes, que parecían tocar el cielo, eran desnudas rocas que lo cerraban por todas partes.

De nuevo nos pusimos en marcha, y diez minutos después llegábamos al desfiladero.

Entonces contemplé un país sorprendente. A la conclusión de otro bosque un valle, pero un valle como no los había yo visto, una soledad de piedra de diez leguas de longitud, extendida entre dos montañas de dos mil metros de altura y sin un sembrado, sin un árbol a la vista. Es el Niolo, la patria de la libertad corsa, la inaccesible ciudadela de donde nunca los invasores pudieron expulsar a los montañeses.

—Ahí es también donde están refugiados todos nuestros bandidos —me dijo mi acompañante.

Pronto llegamos al fondo de aquel agujero inculto y de indescriptible belleza.


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Un Duelo

Guy de Maupassant


Cuento


La guerra había acabado; los alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido caído a los pies del vencedor.

De un París desquiciado, hambriento, desesperado, salían los primeros trenes que iban a las nuevas fronteras, atravesando con lentitud campos y ciudades. Los primeros viajeros miraban por las portezuelas las llanuras devastadas y los caseríos incendiados. Ante las puertas de las casas que seguían en pie, soldados prusianos, con el casco negro con punta de cobre, fumaban en pipa, a horcajadas en unas sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formasen parte de las familias. Cuando se pasaba por una ciudad, se veían regimientos enteros maniobrando en las plazas, y, pese al traqueteo de las ruedas, llegaban a veces roncas voces de mando.

El señor Dubuis, que había pertenecido a la Guardia Nacional de París durante todo el asedio, iba a reunirse en Suiza con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al extranjero antes de la invasión.

El hambre y las fatigas no habían disminuido su abultado vientre de comerciante rico y pacífico. Había soportado los terribles acontecimientos con una desolada resignación y con amargas frases sobre el salvajismo de los hombres. Ahora que se dirigía a la frontera, acabada la guerra, veía por primera vez a los prusianos, aunque había cumplido su deber en las murallas y montado muchas guardias en las noches frías.

Miraba con irritado terror a aquellos hombres armados y barbudos instalados como en casa propia en la tierra de Francia, y sentía en el alma una especie de fiebre de impotente patriotismo al mismo tiempo que esa gran necesidad, que ese nuevo instinto de prudencia que ya no nos ha abandonado.


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Un Golpe de Estado

Guy de Maupassant


Cuento


París acababa de enterarse del desastre de Sedan. Se proclamaba la República. Francia entera jadeaba al comienzo de esa demencia que duró hasta después de la Comuna. Se jugaba a los soldados de una punta a otra del país.

Fabricantes de géneros de punto eran coroneles y desempeñaban cargos de generales; revólveres y puñales se desplegaban en torno a gruesos vientres pacíficos rodeados por cinturones rojos; pequeños burgueses convertidos en guerreros de ocasión mandaban batallones de voluntarios chillones y juraban como carreteros para adquirir empaque.

El mero hecho de manejar armas, de tener fusiles complicados, enloquecía a aquella gente que hasta entonces sólo había manejado balanzas, y la hacía, sin la menor razón, temible para el recién llegado. Ejecutaban a inocentes para probar que sabían matar; fusilaban, merodeando por las campiñas todavía vírgenes de prusianos, a los perros vagabundos, a las vacas que rumiaban en paz, a los caballos enfermos que pacían en los pastos.

Cada cual se creía llamado a desempeñar un gran papel militar. Los cafés de los más míseros villorios, llenos de comerciantes de uniforme, parecían cuarteles o ambulancias.

El pueblo de Canneville ignoraba aún las desquiciadas noticias del ejército y de la capital; pero una extremada agitación lo perturbaba desde hacía un mes, los partidos contrarios se encontraban frente a frente.

El alcalde, señor vizconde de Varnetot, un hombrecillo flaco, ya anciano, legitimista incorporado al Imperio hacía poco por ambición, había visto surgir un decidido adversario en el doctor Massarel, un gordo sanguíneo, jefe del partido republicano en el distrito, venerable de la lógica masónica de la cabeza de partido, presidente de la Sociedad de Agricultura y del cuerpo de bomberos, y organizador de la milicia rural que salvaría a la comarca.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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