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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 20-09-2016


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La Torre de las Ratas

Victor Hugo


Cuento


Desde que había empezado a anochecer, sólo tenía un pensamiento. Sabía que, antes de llegar a Bingen, un poco antes de la confluencia con el Nahe, encontraría un extraño edificio, una lúgubre morada ruinosa, de pie entre los juncos, en medio del río y entre dos altas montañas. Aquella morada ruinosa era la Maüsethurm.

Cuando era niño, por encima de mi cama tenía un pequeño cuadro rodeado de un marco negro que no sé qué criada alemana había colgado en la pared. Representaba una vieja torre aislada, enmohecida, destartalada, rodeada de aguas profundas y oscuras que la cubrían de vapores, y de montañas que la cubrían de sombras. El cielo por encima de aquella torre era sombrío y cubierto de nubes horrendas.

Por la noche, después de haber rezado a Dios y antes de dormirme, miraba siempre aquel cuadro. Lo volvía a ver en mis sueños y me parecía terrible. La torre aumentaba, el agua hervía, un relámpago caía de las nubes, el viento soplaba en las montañas y, por momentos, parecía lanzar clamores.

Un día le pregunté a la criada cómo se llamaba aquella torre. Santiguándose, me respondió que se llamaba la Maüsethurm. Y luego me contó una historia. Que en otros tiempos, en Maguncia, en su país, había habido un malvado arzobispo llamado Hatto, que era también abad de Fuld, sacerdote avaro, según ella, que «abría la mano más para bendecir que para dar». Que un mal año compró todo el trigo de las cosechas para revendérselo muy caro al pueblo, pues aquel cura quería ser muy rico. La hambruna fue tal que los campesinos morían de hambre en los pueblos del Rin. Que entonces el pueblo se reunió alrededor del burgo de Maguncia, llorando y solicitando pan. Que el arzobispo se lo negó.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Historia de Fantasmas

E.T.A. Hoffmann


Cuento


Cipriano se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre, siempre que su ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse ordenadamente, y recorrió la habitación de un extremo a otro.

Los amigos se sonrieron en silencio. Se podía leer en sus miradas: «¡Qué cosas tan fantásticas vamos a oír!» Cipriano se sentó y empezó así:

—Ya saben que hace algún tiempo, después de la última campaña, me hallaba en las posesiones del Coronel de P… El Coronel era un hombre alegre y jovial, así como su esposa era la tranquilidad y la ingenuidad en persona.

Mientras yo permanecía allí, el hijo se encontraba en la armada, de modo que la familia se componía del matrimonio, de dos hijas y de una francesa que desempeñaba el cargo de una especie de gobernanta, no obstante estar las jóvenes fuera de la edad de ser gobernadas. La mayor era tan alegre y tan viva que rayaba en el desenfreno, no carente de espíritu; pero apenas podía dar cinco pasos sin danzar tres contradanzas, así como en la conversación saltaba de un tema a otro, infatigable en su actividad. Yo mismo presencié cómo en el espacio de diez minutos hizo punto… leyó…, cantó…, bailó, y que en un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el campo de batalla y aún con lágrimas en los ojos prorrumpió en una sonora carcajada, cuando la francesa echó sin querer la dosis de rapé en el hocico del faldero, que al punto comenzó a estornudar, y la vieja a lamentarse: «Ah, che fatalità! Ah carino, poverino!» Acostumbraba a hablar al susodicho faldero sólo en italiano, pues era oriundo de Padua.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Némesis y el Vendedor de Caramelos

O. Henry


Cuento


—Zarpamos mañana por la mañana, a las ocho, en el Celtic —dijo Honoria, quitándose una hebra de su manga de encaje.

—Ya me lo han dicho —declaró el joven Ives, lanzando el sombrero al aire sin lograr volver a atraparlo—, y por eso he venido a desearte un feliz viaje.

—Supongo que te lo habrán dicho por ahí —dijo Honoria con gélida dulzura—, porque yo, desde luego, no he tenido ocasión de informarte personalmente.

Ives la miró suplicante, pero sin esperanza.

De la calle llegó una voz aguda que entonaba, no sin cierta musicalidad, una cancioncilla comercial:

—¡Carameeeelos! ¡Riquíííísimos caramelos recién hechos!

—Es nuestro viejo vendedor de caramelos —dijo Honoria, asomándose a la ventana y llamándolo por señas—. Quiero comprarle unos cuantos «besitos» de esos con verso. En las tiendas de Broadway no son ni la mitad de buenos.

El vendedor de caramelos detuvo el carrito frente a la vieja casa de Madison Avenue. Tenía un aire festivo infrecuente en los vendedores ambulantes. Llevaba una corbata nueva de color rojo vivo con un alfiler en forma de herradura casi de tamaño natural, que lanzaba engañosos destellos desde los pliegues de la tela. Su oscuro y tostado rostro se arrugaba formando una sonrisa medio estúpida. Unos puños rayados con gemelos en forma de cabeza de perro cubrían la piel morena de sus muñecas.

—Debe de estar a punto de casarse —dijo Honoria con tristeza—. Nunca lo había visto vestido así. Y hoy es la primera vez en muchos meses que se ha puesto a vocear la mercancía, estoy segura.

Ives lanzó una moneda a la acera. El vendedor de caramelos conoce bien a sus clientes. Llenó una bolsa de papel, subió la anticuada escalinata y se la entregó.

—Me acuerdo de cuando… —empezó Ives.

—Espera un momento —ordenó Honoria.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Primavera a la Carta

O. Henry


Cuento


Corrían los primeros días de la primavera.

Nunca jamás se debe comenzar un cuento de este modo, cuando se escribe. No hay apertura peor. Es seca, sin relieve, carente de imaginación y, según todas las probabilidades, sólo ha de contener viento. Pero en este caso resulta permisible. Pues el párrafo siguiente, que debería haber inaugurado la narración, es demasiado extravagante, descabellado y ridículo para que se lo lance a la cara del lector, sin preparación alguna.

Sara estaba llorando sobre el menú.

¡A quién se le ocurre! ¡Una neoyorquina derramando lágrimas sobre el menú!

Para explicar este hecho, se permitirá al lector pensar que se habían terminado las langostas, o que ella había hecho promesa de no comer helados durante la Cuaresma, o que acababa de pedir cebollas, o que terminaba de ver una película muy triste. Y luego, considerando que todas estas teorías son erróneas, se dignará el lector permitir que el relato continúe.

Cierto caballero afirmó una vez que el mundo era una ostra y que él la abriría con su espada; en realidad, acertó más de lo que merecía. No es difícil abrir una ostra con una espada. Pero ¿alguna vez se vio que alguien tratara de abrir a ese terrestre molusco utilizando una máquina de escribir? ¿Querría esperar a que abran una docena con tal sistema?

Sara había logrado apartar las valvas con esa incómoda arma, lo bastante como para mordisquear un poquito el frío mundo interior. Sabía tan poca estenografía como una recién graduada de la escuela de comercio.

Por lo tanto, incapaz de taquigrafiar, no podía ingresar a la brillante galaxia de los talentos oficinescos. Trabajaba como mecanógrafa independiente, haciendo copias para quien se lo pidiera.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

En una Estación de Ferrocarril

Lafcadio Hearn


Cuento


Séptimo día del sexto mes veintiséis de Meiji

Ayer un telegrama de Fukuoka anunció que un desesperado criminal capturado allí sería traído hoy a Kumamoto para su juicio, en el tren pasado el mediodía. Un policía de Kumamoto había ido a Fukuoka para hacerse cargo del prisionero.

Cuatro años antes un fuerte ladrón había ingresado a algunas casas por la noche en la Calle de los Luchadores, aterrorizando y atando a los ocupantes, llevándose una cantidad de cosas valiosas. Rastreado hábilmente por la policía, fue capturado dentro de las veinticuatro horas, aún antes de que pudiera disponer de su botín. Pero cuando fue llevado a la estación de policía rompió sus ataduras, le arrebató la espada a su captor, lo mató y escapó. No se había oído nada más de él hasta la semana pasada.

Entonces sucedió que un detective de Kumamoto, que se encontraba visitando la prisión de Fukuoka, vio entre los trabajadores una cara que había estado grabada durante cuatro años en su cerebro.

—¿Quién es ese hombre? —le preguntó al guardia.

—Un ladrón —fue la respuesta— registrado aquí como Kusabe.

El detective se acercó al prisionero y dijo:

—Tu nombre no es Kusabe. Nomura Teiichi, se te reclama en Kumamoto por asesinato.

El criminal confesó todo.

Fui con una gran horda de gente a ver la llegada a la estación. Esperaba escuchar y ver ira, temí aún que hubiera violencia. El oficial asesinado había sido muy querido; sus parientes ciertamente estarían entre los espectadores, y una multitud de Kumamoto no es muy amable. También pensé que encontraría muchos policías en servicio. Mis presentimientos estaban errados.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Culpa Ajena

Aleksandr Grin


Cuento


1

La carretera del bosque que une la orilla del río Ruanta con el grupo de lagos entre Concaíb y Ajuan—Scap, construida con el esfuerzo de toda una generación, es, como todas las carreteras de este tipo, tacaña para las perspectivas rectas y más cómoda para las aves que para las personas que la usan muy de vez en cuando. El cartero, un hombre de unos treinta y cinco años, casado y bien formado, cabalgaba por esta carretera una mañana, pero se encontró con un obstáculo inesperado.

Su caballo ensillado caminaba tranquilo por el camino bañado por el sol, arrancando con sus labios las hojas de acacia silvestre. La cola del animal se movía constantemente de un muslo a otro, espantando las moscas, las cuales ya habían estudiado perfectamente el ritmo de este movimiento: levantaban el vuelo y se posaban sin ningún peligro. El sol descansaba en la espesura del bosque. Reinaba el silencio ardiente de las hojas inmóviles sumergidas en el calor del mediodía.

En el camino, boca abajo, como si observara por debajo del brazo la vida del bosque, yacía el cadáver de un hombre, con una rotura difícil de notar en el paño de la chaqueta en su espalda. El revólver se había caído de los dedos abiertos de su mano derecha. La gorra plana, con su visera recta de lona, estaba delante de la cabeza con la parte hueca hacia arriba; un escarabajo la cruzaba.

Encima del cadáver había una nube de moscas atraídas por el olor a carne cruda que salía de debajo de este denso, pesado cuerpo, donde la tierra todavía estaba húmeda y pegajosa.

Al lado de la montura, con cada paso del caballo, se sacudía la tapa abierta de la bolsa, de donde, deslizándose uno sobre otro y dando vueltas sobre el borde de cuero, caían los sobres cerrados. Los cascos los pisaban de vez en cuando y los convertían en unas rosetas deformes.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre Lobo

María de Francia


Cuento


Puesto que he decidido contar lais, no quiero olvidarme de El hombre—lobo. Bisclavret es el nombre en bretón; los normandos lo llaman Garwaf (Garou). Se podía oír hace tiempo e incluso con frecuencia ocurría, que ciertos hombres se convertían en lobos y habitaban en los bosques. El hombre—lobo es bestia salvaje. Mientras está rabioso, devora hombres, produce grandes daños yendo y viniendo por la espesura. Pero dejemos este asunto. Os quiero hablar de uno de ellos en concreto.

Vivía en Bretaña un barón. De él he oído grandes alabanzas. Era bello y buen caballero, y se conducía noblemente. Era muy amigo de su señor y todos sus vecinos lo querían. Se había casado con una mujer de elevada alcurnia y agradable semblante. Él la amaba y ella le correspondía. Una cosa, no obstante, molestaba a la dama, y es que cada semana perdía a su esposo durante tres días enteros, sin saber qué le acontecía ni adónde iba. Ninguno de los suyos sabía nada tampoco.

En cierta ocasión en que volvía a su casa, alegre y contento, ella le ha interrogado:

—Señor, —le ha dicho—, hermoso y dulce amigo, desearía preguntaros una cosa, si me atreviera a ello, pero temo vuestra ira. ¡No hay cosa que más tema en el mundo!

Cuando él la hubo oído, la abrazó, la atrajo hacia sí y la besó.

—Señora, —dijo—, preguntad. No hay pregunta a la que yo no quiera responderos, si sé hacerlo.

Respondió ella:

—Por mi fe, ¡estoy salvada! ¡Señor, tengo tanto miedo los días en que os separáis de mí! Siento gran dolor en el corazón y tan gran temor de perderos que si no obtengo consuelo de inmediato, creo que voy a morir pronto. Decidme adónde vais, dónde os halláis, dónde permanecéis. A mi parecer, tenéis otro amor y, si es así, cometéis grave falta.

—Señora, por Dios, gran mal me vendría si os lo digo, pues os alejaría de mi amor y yo mismo me perdería.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diario de un Loco

Nikolái Gógol


Cuento


3 de octubre

Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: “Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número. ¡Habrase visto!…”

¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Dos Amantes

María de Francia


Cuento


Sucedió antaño en Normandía una aventura muy famosa de dos jóvenes que se amaron y murieron víctimas de su amor. Los bretones los recordaron en un lai que tuvo por título Los dos amantes.

Fuera de toda duda está que en Neustria, que nosotros llamamos Normandía, hay una montaña maravillosamente alta. En su cumbre yacen los dos jóvenes. En un lugar al pie de esta montaña, un rey, señor de los pitrenses, tras haber reflexionado y con muy buen acuerdo, hizo construir una ciudad. Tomó ésta el nombre de Pitres, en recuerdo de sus pobladores, y ese nombre se ha conservado hasta hoy; aún existen la ciudad y las casas. Bien conocemos la comarca que se llama Valle de Pitres.

El rey tenía una bella hija, doncella muy cortés. No tenía más hijo ni hija. Fue pretendida por nobles caballeros, que mucho hubieran dado por conseguirla. Pero el rey no quería entregarla, pues no podía vivir sin ella ni prescindir de su compañía: día y noche estaba a su lado. La pequeña le consolaba de la pérdida de la reina. Muchos le criticaban por ello; hasta los suyos se lo censuraban.

Cuando el rumor adverso se generalizó, al rey le pesó mucho, y sintió gran tristeza. Comenzó entonces a pensar en cómo podría salir airoso del trance sin entregar a su hija. Para ello, hizo público en todas partes que quien pretendiese desposarla habría de cumplir un requisito: era decisión inquebrantable del monarca que debería llevarla en brazos hasta la cumbre del monte cercano a la ciudad, sin pararse a tomar aliento.

Cuando la nueva fue conocida y difundida por la comarca, muchísimos lo intentaron y no obtuvieron nada a cambio. Alguno hubo que, en su esfuerzo, alcanzó a subirla hasta la mitad del monte, pero no podían llegar más lejos; les era imposible continuar con su preciosa carga entre los brazos. Largo tiempo permaneció así la doncella, sin que nadie intentase solicitarla.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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