Textos más cortos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 20 de octubre de 2016

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 20-10-2016


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Agudeza Gascona

Marqués de Sade


Cuento


Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gratificación de ciento cincuenta doblones y, recibo en mano, entra sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros.

—Señores, ¿cuál de vosotros —pregunta con un acento que delataba su patria—, quién, os lo ruego, es el señor Colbert?

—Yo, señor —le responde el ministro—. ¿En qué puedo serviros?

—Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una gratificación de ciento cincuenta doblones que es preciso que me descontéis en seguida.

El señor Colbert, que se da perfecta cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pide permiso para acabar de cenar y, para que no se impaciente, le ruega que se siente a la mesa con él.

—Con mucho gusto —contestó el gascón—, excelente idea, pues no he cenado todavía.

Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiempo de prevenir al encargado mayor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el gascón sube… pero no le entregan más que cien doblones.

—¿Queréis bromear, señor? —dice al funcionario—. ¿O no veis que mi orden dice ciento cincuenta?

—Señor —le contesta el escribiente—, veo perfectamente vuestra orden, pero os descuento cincuenta doblones por la cena.

—¡Pardiez, cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez sueldos!

—Os creo, pero allí no tenéis el honor de cenar con un ministro.

—Perfectamente —replica el gascón—, en ese caso, señor, guardároslo todo; mañana traeré a uno de mis amigos y estamos en paz.

La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del gascón, que regresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Antonia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Íbamos a menudo a casa de la Duthé: allí hablábamos
de moral y otras veces hacíamos cosas peores.
—El Príncipe de Ligne

Antonia vertió agua helada en un vaso y puso en él su ramo de violetas de Parma:

—¡Adiós a las botellas de vino de España! —dijo.

E, inclinándose hacia un candelabro, encendió, sonriendo, un papelito liado con una pizca de phëresli; este movimiento hizo brillar sus cabellos, negros como el carbón.

Toda la noche habíamos estado bebiendo jerez. Por la ventana, abierta sobre los jardines de la villa, oíamos el rumor de las hojas.

Nuestros bigotes estaban perfumados con sándalo, y, también, Antonia nos dejaba coger las rosas rojas de sus labios con un encanto a la vez tan sincero que no despertaba ningún tipo de celos. Alegre, se contemplaba luego en los espejos de la sala; cuando se volvía hacia nosotros, con aires de Cleopatra, era para verse en nuestros ojos.

En su joven seno había un medallón de oro mate, con sus iniciales en pedrería, sujeto con una cinta de terciopelo negro.

—¿Símbolo de luto? Ya no lo amas.

Y como la abrazaran, ella dijo:

—¡Vean!

Separó con sus finas uñas el cierre de la misteriosa joya: el medallón se abrió. Allí dormía una sombría flor de amor, un pensamiento, artísticamente trenzado con cabellos negros.

—¡Antonia!… según esto, ¿tu amante debe ser algún joven salvaje encadenado por tus malicias?

—¡Un cándido no daría, tan ingenuamente, semejantes muestras de ternura!

—¡No está bien mostrarlo en momentos de placer!

Antonia estalló en una carcajada tan primorosa, tan gozosa, que tuvo que beber, precipitadamente, entre sus violetas, para no ahogarse.

—¿No es necesario tener cabellos en un medallón?… ¿cómo testimonio?… —dijo ella.

—¡Naturalmente! ¡Sin duda!


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Discurso Provenzal

Marqués de Sade


Cuento


Durante el reinado de Luis XIV, como es bien sabido, se presentó en Francia un embajador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas las naciones para que pudieran admirar su grandeza y transmitieran a sus respectivos países algún que otro destello de la deslumbrante gloria con que resplandecía hasta los confines de la tierra. A su paso por Marsella, el embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no quedarse a la zaga de una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justificación. Por consiguiente, de todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador no habría entendido ni una palabra; este inconveniente les paralizó durante mucho tiempo. El tribunal se reunió para deliberar: para eso no necesitan demasiado, el juicio de unos campesinos, un alboroto en el teatro o algún asunto de prostitutas sobre todo; tales son los temas importantes para esos ociosos magistrados desde que ya no pueden arrasar la provincia a sangre y fuego y anegarla, como en el reinado de Francisco I, con los torrentes de sangre de las desdichadas poblaciones que la habitan.


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Alain el Gentil: Soldado

Marcel Schwob


Cuento


Sirvió al rey Carlos VII desde la edad de doce años, como arquero, después de que gente de guerra se lo llevara consigo del llano país de Normandía. Y se lo llevaron de esta manera. Mientras se incendiaba las granjas, se desollaba las piernas de los labradores a cuchillazos y se volteaba a las muchachas en catres de tijera, desvencijados, el pequeño Alain se había acurrucado en una vieja pipa de vino desfondada a la entrada del lagar. La gente de guerra volcó la pipa y encontró un muchachito. Se lo llevaron con sólo su camisa y su atrevido brial. El capitán hizo que le dieran un pequeño jubón de cuero y un viejo capuchón que provenía de la batalla de Saint Jacques. Perrin Godin le enseñó a tirar con el arco y a clavar con limpieza su saeta en el blanco. Pasó de Bordeaux a Angouléme y del Poitou a Bourges, vio Saint Pourcaín, donde estaba el rey, franqueó los lindes de Lorraine, visitó a Toul, volvió a Picardie, entró en Flandres, atravesó Saint Quentin, dobló hacia Normandie, y durante veintitrés años recorrió Francia en compañía armada, tiempo en el cual conoció al inglés Jehan Poule—Cras, por quien supo cuál era la manera de jurar por Godon, a Chiquerello el Lombardo, quien le enseñó a curar el fuego de San Antonio y a la joven Ydre de Laon, de quien aprendió cómo debía bajarse las bragas.


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Blandine y Pointu

Jules Renard


Cuento


—¿Qué edad tiene usted, Blandine?

—Treinta y siete años, señor. No soy de la última nidada de agosto.

—¿Dónde nació usted?

—En Lormes, en la Nièvre.

—¿Pasó allí la infancia?

—Sí, señor. Primero guardé ocas. Luego guardé ovejas. Más tarde guardé vacas. Después una prima mía me colocó como criada en París. Tuve más de veinte patrones antes que usted. El señor Rollin no me pagaba. Si es cierto que hay malos criados, también hay malos patrones.

—¿Dónde están sus informes?

—Los tiro. De no hacerlo, tendría montones de esos papeles sucios que no sirven para nada. Sólo guardo mi partida de nacimiento y mi libreta de ahorros.

—¿Cuánto tiene en la Caja de ahorros?

—Novecientos francos, señor.

—¡Caray! Es usted más rica que yo. ¿Ha vuelto usted con frecuencia al pueblo?

—Una vez, señor.

—¿A casa de sus padres?

—No, señor. Mi madre murió al nacer yo.

—¿Y su padre?

—Mi padre debe estar muerto también.

—¡Cómo debe estar muerto también! ¿No lo sabe?

—Me temo que así sea. Cuando fui estaba ya muy viejo y muy enfermo. Debe estar muerto. Sí, seguramente está muerto.

—¿No le escribe usted nunca?

—Me molesta escribir a través de extraños.

—¿Y nadie le envía noticias del pueblo?

—Nadie tiene mi dirección. Como cambio con frecuencia de patrón…

—¿Tiene hermanos y hermanas?

—Tengo un hermano mayor y un montón de medio hermanos y medio hermanas, cinco o seis, hijos de la segunda esposa de mi padre. Todos trabajan en las granjas de los pueblos vecinos. Son aún más palurdos que yo y no han visto nunca el sol.

—¿Y no se preocupan por usted?

—No me conocen. Fue mi tío el que me crió.

—¿Y su tío se ocupa de usted?


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Crates: Cínico

Marcel Schwob


Cuento


Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y además conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que fue a ver una tragedia de Eurípides se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido de harapos y con una cesta en la mano.

Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que distribuiría los doscientos talentos de su herencia a quien los quisiera, y que en adelante le bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos se echaron a reír y se agolparon frente a su casa. Sin embargo, Crates se reía más que ellos. Arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela, unas alforjas y se fue. Llegó a Atenas y anduvo al azar por las calles, y a ratos descansaba apoyado en las murallas, entre los excrementos. Practicó todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates opinaba que el hombre no es un caracol ni un paguro. Se quedó completamente desnudo entre las basuras y recogía cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar sus alforjas. Decía que sus alforjas eran una ciudad vasta y opulenta donde no había parásitos ni cortesanas, y que producía en cantidades suficientes, tomillo, ajo, higos y pan, que satisfacían a su rey. Así Crates llevaba su patria a cuestas, que lo alimentaba.

No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse, y tampoco le daba por insultar a los reyes.


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Aventura Incomprensible Pero Atestiguada por Toda una Provincia

Marqués de Sade


Cuento


Todavía no hace cien años, en varios lugares de Francia perduraba aún la absurda creencia de que, entregando el alma al diablo, con ciertas ceremonias tan crueles como fanáticas, se conseguía de ese espíritu infernal todo lo que se deseara, y no ha pasado un siglo desde que la aventura que, relacionada con esto, vamos a narrar, tuvo lugar en una de nuestras provincias meridionales, donde todavía está atestiguada hoy en día por los registros de dos ciudades y respaldada por testimonios muy apropiados para convencer a los incrédulos. El lector puede creerla o no, hablamos solamente después de haberla verificado; por supuesto no le garantizamos el hecho, pero le certificamos que más de cien mil almas lo creyeron y que más de cincuenta mil pueden corroborar en nuestros días la autenticidad con que está consignada en registros solventes. Nos dará permiso para disfrazar la provincia y los nombres.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Final de Verano

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades —hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño— se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos —«clases de Buenas Maneras»— suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos.


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Amigas de Pensionado

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint.

Allí —aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios—, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.

De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.

Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada.


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Birouk

Iván Turguéniev


Cuento


Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho en seguida sofocado.

Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.

Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los sauces se removían susurrantes.

El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.

Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado, cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el bosque.

El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.

Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros carros.

La yegua empezó a sentir miedo.

Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el firmamento y le siguió el estampido de un trueno.

La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.

Me guarecí en el follaje.

Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.

Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.

—¿Quién eres? —me preguntó con voz atronadora.

—¿Y tú?

—Soy el guardabosque.

Y cuando me hube identificado:

—¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa —dijo.

—¿Oyes la tormenta?

—Es tremenda —respondió la voz.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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