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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 22-10-2016


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La Flor del Castaño

Marqués de Sade


Cuento


Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.

Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.

—¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor —dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía—. ¿Lo oléis, mamá…? Es un olor que conozco.

—Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.

—¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.

—Pero, señorita…

—Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.

—Señorita —responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz—, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño…

—¿Que la flor del castaño…?

—Pues bien, señorita, que huele como cuando se j…


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mojigata

Marqués de Sade


Cuento


El señor de Sernenval, que rondaba los cuarenta años de edad, contaba con unas doce o quince mil libras de renta que gastaba con toda tranquilidad en París, y no ejercía ya la carrera de comercio que antaño había estudiado con miras a conseguir un cargo de regidor. Hacía algunos años había contraído matrimonio con la hija de uno de sus antiguos colegas, cuando ella tenía unos veinticuatro años. No había otra mujer con tanta frescura, con tanta lozanía y tan rellenita como la señora de Sernenval. Aunque no tuviera el físico de las Gracias, resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor, y aunque su apariencia no fuera precisamente el de una reina, emanaba de ella tanta voluptuosidad, con esos ojos tan amorosos y lánguidos, esa boca tan hermosa, esos senos tan redonditos y firmes, que era una de las mujeres más atrayentes de París.

Sin embargo, la señora de Sernenval, tan atractiva como era, adolecía de un defecto insoportable: una infinita mojigatería, una beatería irritante y una actitud tan ridículamente pudorosa que raramente su marido podía convencerla para que se dejara ver en público en su compañía. Tampoco era frecuente que accediera a pasar la noche con él, y cuando se dignaba a otorgarle este placer, lo hacía siempre con el máximo recato, vestida con un horrible camisón del que no se despojaba jamás. Únicamente le permitía la entrada a través de una abertura realizada artísticamente, a tal efecto, en el pórtico del Himeneo, y siempre con la condición de que no intentara ningún otro contacto ni tocamiento deshonesto.

Él respetaba con resignación los pudorosos límites que ella le imponía para evitar que montara en cólera, y por miedo a perder el favor de su mujer, a la que adoraba, aunque tanta mojigatería le resultaba ridícula; por eso, de vez en cuando, intentaba sermonearla.


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La Salvaje

Marcel Schwob


Cuento


El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra. Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: «¡Uuu!».

Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía observarla desde lejos.

Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.


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La Esfinge Sin Secreto

Oscar Wilde


Cuento


Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.

—No comprendo suficientemente bien a las mujeres —respondió.

—Mi querido Gerald —dije—, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.

—Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar —replicó.

—Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald —exclamé—; ¿de qué se trata?

—Vamos a dar una vuelta en coche —contestó—, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color… Mira, aquel verde oscuro servirá.

Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.

—¿Dónde vamos? —quise saber.

—¡Oh, donde tú quieras! —repuso—. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer que Comía Poco

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un matrimonio en el que el marido era pastor de un rebaño de cabras. El pobre hombre se dirigía todos los lunes a la montaña y no regresaba a casa hasta el sábado. Estaba delgado, delgado como un junco. Y su mujer estaba gorda, gorda como una vaca. Cuando el marido estaba presente, la mujer no comía casi nada; se quejaba de dolores de estómago y decía que no tenía realmente apetito. Su marido se sorprendía:

—Mi mujer no come nada pero está muy gorda; es muy extraño.

Se lo comentó a otro pastor que le dijo:

—El lunes, en lugar de subir a la montaña, escóndete en la casa y verás si tu mujer come o no.

Llegó el lunes; el pastor se echó el zurrón al hombro y le dijo a su esposa:

—Hasta el sábado. Cuídate. No enfermes por no comer.

Ella le contestó:

—Mi pobre marido, no tengo apetito. Sólo de pensar en comer me dan náuseas. Estoy gorda porque así es mi naturaleza.

El pastor salió en dirección a la montaña pero, a mitad de camino, se dio media vuelta y, sin que lo viera su mujer, entró en su casa y se escondió detrás de la cocina. Desde ese punto de observación, la vio comerse una gallina con arroz. A lo largo de la tarde se comió una tortilla con salchichón. Cuando llegó la noche, el pastor salió de su escondite, entró en la cocina y le dijo a la glotona:

—¡Hola, buenas!

—Pero, ¿por qué has vuelto? —le preguntó ella.

—Había tanta niebla en la montaña que he temido perderme. Además llovía y caían gruesos granizos.

Ella le dijo entonces:

—Deja tu zurrón y siéntate; voy a servirte la cena.

Y colocó sobre la mesa una escudilla de leche y unas gachas de maíz. El pastor le dijo:

—¿Tú no comes?

—¿Cómo? ¡En el estado en que me encuentro! Tienes suerte de tener apetito. Pero dime, ¿cómo es posible que no estés mojado si llovía y granizaba tanto en la montaña?


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Piel de Naranja

Oscar Wilde


Cuento


I

Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.

En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.

Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.

Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa—Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa—Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.

Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.

Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.

Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Cerezas

Alfred de Musset


Cuento


Un día, mientras Jesús y san Pedro caminaban por el mundo, se sintieron muy cansados. Hacía un calor canicular, pero a lo largo del trayecto no encontraron ni a un alma caritativa que les ofreciera un vaso de agua, ni algún pequeño riachuelo que les procurara un hilillo de agua. Iban caminando algo desanimados cuando Jesús, que iba delante, vio en el suelo una herradura; se volvió a su discípulo y le dijo:

—Pedro, recoge esa herradura y guárdala.

Pero san Pedro, que tenía un humor de perros, le respondió:

—Ese trozo de hierro no merece el esfuerzo de bajarse a recogerlo. Dejémoslo ahí, Señor.

Como de costumbre, Jesús no hizo ningún comentario; se contentó con bajarse, recoger la herradura e introducirla en su bolsillo. Y se pusieron de nuevo en camino, mudos y silenciosos.

Al cabo de algún tiempo encontraron a un herrador que iba en dirección contraria. Durante la parada que hicieron juntos, Jesús entabló conversación con él y en el momento de separarse, Jesús le vendió la herradura que había encontrado.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Dama de Espadas

Aleksandr Pushkin


Cuento


I

Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.

—¿Qué has hecho, Surin? —preguntó el amo de la casa.

—Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!

—¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?… Me asombra tu firmeza…

—¡Pues ahí tenéis a Guermann! —dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros—. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!

—Me atrae mucho el juego —dijo Guermann—, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.

—Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! —observó Tomski—. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.

—¿Cómo?, ¿quién? —exclamaron los contertulios.

—¡No me entra en la cabeza —prosiguió Tomski—, cómo puede ser que mi abuela no juegue!

—¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? —dijo Narúmov.

—¿Pero no sabéis nada de ella?

—¡No! ¡De verdad, nada!

—¿No? Pues, escuchad:


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La Perla de Toledo

Prosper Mérimée


Cuento


¿Quién me dirá si el Sol es más bello en el amanecer que en el ocaso? ¿Quién me dirá del olivo y el almendro cuál es el más bello árbol? ¿Quién me dirá entre el valenciano y el andaluz cuál es el más bravo? ¿Quién me dirá cuál es la más bella de las mujeres?

—Yo le diré cuál es la más bella de las mujeres: es Aurora de Vargas, la Perla de Toledo.

El Negro Tuzani ha pedido su lanza, ha pedido su escudo: su lanza la coge con la mano derecha; su escudo pende de su codo. Desciende a su caballeriza y considera a sus cuarenta jumentos, uno detrás de otro. Dice:

—Berja es la más vigorosa: sobre su larga grupa traeré a la Perla de Toledo o, por Alá, Córdoba no volverá a verme jamás.

Parte, cabalga, llega a Toledo, y encuentra a un anciano cerca de Zacatín.

—Anciano de la barba blanca, lleva esta carta a don Guttiere, a don Guttiere de Saldaña. Si es hombre vendrá a combatir contra mí cerca de la fuente de Almami. La Perla de Toledo debe pertenecer a uno de nosotros.

Y el anciano ha tomado la carta, la ha tomado y la ha llevado al conde de Saldaña cuando jugaba al ajedrez con la Perla de Toledo. El Conde ha leído la carta, ha leído el desafío, y con su mano ha golpeado la mesa tan fuerte que todas las piezas se han tumbado. Y se levanta y pide su lanza y su buen caballo; y la Perla también se ha levantado toda temblorosa, pues ha comprendido que él iba a un duelo.

—Señor Guttiere, don Guttiere Saldaña, quédese, se lo ruego, y juegue otra vez conmigo.

—No jugaré más al ajedrez; quiero jugar el juego de las lanzas en la fuente de Almami.

Y los lloros de Aurora no pudieron pararlo, pues nada para a un caballero que acude a un duelo. Entonces la Perla de Toledo toma su manto, monta sobre su mula y se dirige a la fuente de Almami.


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La Señorita Brill

Katherine Mansfield


Cuento


Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja —no se sabía de dónde, tal vez del cielo—. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo…! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario… ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste —no, no era exactamente triste— algo delicado parecía moverse en su pecho.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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