Textos más vistos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 23 de octubre de 2016 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 23-10-2016


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Sylvabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Victor Mauroy

Hermosa como la noche y como ella insegura…
—Alfred de Vigny

En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.

El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.

¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.

Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo —todas las ventanas estaban apagadas— debía dormir.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Esqueleto

Marcel Schwob


Cuento


Pernocté una vez en una casa encantada. No me atrevo demasiado a contar la historia porque estoy persuadido de que nadie la creerá. Sin duda alguna aquella casa estaba encantada, pero en ella nada sucedía como en otras casas encantadas. No se trataba de un castillo semiderruido encaramado sobre una colina boscosa, al borde de un precipicio lóbrego. No había sido abandonada desde hacía muchos siglos. Su último propietario no había fallecido de muerte misteriosa. Los campesinos no se santiguaban con pavor al pasar por delante de ella. Ninguna luz blanquecina aparecía en sus ventanas cuando la torre del pueblo daba las doce de la noche. Los árboles del parque no eran tejos y los niños asustadizos no iban a acechar a través de los setos formas blancas al anochecer. No llegué a una hospedería donde todas las habitaciones estaban ocupadas. El hospedero no se rascó prolongadamente la cabeza, con una vela en la mano, ni terminó por proponerme, algo dubitativo, preparar para mí una cama en la sala inferior del torreón. Ni añadió con rostro horrorizado que de todos los viajeros que habían dormido allí, ninguno había vuelto para contar su espeluznante fin. No me habló de los ruidos diabólicos que se escuchaban por la noche en la vieja casa solariega. No experimenté ningún sentimiento íntimo de valor que me impulsara a intentar la aventura. No tuve la ingeniosa idea de proveerme de un par de teas y de un arma de chispa; tampoco adopté la firme resolución de velar hasta medianoche leyendo un volumen suelto de Swedenborg, ni sentí a las doce menos tres minutos que un sueño profundo se abatía sobre mis párpados.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Modelo de Agricultor

Jules Renard


Cuento


El combate parecía terminado, cuando una última bala —una bala perdida— vino a dar en la pierna derecha de Fabricio. Éste hubo de regresar a su país con una pata de palo.

Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente las baldosas, que se le podría haber tomado por un sacristán de catedral.

Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que ya nada bueno podía esperar.

Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil.

Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne, siente alguna debilidad por la de madera.

Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo solo.

Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección.

Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas.

Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada paso, abre un hoyo. Él sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. Él las recubre con ayuda del pie izquierdo y sigue adelante.

Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Una Víctima de la Publicidad

Émile Zola


Cuento


Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.

Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.

Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vera

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa d’Osmoy:

“La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.”

La fisiología moderna

El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites.

Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint-Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.

Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.

En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vida de Ma Parker

Katherine Mansfield


Cuento


Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:

—Ayer lo enterramos, señor.

—¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento —dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:

—Espero que el entierro fuese bien.

—¿Cómo dice, señor? —dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.

¡Pobre mujer! Estaba acabada.

—Que espero que el entierro fuese bien… —repitió.

Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.

—Supongo que está abatida —dijo en voz alta, tomandoun poco de mermelada.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Visión de Carlos XI

Prosper Mérimée


Cuento


La gente se burla de las visiones y de las apariciones sobrenaturales. Sin embargo, algunas cuentan con tal cantidad de testimonios a su favor, que el que se niegue a creerlas se verá obligado, para mostrarse consecuente, a rechazar de plano todos los testimonios históricos.

Lo que garantiza la autenticidad del hecho que voy a relatar es el sumario de una causa avalado por las firmas de cuatro testigos dignos de crédito. Añadiré que la predicción contenida en este sumario era conocida y citada mucho antes que unos acontecimientos recientemente ocurridos le hayan dado, como parece, cumplimiento.

Carlos XI, padre del famoso Carlos XII, fue uno de los monarcas más despóticos y sagaces que ha tenido Suecia. Restringió los monstruosos poderes de la nobleza, abolió el poder del Senado y dictó leyes emanadas de su propia autoridad; en una palabra, cambió la Constitución del país, que antes de su ascensión al trono era oligárquica, y obligó a los Estados a confiarle la autoridad absoluta. Era, por otra parte, un hombre inteligente, valeroso, muy adicto a la religión luterana, de un carácter inflexible, frío, práctico y enteramente desprovisto de imaginación.

Acababa de perder a su esposa Ulrique Eléonore. Aunque se dice que la dureza con que trataba a la princesa provocó su temprana muerte, la apreciaba, y su fallecimiento le afectó mucho más de lo que podía esperarse de un corazón tan seco como el suyo. A partir de aquel acontecimiento, se mostró más sombrío y taciturno que nunca, y se entregó al trabajo con un encarnizamiento que revelaba una imperiosa necesidad de apartar de su mente las ideas penosas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vox Populi

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.

Sentado ante la verja de Notre—Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, —rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra—, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.

¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.

Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.

Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:

—¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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