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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 23-10-2016


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Una Jaula de Fieras

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana, un león y una hiena del Jardin des Plantes lograron abrir la puerta de su jaula cerrada con negligencia. La mañana era blanca y un claro sol lucía alegremente al borde del cielo pálido. Bajo los grandes castaños había un frescor penetrante, el tibio frescor de la incipiente primavera. Los dos honrados animales, que acababan de desayunar copiosamente, se pasearon lentamente por el Jardin, deteniéndose de vez en cuando para lamerse y gozar como buenos chicos de la suavidad de la mañana. Se encontraron al final de un paseo y, después de los saludos de rigor, se pusieron a caminar juntos charlando amigablemente. El Jardin no tardó en resultarles aburrido y en parecerles demasiado pequeño. Entonces se preguntaron a qué otras distracciones podían consagrar su jornada.

—¡Caray! —dijo el león—. Me apetece satisfacer un capricho que tengo desde hace mucho tiempo. Hace años que los hombres vienen como imbéciles a mirarme a mi jaula y yo me he prometido aprovechar la primera ocasión que se me presentara para ir a mirarlos a ellos a la suya, aunque tenga que parecer tan idiota como ellos… Le propongo dar un paseo hasta la jaula de los hombres.

En ese momento, París, que se estaba despertando, se puso a rugir con tal intensidad que la hiena se detuvo escuchando con inquietud. El clamor de la ciudad se elevaba, sordo y amenazante; y ese clamor, formado por el ruido de los coches, los gritos de la calle, por nuestros sollozos y nuestras risas, parecían alaridos de furor y estertores de agonía.

—¡Dios Santo! —susurró la hiena— no hay duda de que se están degollando en su jaula. ¿Oye usted qué airados están y cómo lloran?

—Es cierto que hacen un jaleo horroroso; es posible que los esté atormentando algún domador —contestó el león.

El ruido se incrementaba y la hiena empezaba a tener miedo.

—¿Cree usted que es prudente entrar ahí? —preguntó.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Esqueleto

Marcel Schwob


Cuento


Pernocté una vez en una casa encantada. No me atrevo demasiado a contar la historia porque estoy persuadido de que nadie la creerá. Sin duda alguna aquella casa estaba encantada, pero en ella nada sucedía como en otras casas encantadas. No se trataba de un castillo semiderruido encaramado sobre una colina boscosa, al borde de un precipicio lóbrego. No había sido abandonada desde hacía muchos siglos. Su último propietario no había fallecido de muerte misteriosa. Los campesinos no se santiguaban con pavor al pasar por delante de ella. Ninguna luz blanquecina aparecía en sus ventanas cuando la torre del pueblo daba las doce de la noche. Los árboles del parque no eran tejos y los niños asustadizos no iban a acechar a través de los setos formas blancas al anochecer. No llegué a una hospedería donde todas las habitaciones estaban ocupadas. El hospedero no se rascó prolongadamente la cabeza, con una vela en la mano, ni terminó por proponerme, algo dubitativo, preparar para mí una cama en la sala inferior del torreón. Ni añadió con rostro horrorizado que de todos los viajeros que habían dormido allí, ninguno había vuelto para contar su espeluznante fin. No me habló de los ruidos diabólicos que se escuchaban por la noche en la vieja casa solariega. No experimenté ningún sentimiento íntimo de valor que me impulsara a intentar la aventura. No tuve la ingeniosa idea de proveerme de un par de teas y de un arma de chispa; tampoco adopté la firme resolución de velar hasta medianoche leyendo un volumen suelto de Swedenborg, ni sentí a las doce menos tres minutos que un sueño profundo se abatía sobre mis párpados.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Sopla el Viento

Katherine Mansfield


Cuento


Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

—¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Simplicio

Émile Zola


Cuento


I

Había en otros tiempos —no olvides, Ninón, que yo debo este relato a un viejo pastor—, había en otros tiempos, en una isla que más tarde el mar devoró, un rey y una reina que tenían un hijo. El rey era un gran rey: su copa era la mayor del reino, su espada la más larga, bebía y mataba soberanamente. La reina era una hermosa reina: se ponía tanto maquillaje que apenas representaba cuarenta años. El hijo era tonto.

Pero tonto por completo, según decían las personas importantes del reino. A los dieciséis años acompañó a la guerra a su padre, el rey, que intentaba acabar con una nación vecina que le había hecho el agravio de poseer un territorio que él ambicionaba. Simplicio se comportó como un imbécil, pues salvó de la muerte a dos docenas de mujeres y a tres docenas y media de niños; lloró tantas veces como sablazos propinó su mano, y, además, la contemplación del campo de batalla, cubierto de sangre y sembrado de cadáveres, le causó tal impresión, inspiró tal compasión a su alma, que no comió en tres días. Como ves, Ninón, era un tonto en toda la extensión de la palabra.

A los diecisiete años asistió a un banquete ofrecido por su padre a todos los gastrónomos del reino, y cometió en él todo tipo de bobadas. Se contentó con tomar unos cuantos bocados, hablar poco y no jurar nunca. Su copa de vino estuvo a punto de permanecer llena durante toda la comida; y el rey, deseoso de salvaguardar la dignidad de su familia, se vio obligado a vaciarla, de vez en cuando, a escondidas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Sueño

Iván Turguéniev


Cuento


I

Yo vivía entonces con mi madre en una pequeña ciudad del litoral. Había cumplido diecisiete años y mi madre no llegaba a los treinta y cinco: se había casado muy joven. Cuando falleció mi padre yo tenía solamente seis, pero lo recordaba muy bien. Mi madre era una mujer más bien bajita, rubia, de rostro encantador aunque eternamente apenado, voz apagada y cansina y movimientos tímidos. De joven había tenido fama por su belleza, y hasta el final de sus días fue atractiva y amable. Yo no he visto ojos más profundos, más dulces y tristes, cabellos más finos y suaves; no he visto manos más elegantes. Yo la adoraba y ella me quería… No obstante, nuestra vida transcurría sin alegría: se hubiera dicho que un dolor oculto, incurable e inmerecido, consumía permanentemente la raíz misma de su existencia. La explicación de aquel dolor no estaba sólo en el duelo por mi padre, aun cuando fuese muy grande, aun cuando mi madre lo hubiera amado con pasión, aun cuando honrara piadosamente su memoria… ¡No! Allí se ocultaba algo más que yo no entendía, pero que llegaba a percibir, de modo confuso y hondo, apenas me fijaba fortuitamente en aquellos ojos apacibles y quietos, en aquellos maravillosos labios, también quietos, aunque no contraídos por la amargura, sino como helados de por siempre.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

San Francisco en Ripa

Stendhal


Cuento


Aristo y Dorante han tratado este tema,
lo que ha dado a Erasto la idea de tratarlo también.

30 de septiembre

Traduzco de un cronista italiano los detalles de los amores de una princesa romana con un francés. Sucedió en 1726, a comienzos del siglo pasado. Todos los abusos del nepotismo florecían entonces en Roma. Nunca aquella corte había sido más brillante. Reinaba Benedicto XIII (Orsini), o más bien su sobrino, el príncipe Campobasso, que dirigía en nombre de aquél todos los asuntos grandes y pequeños. Desde todas partes, los extranjeros afluían a Roma, los príncipes italianos, los nobles de España, ricos aún por el oro del Nuevo Mundo, acudían en masa. Cualquier hombre rico y poderoso se encontraba allí por encima de las leyes. La galantería y la magnificencia parecían ser la única ocupación de tantos extranjeros y nacionales reunidos.

Las dos sobrinas del Papa, la condesa Orsini y la princesa Campobasso, se repartían el poder de su tío y los homenajes de la corte. Su belleza las habría hecho destacar incluso en los últimos puestos de la sociedad. La Orsini, como se dice familiarmente en Roma, era alegre y disinvolta; la Campobasso, tierna y piadosa; pero un alma tierna susceptible de los más violentos arrebatos. Sin ser enemigas declaradas, aunque se encontraban todos los días en los apartamentos del Papa y se veían a menudo en sus propias casas, las damas eran rivales en todo: en belleza, en influencia y en riqueza.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Philibert Lescale

Stendhal


Cuento


Conocía superficialmente a aquel M. Lescale de seis pies de estatura; era uno de los hombres de negocios más ricos de París: tenía una factoría en Marseille y varios buques en el mar. Acaba de morir. No era un hombre taciturno, pero si pronunciaba diez palabras al día era casi de milagro. Pese a eso le gustaba la alegría y hacía todo lo necesario para que lo invitáramos a las cenas que habíamos establecido los sábados y que celebrábamos casi en secreto. Tenía olfato comercial y yo lo habría consultado si se me hubiera presentado algún negocio dudoso.

Al morir me hizo el honor de escribirme una carta de tres líneas. Se interesaba en ella por un joven que no llevaba su apellido. Se llamaba Philibert.

Su padre le había dicho:

—Haz lo que te venga en gana, no me importa: cuando cometas tonterías yo ya estaré muerto. Tienes dos hermanos; dejaré mi fortuna al menos torpe de los tres; a los otros dos les dejaré cien luises de renta.

Philibert había recibido todos los premios en el colegio pero lo cierto es que, al salir de éste, no sabía absolutamente nada. Después fue húsar por tres años y realizó dos viajes a América. Cuando realizó el segundo de éstos, se decía enamorado de una cantante que parecía una pícara empedernida, capaz de inducir a su amante a contraer deudas, a hacer falsificaciones y más tarde incluso a cometer algún lindo delito que lo conduciría directamente a los tribunales. Así se lo dije al padre.

El señor Lescale mandó llamar a Philibert, al que no había visto desde hacía dos meses.

—Si estás dispuesto a abandonar París y a viajar a Nueva Orléans —le dijo—, te daré quince mil francos que sólo recibirás a bordo del barco en el que trabajarás como sobrecargo.

El joven se marchó y se arreglaron para que su estancia en América durara más que su etapa de pasión.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Paolo Uccello: Pintor

Marcel Schwob


Cuento


Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir, Pablo Pájaros, debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y animales pintados que llenaban su casa; porque era muy pobre para alimentar animales o para conseguir aquellos que no conocía. Hasta se dice que en Padua pintó un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como atributo del aire, la imagen del camaleón.

Pero no había visto nunca ninguno, de modo que representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camaleón, explica Vasari, es parecido a un pequeño lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de modo que pintó campos azules y ciudades rojas y caballeros vestidos con armaduras negras en caballos de ébano que tienen llamas en la boca y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Y acostumbraba dibujar mazocchi, que son círculos de madera cubiertos por un paño que se colocan en la cabeza, de manera que los pliegues de la tela que cuelga enmarquen todo el rostro. Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas con forma de pirámides y de conos, según todas las apariencias de la perspectiva, y tanto más cuanto que encontraba un mundo de combinaciones en los repliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía:

—¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!


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Pocahontas: Princesa

Marcel Schwob


Cuento


Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas, saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba, desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones.

En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el tráfico con los indígenas.


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Un Modelo de Agricultor

Jules Renard


Cuento


El combate parecía terminado, cuando una última bala —una bala perdida— vino a dar en la pierna derecha de Fabricio. Éste hubo de regresar a su país con una pata de palo.

Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente las baldosas, que se le podría haber tomado por un sacristán de catedral.

Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que ya nada bueno podía esperar.

Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil.

Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne, siente alguna debilidad por la de madera.

Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo solo.

Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección.

Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas.

Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada paso, abre un hoyo. Él sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. Él las recubre con ayuda del pie izquierdo y sigue adelante.

Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.


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