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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 26-07-2016


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Aceite de Perro

Ambrose Bierce


Cuento


Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Al Otro Lado de la Pared

Ambrose Bierce


Cuento


Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata, simple y llanamente, de una ley.

Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certeza.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Alucinación de Staley Fleming

Ambrose Bierce


Cuento


De los dos hombres que estaban hablando, uno era médico.

—Le pedí que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda recomendarme un especialista en psicopatía, porque creo que estoy un poco loco.

—Pues parece usted perfectamente —contestó el médico.

—Juzgue usted mismo: tengo alucinaciones. Todas las noches me despierto y veo en la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro de Terranova con una pata delantera de color blanco.

—Dice usted que despierta; ¿pero está seguro de eso? A veces, las alucinaciones tan sólo son sueños.

—Oh, despierto, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo mirando al perro tan fijamente como él a mí... siempre dejo la luz encendida. Cuando no puedo soportarlo más, me siento en la cama: ¡y no hay nada en la habitación!

—Mmmm... ¿qué expresión tiene el animal?

—A mí me parece siniestra. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros de Terranova tienen un aspecto muy amable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste?

—Realmente mi diagnosis no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.

El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el rabillo del ojo. Después, dijo:

—Fleming, la descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del fallecido Atwell Barton.

Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible intento de mostrarse indiferente.

—Me acuerdo de Barton —dijo—. Creo que era... se informó que... ¿no hubo algo sospechoso en su muerte?

Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió:


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Viudo Turmore

Ambrose Bierce


Cuento


Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.

Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento, puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganarlo. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando don Aldebarán Turmore de Peters—Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.

Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Conflagración Imperfecta

Ambrose Bierce


Cuento


Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre podría estar vivo ahora.

Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas, sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas —se le diera cuerda o no— y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que, en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Carrera Inconclusa

Ambrose Bierce


Cuento


James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire, Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones, harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta —no se recuerda su nombre—, acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió en su carro o carreta ligera.

Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente, porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia, y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía el ánimo. Súbitamente —en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y mientras todos lo estaban observando— el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Chickamauga

Ambrose Bierce


Cuento


En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Amo de Moxón

Ambrose Bierce


Cuento


—¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?

No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que "tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".

—¿Qué es una "máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado". Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o piensa que piensa.

—Si no quieres responder mi pregunta —dije irritado —¿por qué no lo dices?... eso no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.

—Cuando no lo controla a él —dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.

—Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está realizando.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Caso del Desfiladero de Coulter

Ambrose Bierce


Cuento


—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? —preguntó el general.

No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.

—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.

—Es el único lugar posible —afirmó el general.

Hablaba en serio, entonces.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Engendro Maldito

Ambrose Bierce


Cuento


I. NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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