Alrededor de las once de la mañana, en el mes de
septiembre, dos extraños desembarcaron en la pequeña bahía formada por
el punto extremo del cabo Miseno y el promontorio de Bauli. El cielo era
de un intenso y sereno azul, y el mar reflejaba su profundidad con una
tonalidad más oscura. A través de las claras aguas se veían las algas de
diversos y hermosos colores que crecían entre los restos de los
palacios de los romanos ahora sumergidos bajo las aguas. El sol brillaba
con fuerza, provocando un calor intolerable. Al desembarcar, los
extraños fueron de inmediato en busca de un lugar a la sombra donde
pudieran refrescarse y permanecer hasta que el sol comenzara su descenso
hacia el horizonte. Se dirigieron hacia los campos elíseos y, caminando
entre los álamos y las moreras festoneadas con las vides que colgaban
en ricos y maduros racimos, se sentaron a la sombra de las tumbas junto
al Mare Morto.
Uno de los extraños era un inglés de buena posición social, como
fácilmente se percibía por su noble porte y modales llenos de dignidad y
libertad. Su compañero —no puedo compararlo con nada que ahora exista—
tenía una apariencia que semejaba la de la estatua de Marco Aurelio en
la plaza del Capitolio de Roma. Sosegadas e imponentes, sus facciones
eran romanas. Salvo por su atuendo, se le habría considerado la estatua
de un romano animada con vida. Lucía las ropas ahora corrientes en toda
Europa; sin embargo, parecían inadecuadas para él e incluso como si no
estuviera acostumbrado a ellas. Tan pronto como se hubieron sentado,
empezó a hablar de esta manera:
Información texto 'Valerio: el Romano Reanimado'