Textos más vistos etiquetados como Cuento no disponibles publicados el 29 de septiembre de 2016 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos no disponibles fecha: 29-09-2016


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Ex Oblivione

H.P. Lovecraft


Cuento


Cuando me llegaron los últimos días, y las feas trivialidades de la vida me hundieron en la locura como esas gotas de agua que el torturador deja caer sin cesar sobre un punto del cuerpo de su víctima, dormir se convirtió para mí en un refugio luminoso. En mis sueños encontré un poco de la belleza que había buscado en vano durante la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques encantados.

Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas.

Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas.

Y otra anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce.

Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de vid y la puerta de bronce.

Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Amados Muertos

H.P. Lovecraft


Cuento


Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.

Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud —terrorífica quietud—, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.

De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!

Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y “vieja” porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Gatos de Ulthar

H.P. Lovecraft


Cuento


Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Buen Bistec

Jack London


Cuento


Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.

La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan.

Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Celefais

H.P. Lovecraft


Cuento


En un sueño, Kuranes vio la ciudad del valle, y la costa que se extendía más allá, y el nevado pico que dominaba el mar, y las galeras de alegres colores que salían del puerto rumbo a lejanas regiones donde el mar se junta con el cielo. Fue en un sueño también, donde recibió el nombre de Kuranes, ya que despierto se llamaba de otra manera. Quizá le resultó natural soñar un nuevo nombre, pues era el último miembro de su familia, y estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos los que hablaban con él y recordaban quién había sido. Había perdido sus tierras y riquezas; y le tenía sin cuidado la vida de las gentes de su alrededor; porque él prefería soñar y escribir sobre sus sueños. Sus escritos hacían reír a quienes los enseñaba, por lo que algún tiempo después se los guardó para sí, y finalmente dejó de escribir. Cuanto más se retraía del mundo que le rodeaba, más maravillosos se volvían sus sueños; y habría sido completamente inútil intentar transcribirlos al papel. Kuranes no era moderno, y no pensaba como los demás escritores. Mientras ellos se esforzaban en despojar la vida de sus bordados ropajes del mito y mostrar con desnuda fealdad lo repugnante que es la realidad, Kuranes buscaba tan sólo la belleza. Y cuando no conseguía revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y la ilusión, en cuyo mismo umbral la descubría entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Árbol

H.P. Lovecraft


Cuento


«Fata viam invenient.»

En una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en torno a las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antaño embellecida con las más sublimes esculturas, pero sumida ahora en la misma decadencia que la casa. A un extremo de la tumba, con sus peculiares raíces desplazando los bloques de mármol del Pentélico, mancillados por el tiempo, crece un olivo antinaturalmente grande y de figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a la figura de un hombre deforme, o a un cadáver contorsionado por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca en las noches en que la luna brilla débilmente a través de sus ramas retorcidas. El monte Menalo es uno de los parajes predilectos del temible Pan, el de la multitud de extraños compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna espantosa relación con esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en una cabaña de las cercanías me contó una historia diferente.

Hace muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artística enfriara el calor de su amistad fraternal.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Burlado

Jack London


Cuento


Aquél era el final. Subienkow había recorrido un largo camino de amargura y horrores, guiado, como una paloma, por el instinto que lo llevaba hacia las capitales de Europa, y allí, en el punto más lejano, en la América rusa, el sendero acababa. Estaba sentado en la nieve con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad al enorme cosaco que, tendido de bruces sobre la nieve, gemía de dolor frente a él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo habían entregado a las mujeres. Sus gritos atestiguaban que ellas habían excedido en crueldad a los varones.

Subienkow miró y se estremeció. No temía a la muerte. En el largo camino de Varsovia a Nulato había arriesgado la vida demasiadas veces para temerle ahora al simple hecho de morir. Lo que sí le asustaba era la tortura. Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor. Sabía que rogaría, que suplicaría, que imploraría como lo habían hecho el Gran Iván y los que le habían precedido. Y eso le repugnaba. Con valor y serenidad, con una sonrisa y una chanza… así había que morir. Pero perder el control, dejar que el dolor de la carne afectara su espíritu, chillar y escandalizar como un simio, rebajarse a la categoría de bestia… eso era lo terrible.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Castillo de la Bella Durmiente

Pierre Loti


Cuento


Con frecuencia he lanzado una llamada de auxilio a mis amigos desconocidos para que me ayudaran a socorrer las penurias humanas, y siempre han escuchado mi voz. Hoy se trata de socorrer árboles, nuestros viejos robles de Francia que la barbarie industrial se empeña en destruir por todas partes, y vengo a implorar: «¿Quién quiere salvar de la muerte a un bosque, con un castillo feudal en el centro, un bosque cuya edad ya no conoce nadie?»

Viví en este bosque doce años de mi infancia y primera juventud; todos sus peñascos me conocían, y todos sus robles centenarios, y todos sus musgos. El terreno pertenecía por entonces a un anciano que no venía jamás, que vivía enclaustrado en otro lugar, y que en aquellos tiempos yo me representaba como una especie de invisible personaje de leyenda. El castillo estaba confiado a un administrador, rústico solitario y algo huraño, que no le abría la puerta a nadie; no se visitaba, no entraba nadie en él; yo ignoraba lo que podían ocultar las altas fachadas sin ventanas y me limitaba a mirar de lejos sus grandes torreones; mis paseos infantiles por el bosque se detenían al pie de las terrazas musgosas, envueltas en la oscuridad verdosa de los árboles.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Diario de un Loco

Lu Sin


Cuento


Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba en viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Sólo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.

—Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo —dijo—. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.

Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.

2 de abril de 1918

I

Esta noche hay luna muy hermosa.

Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Diente de Ballena

Jack London


Cuento


En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa—misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.

La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.

Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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