Es una historia muy breve que Yves me contó una noche tras haber ido a
la rada a conducir con su lancha cañonera un cargamento de condenados
hasta el buque que salía hacia Nueva Caledonia.
Entre ellos se encontraba un presidiario muy viejo (setenta años por
lo menos) que llevaba consigo, con toda ternura, un pobre gorrión en una
jaula pequeña. Para matar el tiempo, Yves había entablado conversación
con aquel viejo que, al parecer, no tenía mal aspecto y que estaba unido
por una cadena a un joven grosero, burlón, que llevaba gafas de miope
sobre una fina nariz descolorida.
El viejo trotamundos, detenido por quinta o sexta vez por vagabundeo y robo, decía:
—¿Cómo arreglárselas para no robar una vez que se ha comenzado;
cuando no se tiene un oficio; cuando la gente no te quiere en ningún
sitio? Hay que comer ¿no? Mi última condena fue por un saco de patatas
que había cogido en un campo, con un látigo de carretero y una calabaza.
Y yo me pregunto: ¿no podrían haberme dejado morir en Francia, en lugar
de enviarme allá tan lejos, tan viejo como soy?
Y feliz al ver que alguien aceptaba escucharlo con compasión, a
continuación le había mostrado a Yves lo más precioso que tenía en este
mundo: una jaulita y un gorrión. Un gorrión domesticado, que conocía su
voz y que durante cerca de un año, en la cárcel, había vivido subido a
su hombro. ¡Ah! ¡No había sido sin esfuerzo como había conseguido el
permiso para llevárselo consigo a Nueva Caledonia! Y luego, hubo que
hacerle una jaula adecuada para el viaje; conseguir madera, un poco de
alambre viejo y un poco de pintura verde para pintarlo todo y que
estuviera bonito.
Aquí, recuerdo textualmente las palabras de Yves:
—¡Pobre gorrión! Como comida tenía en su jaula un trocito de ese pan
gris que se da en las cárceles. Pero parecía encontrarse contento pese a
todo; daba saltitos como cualquier otro pájaro.
Información texto 'La Aflicción de un Viejo Presidiario'