Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una
celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables
deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con
los muertos que amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el
envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi
única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque
puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como
sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y
decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza
en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido
cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando
el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido
por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa,
pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud —terrorífica
quietud—, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo
espantoso.
De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad
de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad
brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre
en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo
delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!
Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía.
Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a
prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los
muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de
aguafiestas y “vieja” porque no me interesaban los rudos juegos
infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor
para participar en ellos, de haberlo deseado.
Información texto 'Los Amados Muertos'