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La Banda de Lunares

Arthur Conan Doyle


Cuento


Al repasar mis notas sobre los setenta y tantos casos en los que, durante los ocho últimos años, he estudiado los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he encontrado muchos trágicos, algunos cómicos, un buen número de ellos que eran simplemente extraños, pero ninguno vulgar; porque, trabajando como él trabajaba, más por amor a su arte que por afán de riquezas, se negaba a intervenir en ninguna investigación que no tendiera a lo insólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan variados, no recuerdo ninguno que presentara características más extraordinarias que el que afectó a una conocida familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los primeros tiempos de mi asociación con Holmes, cuando ambos compartíamos un apartamento de solteros en Baker Street. Podría haberlo dado a conocer antes, pero en su momento se hizo una promesa de silencio, de la que no me he visto libre hasta el mes pasado, debido a la prematura muerte de la dama a quien se hizo la promesa. Quizás convenga sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo motivos para creer que corren rumores sobre la muerte del doctor Grimesby Roylott que tienden a hacer que el asunto parezca aún más terrible que lo que fue en realidad.

Una mañana de principios de abril de 1883, me desperté y vi a Sherlock Holmes completamente vestido, de pie junto a mi cama. Por lo general, se levantaba tarde, y en vista de que el reloj de la repisa sólo marcaba las siete y cuarto, le miré parpadeando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de resentimiento, porque yo era persona de hábitos muy regulares.

—Lamento despertarle, Watson —dijo—, pero esta mañana nos ha tocado a todos. A la señora Hudson la han despertado, ella se desquitó conmigo, y yo con usted.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Un incendio?


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30 págs. / 53 minutos / 170 visitas.

Publicado el 27 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Corona de Berilos

Arthur Conan Doyle


Cuento


—Holmes —dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador—, por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le deje salir solo!

Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me había llamado la atención.

Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba y bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las más extraordinarias contorsiones.

—¿Qué demonios puede pasarle? —pregunté—. Está mirando los números de las casas.

—Me parece que viene aquí —dijo Holmes, frotándose las manos.

—¿Aquí?


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30 págs. / 52 minutos / 89 visitas.

Publicado el 27 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Liga de los Pelirrojos

Arthur Conan Doyle


Cuento


Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.

—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente.

—Temí que estuviera usted ocupado. —Lo estoy, y mucho.

—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.

—Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.

El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa.

—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.

—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí.

—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.


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28 págs. / 50 minutos / 190 visitas.

Publicado el 27 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Las Cinco Semillas de Naranja

Arthur Conan Doyle


Cuento


Cuando repaso mis notas y apuntes de los casos de Sherlock Holmes entre los años 1882 y 1890, son tantos los que presentan aspectos extraños e interesantes que no resulta fácil decidir cuáles escoger y cuáles descartar. No obstante, algunos de ellos ya han recibido publicidad en la prensa y otros no ofrecían campo para las peculiares facultades que mi amigo poseía en tan alto grado, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar. Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica y que, como narraciones, serían principios sin final; y otros sólo quedaron resueltos en parte, y su explicación se basa más en conjeturas y suposiciones que en la evidencia lógica absoluta a la que era tan aficionado. Sin embargo, hay uno de estos últimos tan notable en sus detalles y tan sorprendente en sus resultados que me siento tentado de hacer una breve exposición del mismo, a pesar de que algunos de sus detalles nunca han estado muy claros y, probablemente, nunca lo estarán.


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22 págs. / 39 minutos / 1.255 visitas.

Publicado el 27 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Abandonado

Guy de Maupassant


Cuento


—Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp, y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.

La señora Cadour dijo:

—¿Quiere usted acompañarme, Apreval?

Este se inclinó, sonriendo con una galantearía de los tiempos pasados. mientras decía:

—Iré a donde usted vaya.

—Bueno; vayan a coger una insolación —exclamó el señor de Cadour.

Y se metió en su cuarto del hotel de los Baños para echarse un par de horas en la cama.

Cuando la respetable señora y su antiguo compañero quedaron solos, se pusieron en marcha. Ella dijo con voz muy baja y apretándole una mano:

—¡Al fin! ¡Al fin!

Él murmuró:

—Se ha vuelto usted loca. Estoy convencido en absoluto de que se ha vuelto usted loca. Piense cuánto arriesga. Si ese hombre...

Ella le interrumpió, sobresaltada:


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7 págs. / 13 minutos / 241 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Adiós

Guy de Maupassant


Cuento


Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Les acariciaban los rostros esas ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a erguir la cabeza, incitándolos a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.

Uno de los dos —Enrique Simón— dijo, suspirando profundamente:

—¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!

Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente. Su acompañante —Pedro Carnier— algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Alexandre

Guy de Maupassant


Cuento


Aquel día, como todos, a las cuatro, condujo Alexandre hasta la puerta de la casita del matrimonio Maramballe la silla de minusválido de tres ruedas en la que paseaba hasta las seis, por prescripción facultativa, a su anciana e inválida patrona. Cuando hubo situado el ligero vehículo junto al escalón, justo en el lugar en que podía hacer subir fácilmente a la gruesa señora, entró en la vivienda y pronto se escuchó en el interior una voz furiosa, una voz ronca de antiguo soldado que lanzaba improperios; era la voz del señor, un ex capitán de infantería jubilado, Joseph Maramballe. Luego se escuchó un ruido de puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas derribadas, un ruido de pasos agitados, luego nada, y después de algunos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Maramballe extenuada por el descenso de la escalera. Una vez que, no sin esfuerzo, ella estuvo instalada en la silla de ruedas, Alexandre pasó por detrás, agarró la barra doblada que servía para empujar el vehículo, y lo dirigió hacia la orilla del río.

Cruzaban así todos los días el pueblo en medio de los saludos respetuosos que los vecinos dirigían probablemente tanto al criado como a la señora, pues si ella era querida y respetada por todos, él, aquel viejo soldado de barba blanca, barba de patriarca, era considerado como un modelo de sirvientes.

El sol de julio caía intensamente sobre la calle, ahogando las bajas casas con su luz triste a fuerza de ser ardiente y cruda. Los perros dormían sobre las aceras en la línea de sombra junto a los muros, y Alexandre, resoplando un poco, apresuraba el paso con el fin de llegar lo antes posible a la avenida que conducía al río. La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla cuya punta abandonada iba, a veces, a apoyarse sobre el rostro impasible del hombre.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Amorosa

Guy de Maupassant


Cuento


Después de comer en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para salir, y se puso a despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así la última noche del año, solo, escribiendo; recordaba cuánto le había ocurrido en doce meses, todo lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus meditaciones la imagen de un amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo cordial de Año Nuevo.

Se sentó, abrió un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y darle un beso, la dejó encima de la mesa y empezó una carta:

«Mi adorable Irene: Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en ti...»

No pasó adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venia...

Desde marzo tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de aventuras, actriz, callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido y logrado con verdadero amor. Él ya no era un joven; pero distando todavía de ser viejo, miraba seriamente las cosas a través de un prisma positivo y práctico.

«Hizo balance» de su pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de sus amistades y de todas las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado su primer apasionamiento ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto la quería y cuál podía ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió arraigado en su alma un cariño profundo, mezcla de ternura, encanto y agradecimiento, poderosos lazos que sujetan para toda la vida.

Un campanillazo lo hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un desconocido, que al pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía, salió al recibimiento, hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio en el descansillo a su querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en la pared. Sorprendido, preguntó:

—¿Qué te pasa?

Ella dijo:

—¿Puedo entrar?


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4 págs. / 8 minutos / 82 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Arrepentimiento

Guy de Maupassant


Cuento


I

El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante solo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!

Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la universidad. Luego, la muerte de su padre.

Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera solo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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