Textos más descargados etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 23

Mostrando 221 a 230 de 1.398 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento textos no disponibles


2122232425

Polinka

Antón Chéjov


Cuento


Las dos de la tarde. Por la gran mercería «Novedades de París», situada en una de las galerías, bulle una muchedumbre de compradores y se escucha el runruneo de las voces de los dependientes, semejante al que suele producirse en el colegio cuando el profesor obliga a todos los niños a estudiarse algo de memoria y en voz alta. Pero ese monótono rumor no interrumpía la risa de las señoras, ni el chirrido de la puerta cristalera de entrada, ni el correr de los chicos para los recados.

Acababa de llegar Polinka. Era una rubia menudilla y vivaz —hija de María Andreyevna, dueña de una casa de modas— y buscaba a alguien con los ojos. Un muchacho se le acercó de prisa y le preguntó, mirándola muy serio:

—¿Desea algo, señorita?

—Ver a Nicolás Timofeich, que es quien me despacha siempre —respondió Polinka.

El dependiente Timofeich, joven, moreno, cuidadosamente peinado, vestido a la última moda y luciendo un gran alfiler de corbata, se había abierto ya sitio en el mostrador y, alargando el cuello, miraba sonriente a Polinka.

—¡Hola, muy buenas! —la saludó con una fuerte y agradable voz de barítono—. Tenga la bondad.

—¡Ah, buenas tardes! —le contestó Polinka acercándosele—. Aquí estoy otra vez... A ver algún agremán...

—¿Para qué lo quería?

—Para un sujetador en la espalda, o sea, para adornar.

—Ahora mismo.

Nicolás Timofeich puso ante Polinka unas cuantas clases de agremán y la muchacha empezó a revolverlas despaciosamente, regateando en el precio.

—Por favor, a rublo no es nada caro —exclamó el dependiente, sonriendo para convencerla—. Es un agremán francés de ocho centímetros... Si quiere, puedo enseñarle otros más baratos: hay uno de a cuarenta y cinco kopecs pero, claro, es peor. Se lo voy a traer.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 72 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Polaris

H.P. Lovecraft


Cuento


El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.

Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 238 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Pocahontas: Princesa

Marcel Schwob


Cuento


Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas, saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba, desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones.

En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el tráfico con los indígenas.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 64 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Pobres Gentes

León Tolstói


Cuento


En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 400 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Pluma, Lápiz y Veneno

Oscar Wilde


Cuento


Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 275 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Piratas y Mar Azul

Arthur Conan Doyle


Cuento


El capitán Sharkey y el regreso a Inglaterra del gobernador de Saint Kitt

Cuando las grandes guerras de la Sucesión de España terminaron gracias al tratado de Utrecht, el inmenso número de corsarios que habían sido equipados por los bandos contendientes se encontraron sin ocupación. Algunos se dedicaron a las actividades del comercio normal, menos lucrativas que el corso; otros fueron absorbidos por las flotas pesqueras, y algunos, más temerarios, izaron la bandera negra en el palo de mesana y la bandera roja en el palo mayor, declarando por cuenta propia la guerra a toda la raza humana.

Tripulados por gentes reclutadas entre todas las naciones, batían los mares y desaparecían de cuando en cuando para carenar el casco en alguna caleta solitaria, o desembarcaban para correrse una juerga en algún puerto muy aislado, en el que deslumbraban a sus habitantes con su prodigalidad y los horrorizaban con las brutalidades que cometían.

Los piratas eran una amenaza constante en la costa de Coromandel, en Madagascar, en aguas africanas, y sobre todo en los mares de Indias Occidentales y de toda la América. Organizaban sus depredaciones con lujo insolente, adaptándose a las estaciones del año, acosando las costas de la Nueva Inglaterra durante el verano y bajando otra vez, cuando llegaba el invierno a los mares de las islas tropicales.


Información texto

Protegido por copyright
226 págs. / 6 horas, 36 minutos / 149 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2018 por Edu Robsy.

Piel

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Pareces preocupada, querida —dijo Eleanor.

—Lo estoy —admitió Suzanne—; en realidad, no preocupada, sino ansiosa. Entiéndeme, mi cumpleaños es la próxima semana...

—Qué afortunada —le interrumpió Eleanor—. El mío no es hasta finales de marzo.

—Verás, el viejo Bertram Kneyght acaba de llegar a Inglaterra desde Argentina. Es una especie de primo distante de mi madre, pero tan rico que nunca hemos permitido que la relación desapareciera. Aunque no le veamos ni sepamos nada de él durante años, siempre es el primo Bertram cuando aparece. No es que pueda decir que hasta ahora nos haya servido de mucho, pero ayer surgió el tema de mi cumpleaños y se interesó por saber lo que quería como regalo.

—Entiendo la ansiedad —comentó Eleanor.

—Lo habitual es que cuando alguien se ve frente a un problema así desaparecen todas las ideas —dijo Suzanne—. Es como si no se tuviera un solo deseo en el mundo. Resulta que me he quedado prendada de una figurita de Dresden que vi en una tienda de Kensington; cuesta unos treinta y seis chelines, lo que queda más allá de mis posibilidades. Casi le estaba describiendo la figura, y dándole a Bertram la dirección de la tienda, cuando de pronto me pareció que treinta y seis chelines era una suma ridículamente inadecuada para que un hombre de su inmensa riqueza gastara en un regalo de cumpleaños. Puede dar treinta y seis libras con la misma facilidad que tú o yo podemos comprarnos un ramillete de violetas. Y no es que quiera ser codiciosa, pero no me gusta desperdiciar las oportunidades.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 90 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Philibert Lescale

Stendhal


Cuento


Esbozo de la vida de un joven rico en París

Conocía yo un poco a aquel señor Lescale que era tan alto; medía seis pies. Era uno de los hombres de negocios más ricos de París; tenía una sucursal en Marsella y varios barcos en la mar. Acaba de morir. No es que fuera un hombre triste, pero, si llegaba a decir diez palabras en un día, podía considerarse un milagro. No obstante, le gustaba el buen humor y hacía cuanto fuera preciso para que lo invitásemos a unas cenas que habíamos fijado los sábados y que llevábamos muy en secreto. Tenía instinto comercial y, si se me hubiera presentado un asunto vidrioso, le habría pedido opinión.

Al morir me hizo el honor de escribirme una carta de tres líneas. Se refería a un joven en quien tenía interés, pero que no llevaba su apellido. Lo llamaba Philibert.

Su padre le había dicho: «Haz lo que te parezca, me da lo mismo: ya estaré muerto cuando hagas el tonto. Tienes dos hermanos, dejaré mi fortuna al menos tonto de los tres; y a los otros dos, cien luises de renta».

Philibert se había llevado todos los premios en el internado; el hecho es que al salir no sabía nada. Desde entonces ha sido húsar tres años y ha ido dos veces a América. En la época del último de esos viajes, aseguraba que estaba enamorado de una segunda cantante que me parece una bribona redomada muy capaz de llevar a su amante a entramparse, a cometer luego falsificaciones e incluso, andando el tiempo, algún crimen apañadito de esos que llevan derecho al tribunal de lo criminal, circunstancia que le referí al padre.

El señor Lescale mandó llamar a Philibert, a quien llevaba dos meses sin ver.

—Si sales de París y te vas a Nueva Orleáns —le dijo—, te daré quince mil francos, pero pagaderos a bordo del barco, en el que serás sobrecargo.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 75 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Philibert Lescale

Stendhal


Cuento


Conocía superficialmente a aquel M. Lescale de seis pies de estatura; era uno de los hombres de negocios más ricos de París: tenía una factoría en Marseille y varios buques en el mar. Acaba de morir. No era un hombre taciturno, pero si pronunciaba diez palabras al día era casi de milagro. Pese a eso le gustaba la alegría y hacía todo lo necesario para que lo invitáramos a las cenas que habíamos establecido los sábados y que celebrábamos casi en secreto. Tenía olfato comercial y yo lo habría consultado si se me hubiera presentado algún negocio dudoso.

Al morir me hizo el honor de escribirme una carta de tres líneas. Se interesaba en ella por un joven que no llevaba su apellido. Se llamaba Philibert.

Su padre le había dicho:

—Haz lo que te venga en gana, no me importa: cuando cometas tonterías yo ya estaré muerto. Tienes dos hermanos; dejaré mi fortuna al menos torpe de los tres; a los otros dos les dejaré cien luises de renta.

Philibert había recibido todos los premios en el colegio pero lo cierto es que, al salir de éste, no sabía absolutamente nada. Después fue húsar por tres años y realizó dos viajes a América. Cuando realizó el segundo de éstos, se decía enamorado de una cantante que parecía una pícara empedernida, capaz de inducir a su amante a contraer deudas, a hacer falsificaciones y más tarde incluso a cometer algún lindo delito que lo conduciría directamente a los tribunales. Así se lo dije al padre.

El señor Lescale mandó llamar a Philibert, al que no había visto desde hacía dos meses.

—Si estás dispuesto a abandonar París y a viajar a Nueva Orléans —le dijo—, te daré quince mil francos que sólo recibirás a bordo del barco en el que trabajarás como sobrecargo.

El joven se marchó y se arreglaron para que su estancia en América durara más que su etapa de pasión.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 5 minutos / 80 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Petróleo

Gustav Meyrink


Cuento


Fue el viernes, a mediodía, cuando el doctor Kunibaldo Delirrabias vertió lentamente la solución de estricnina en el arroyo.

Un pez surgió a la superficie, muerto, panza arriba.

«Así estarás ahora tú mismo», se dijo Delirrabias, y se desperezó contento de haber arrojado junto con el veneno los pensamientos suicidas.

Por tercera vez en su vida miraba de este modo la muerte en la cara, y cada vez, gracias a un oscuro presentimiento de que aún estaba llamado para algo grande —para una venganza fiera y dilatada—, volvió a aferrarse a la vida.

La primera vez quiso ponerle fin a su existencia cuando le robaron su invención; después, años más tarde, cuando le despidieron de su empleo porque no cejaba en perseguir y poner en evidencia al ladrón de su invento, y ahora, porque…, porque…

Kunibaldo Delirrabias dio un gemido al revivir en la memoria los recuerdos de su pena.

Todo estaba perdido, todo a lo que tenía apego, todo lo que una vez le era querido y caro. Y todo gracias al odio ciego, estrecho e infundado. que una multitud animada de frases hechas siente centra todo cuanto sale de la rutina.

¡Qué de cosas no habrá emprendido, ideado y propuesto!

Pero, apenas se ponía en marcha, tenía que abandonar la tarea; delante de él la «muralla china»; la turba de los amados prójimos y la consigna «pero».

* * *

—…«Azote de Dios», sí, así se llama la salvación. ¡Oh Todopoderoso, Rey de los Cielos, déjame que sea un destructor, ¡un Atila! —hervía la ira en el corazón de Delirrabias.

Tamerlán, el Gengis Khan, que renqueando con sus huestes amarillas de mongoles, asuela los campos de Europa; los caudillos vándalos, que sólo encuentran sosiego en las ruinas del arte romano; todos ellos son de su raza, mozos crudos, fuertes, nacidos en un nido de águilas.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 72 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

2122232425