Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el
señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con
un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y
cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me
disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un
tirón y cerró la puerta a mis espaldas.
—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente.
—Temí que estuviera usted ocupado. —Lo estoy, y mucho.
—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
—Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y
colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de
que también me será de la mayor ayuda en el suyo.
El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un
gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de
sus ojillos rodeados de grasa.
—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su
butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que
se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi
afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la
monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus
gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite
decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.
—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí.
—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos
en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland,
le comenté que si queremos efectos extraños y combinaciones
extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega
mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.
Información texto 'La Liga de los Pelirrojos'