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La Doncella y la Señora

Katherine Mansfield


Cuento


Las once. Llaman a la puerta.

… Espero no haberla molestado, señora. No estaría dormida, ¿verdad? Es que acabo de llevarle el té a la señora, y había sobrado una tacita tan rica que he pensado que quizá…

… No, en absoluto, señora. La taza de té siempre es lo último de todo. Se la toma en cama, después de las oraciones, para entrar en calor. Pongo la pavera al fuego en cuanto se arrodilla y siempre le advierto: «Tú no hace falta que te des mucha prisa en decir tus oraciones». Pero el agua siempre rompe a hervir antes de que la señora haya llegado a la mitad de sus rezos. Verá usted, señora, como que conocemos a tanta gente y hay que rezar por todos, por todos, la señora tiene un librito rojo en el que anota la lista de los nombres por los que tiene que rezar. ¡Dios mío!, cuando viene alguien de visita y luego la señora me dice: «Ellen, dame el librito rojo», me pongo furiosa, lo juro. «Otro más», pienso, «que va a tenerla al pie de la cama haga el tiempo que haga». Y no quiere un cojín ni nada, señora; se arrodilla sobre la dura alfombra. Me da unos escalofríos tremendos verla así, sobre todo conociéndola como la conozco. Algunas veces he intentado hacerle trampa, tendiendo el edredón en el suelo. Pero la primera vez que lo hice, ¡uy!, me miró de un modo…, una mirada de santa, señora, de santa. «¿Acaso Nuestro Señor se arrodilló en un edredón, Ellen», me dijo. Pero yo, que entonces era más joven, me sentí inclinada a responder: «No, señora, pero Nuestro Señor no tenía la edad de usted, y no sabía lo que era tener un lumbago como el suyo, señora». Respondona, ¿eh? Pero ella es demasiado buena, señora. Ahora mismo cuando la he arreglado y la he visto…, acostada, con las manos fuera y la cabeza sobre la almohada, tan hermosa, no he podido evitar pensar: «¡Ahora está igualita que su querida madre cuando la amortajé!»


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7 págs. / 12 minutos / 131 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Disuasión de Tarrington

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—¡Dios! —exclamó la tía de Clovis—. Allí viene. No me acuerdo de su nombre, pero almorzó una vez con nosotros. Tarrington… sí, eso. Se enteró del picnic que voy a ofrecer a la Princesa, y va a pegárseme como un salvavidas hasta que lo invite. Luego me preguntará si puede traer a todas sus mujeres, madres y hermanas. Eso es lo malo de estos pequeños reductos balnearios: uno no puede escaparse de nadie.

—Si quieres huir ya —se ofreció Clovis— puedo librar una acción de retaguardia; si no pierdes tiempo, tienes unos buenos diez metros de ventaja.

La tía de Clovis dio su decidido beneplácito a la sugestión y se alejó meneándose como un vapor del Nilo, con una ola de pequineses como estela.

—Finge que no lo conoces —fue su consejo de partida, teñido del osado coraje de quien no combate.

Un momento después las aperturas de un caballero afablemente dispuesto eran recibidas por Clovis con una mirada que denotaba absoluta falta de familiaridad con el objeto escudriñado.

—Supongo que no me conoce por los bigotes —dijo el recién llegado—. Me los dejo crecer desde hace dos meses.

—Por el contrario —dijo Clovis—, los bigotes son lo único en usted que me resulta familiar. Estoy seguro de haberlos conocido antes en alguna parte.

—Me llamo Tarrington —prosiguió el candidato a ser reconocido.

—Un apellido muy útil —dijo Clovis—; con un apellido así a nadie se le ocurriría culparlo de no haber hecho algo particularmente heroico o notable, ¿no le parece? Y sin embargo, si quisiera usted organizar un cuerpo de caballería ligera en un momento de emergencia nacional, «La Caballería Ligera de Tarrington» sería un nombre apropiado y estimulante, cosa que no ocurriría si usted se llamara Spoopin, por ejemplo. Nadie, ni siquiera en un momento de emergencia nacional, querría pertenecer a la Caballería de Spoopin.


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2 págs. / 5 minutos / 66 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Diligencia de Beaucaire

Alphonse Daudet


Cuento


En el mismo día de mi llegada aquí, había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja y destartalada que no necesita recorrer mucho camino para regresar a casa, pero que se pasea con lentitud a todo lo largo de la carretera para hacerse, por la noche, la ilusión de que viene de muy lejos. Íbamos cinco en la baca, además del conductor.

Un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, que trascendía a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas; después dos boquereuses, un tahonero y su yerno, los dos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Finalmente, en la delantera y junto al conductor, un hombre, o por decir mejor, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía nada de particular y miraba el camino con aspecto de tristeza.

Todos aquellos viajeros se conocían unos a otros, y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués refería que regresaba de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo que había dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No pretendían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el tahonero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales conocen por el piadoso nombre de la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia recién construida y consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña que se representa con los brazos colgantes y despidiendo rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina. Merecía verse cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus patronas celestiales.

—¡Está buena tu Inmaculada!

—¡Pues mira que tu Santa Madre!


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3 págs. / 6 minutos / 56 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Desconocida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa de Lacios

El cisne calla durante toda su vida para cantar bien una sola vez.
—Antiguo proverbio

Era el sagrado muchacho a quien un bello verso hace palidecer.
—Andrien Juvigny

Aquella noche, todo París resplandecía en los Italiens. Se representaba Norma. Era la función de despedida de María—Felicia Malibrán.

La sala entera, con los últimos acordes de la plegaria de Bellini, Casta diva, se había levantado y reclamaba a la cantante en un glorioso tumulto. Le arrojaban flores, pulseras, coronas. ¡Un sentimiento de inmortalidad envolvía a la augusta artista, casi moribunda, y que se alejaba, creyendo cantar!

En el centro de las butacas de patio, un joven, cuya fisonomía expresaba un alma resuelta y orgullosa, manifestaba, rompiendo sus guantes a fuerza de aplaudir, la apasionada admiración que experimentaba.

Nadie, en el mundo parisino, conocía a este espectador. No tenía aire provinciano, sino extranjero. Con su vestimenta nueva, pero de lustre apagado y de corte irreprochable, sentado en su butaca, hubiera parecido casi singular, sin la instintiva y misteriosa elegancia que emanaba de su persona. Al examinarlo, se hubiera buscado en torno suyo espacio, cielo y soledad. Era extraordinario: pero París ¿no es la ciudad de lo Extraordinario?

¿Quién era y de dónde venía?

Era un adolescente salvaje, un huérfano señorial —uno de los últimos de este siglo—, un melancólico noble del Norte, escapado de la noche de una casa solariega de Cornualles, desde hacía tres días.


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13 págs. / 24 minutos / 38 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Dentellada del Oso Negro

Robert E. Howard


Cuento


La noche caía sobre el río como una sombría amenaza, preñada de condenación. Me agazapé tras los arbustos y me estremecí en silencio. En algún lugar, en el interior de la gran casa oscura que había frente a mí, un gong sonó débilmente… una vez. Aquel gong había sonado hasta ocho veces desde me ocultara allí, al caer la noche. Había ido contando las notas, de un modo mecánico. Observé sombrío la gran masa oscura de la mansión. Se trataba de la Casa del misterio… la morada del misterioso Yotai Yun, el príncipe mercader chino… y qué siniestros negocios se cocían entre aquellos muros, era algo que ningún hombre blanco sabía. Bill Lannon se lo había preguntado —antaño había pertenecido al Servicio Secreto Británico, y, al resultarle fácil volver a sus antiguos hábitos, había realizado investigaciones por su cuenta—. Me había hablado vagamente acerca de los turbios sucesos que tenían lugar tras las paredes de la casa de Yotai Yun… nos había confiado sus descubrimientos a Eric Brand y a mí, hablándonos de misteriosos movimientos, planes insidiosos, y de un terrible Monje Encapuchado perteneciente a algún oscuro culto, que prometía un imperio amarillo…

Eric Brand, un aventurero delgado y de ojos vivarachos, se había reído de Lannon, pero yo no. Sabía que mi amigo era como un sabueso que se hallara tras la pista de algo siniestro y misterioso. Una noche, mientras los tres nos sentábamos en el salón del European Club, trasegando unos whiskys con soda, nos anunció que pretendía deslizarse, esa misma noche, en el interior de la casa de Yotai Yun, para descubrir de una vez por todas qué se cocía allí dentro. Encontraron su cadáver a la mañana siguiente, flotando en las aguas sucias y amarillentas del río Yangtze… con una daga delgada clavada hasta el fondo entre sus omóplatos.


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18 págs. / 32 minutos / 49 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Demoiselle d'Ys

Robert Chambers


Cuento


Mais je croy que je
Suis descendu au puits
Tenebreux auquel disoit
Heraclytus estre Verité cachée.

Hay tres cosas que son en exceso
hermosas para mí, sí, cuanto
que no conozco:
El águila en el aire; la
serpiente en la roca; un
barco en medio de la mar; y
la presencia de un hombre ante una doncella.

La cabal desolación de la escena empezó a tener su efecto; me senté para enfrentar la situación y, de ser posible, evocar algún hito que pudiera ayudarme a abandonar mi presente posición. Si sólo pudiera encontrar el océano nuevamente, todo se aclararía, porque sabía que era posible ver la isla de Groix desde los acantilados.

Dejé el rifle en el suelo y arrodillándome tras una roca encendí una pipa. Luego consulté mi reloj. Eran casi las cuatro. Quizá me habría alejado bastante desde Kerselec desde el alba.

Encontrándome el día anterior en los acantilados bajo Kerselec con Goulven, al mirar los sombríos yermos donde ahora había extraviado mi camino, estas colinas me habian parecido casi tan niveladas como un prado, extendidas hasta el horizonte, y aunque sabía cuán engañosa es la distancia no me di cuenta que lo que desde Kerselec parecían meras hondonadas herbosas, eran grandes valles cubiertos de espinos y brezos, y lo que parecían piedras esparcidas eran en realidad enormes peñascos de granito.

—Es un mal sitio para un forastero —había dicho el viejo Goulven—; es mejor que se procure un guía.

Y yo le había contestado:

—No me perderé.


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18 págs. / 31 minutos / 55 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

La Declaración

Guy de Maupassant


Cuento


El sol del mediodía cae en amplia lluvia sobre las praderas, que se extienden, ondulantes, entre los bosquecillos de las granjas y los diversos sembrados; los centenos maduros y los trigos amarillentos; las avenas, de un verde claro, y los tréboles, de un verde sombrío, cubren, con una gran colcha rayada, inquieta y suave, el desnudo vientre de la tierra.

Lejos, en la cima de una ondulación, alineadas como los soldados, una interminable fila de vacas: las unas tendidas, en pie las otras, guiñando sus ojos bajo la ardiente luz, arrancan y desmenuzan con los dientes el trébol de un montón tan vasto como un lago.

Y dos mujeres, madre e hija, avanzan, balanceándose, la una delante de la otra, por un angosto sendero abierto entre los sembrados, hacia aquel regimiento de animales.

Cada una lleva dos cubos de cinc, que mantienen a distancia de su cuerpo con ayuda de un aro de cuba; y el metal, a cada uno de sus pasos, despide una llama deslumbrante y blanca, bajo el sol que lo hiere.

No hablan. Van a ordeñar las vacas. Llegan, depositan el cubo en el suelo y se acercan a los dos primeros animales, que se levantan al sentir en sus costillas el golpe de los zuecos de las mujeres. La bestia se yergue con lentitud: primero sobre sus patas delanteras y alzando luego, con más trabajo, su ancha grupa, que parece entorpecida por la enorme ubre de carne rubia y colgante.

Y las dos Malivoire, madre e hija, de rodillas bajo el vientre de la vaca, estiran con un vivo movimiento de sus manos la hinchada carne, que hace caer, a cada opresión, un delgado chorro de leche en el cubo. La espuma, algo amarilla, sube a los bordes; y las mujeres pasan de un animal a otro hasta la conclusión de la larga hilera.


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5 págs. / 9 minutos / 71 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Decisión de Randolph Carter

H.P. Lovecraft


Cuento


Les repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso —y casi espero— que ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido parcialmente sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice, a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente, no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla —deseo fervientemente que así haya sido—, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra —o alguna innombrable criatura que no me es posible describir—, podrían contar.


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7 págs. / 12 minutos / 203 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Dama Pálida

Alejandro Dumas


Cuento


Soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y —acaso más que— en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar. En la casa del rico como en la del pobre, en el castillo como en la cabaña, se reconoce el principio amigo y el principio enemigo.

A veces estos dos principios entran en lucha y se combaten. Entonces se escuchan ruidos tan misteriosos en los corredores, rugidos tan horrendos en las antiguas torres, sacudidas tan formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la cabaña como del castillo, y aldeanos y nobles corren a la iglesia en procura de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos resguardos contra los demonios que nos atormentan. Pero otros dos principios más terribles aún, más furiosos e implacables, se encuentren allí enfrentados: la tiranía y la libertad.

El año 1825 vio empeñarse entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales creyérase agotada toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota la sangre de una familia entera. Mi padre y mis dos hermanos, rebelados contra el nuevo zar, habían ido a alinearse bajo la bandera de la independencia polaca, postrada siempre, siempre renacida. Un día supe que mi hermano menor había sido muerto; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba mortalmente herido; y por fin, después de una jornada angustiosa, durante la cual yo había escuchado aterrorizada el tronar siempre más cercano del cañón, vi llegar a mi padre con un centenar de soldados de a caballo, residuo de tres mil hombres que él comandaba.


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41 págs. / 1 hora, 11 minutos / 175 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Dama Negra

Alejandro Dumas


Cuento


Hacía ya doscientos años que el castillo no era sino un montón de piedras derruidas; en mitad de aquellas piedras había crecido un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy dura y nudosa. Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la aventura como los demás, y después de haberse desprendido de su chaqueta, asiendo un hacha que había mandado afilar a propósito, golpeó el tronco del árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si hubiera sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha rebotó de nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un tercer golpe, pero como al propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a una mujer entre veintiocho y treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella si su palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba que desde hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo.

—¿Qué quieres hacer con este árbol? —preguntó la Dama Negra.

—Señora, —respondió Wilhelm mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía adivinar de dónde salía—; señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la próxima fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, que amo desde hace tres años.

—Prométeme que harás una cuna para tu primer hijo —dijo la Dama Negra—, y levantaré el hechizo que defiende este árbol del hacha del leñador.

—Se lo prometo, señora —dijo Wilhelm.

—¡Muy bien! ¡pues golpea ahora! —dijo la dama.


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9 págs. / 16 minutos / 107 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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