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La Búsqueda

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Una desacostumbrada paz había descendido sobre la Villa Elsinore, interrumpida sin embargo, a frecuentes intervalos, por clamorosas lamentaciones, indicio de una azorada aflicción. El hijito de los Momeby se había extraviado; de ahí la paz; lo buscaban de modo aturdido e indisciplinado, de ahí los gritos que estremecían la casa y el jardín cada vez que regresaban para volver a buscarlo por el interior. Clovis, que era temporaria e involuntariamente un pensionista en la Villa, se encontraba dormitando en una hamaca en el extremo más alejado del jardín, cuando la señora Momeby irrumpió con la noticia.

—Perdimos a nuestro bebé —exclamó.

—¿Quiere usted decir que se murió, que huyó o que lo apostó a las cartas? —preguntó Clovis con calma.

—Estaba jugando lo más contento en el prado —dijo la señora llorosa— y Arnold acababa de llegar y yo le estaba preguntando qué salsa prefería con los espárragos…

—Espero que haya dicho hollandaise —interrumpió Clovis dando muestras de interés— porque si hay algo que detesto…

—Y repentinamente eché de menos al bebé —continuó la señora Momeby en tono más alterado todavía—. Hemos buscado de arriba abajo, por la casa, el jardín, más allá del portón, y no se lo ve por ninguna parte.

—¿Se lo oye? —preguntó Clovis—. Porque si no se lo oye debe estar por lo menos a dos kilómetros de distancia.

—Pero ¿dónde? ¿Y cómo? —preguntó la afligida madre.

—Quizá un águila o una bestia salvaje se lo llevó —sugirió Clovis.

—No hay águilas ni bestias salvajes en Surrey —dijo la señora Momeby, pero en la voz se le había deslizado una nota de horror.


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5 págs. / 9 minutos / 158 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Botellita de Cristal

H. P. Lovecraft


Cuento


—Poned la nave al pairo, hay algo flotando a sotavento.

Quien hablaba era un hombre poco fornido, de nombre William Jones. Era el capitán de una nave en la que, con un puñado de tripulantes, navegaba en el momento de comenzar esta historia.

—Sí, señor —respondió John Towers, y la nave fue puesta al pairo. El capitán Jones tendió su mano hacia el objeto, y comprobó que se trataba de una botella de cristal.

—No es más que una botella de ron que algún tripulante de algún barco ha tirado —dijo, pero, dejándose llevar por la curiosidad, le echó mano.

Era sólo una botella de ron y estuvo a punto de arrojarla, pero en ese momento se percató de que había un trozo de papel dentro. Lo sacó y leyó lo siguiente:


1 de enero de 1864

Mi nombre es John Jones y estoy escribiendo esta carta. Mi buque se hunde con un tesoro a bordo. Me hallo en el punto marcado en la carta náutica adjunta.
 

El capitán Jones le dio la hoja y vio que por el otro lado era una carta náutica en cuyo margen había escritas las siguientes palabras:

—Towers —dijo excitado el capitán Jones—, lea esto.

Towers le obedeció.

—Creo que merece la pena dirigirnos hasta ahí —dijo el capitán Jones—. ¿No cree?

—Coincido con usted —replicó Towers.

—Aprestaremos hoy mismo una embarcación —dijo el excitado capitán.

—Como mande —dijo Towers.

Así que fletaron una nave y siguieron la línea de puntos de la carta. En cuatro semanas habían alcanzado el lugar señalado y los buzos se sumergieron para volver con una botella de hierro. Dentro encontraron las siguientes palabras garabateadas en una hoja de papel pardo:


3 de diciembre de 1880

Estimado buscador; discúlpeme por la broma que le he gasto, pero eso le servirá de lección contra próximas tonterías...
 


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1 pág. / 2 minutos / 1.607 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Botella de Perrier

Edith Wharton


Cuento


Dos días de traqueteo por endiabladas rutas en un cochecillo voluntarioso pero renqueante y otros dos a lomos de una montura alquilada de temperamento poco sociable habían llevado al joven Medford, de la Escuela Americana de Arqueología de Atenas, a cuestionarse el motivo por el que su excéntrico amigo inglés, Henry Almodham, habría elegido vivir en el desierto.

Ahora lo comprendía.

Justo en ese momento se encontraba apoyado sobre el pretil de la cornisa de la antigua edificación, entre fortaleza cristiana y palacio árabe, que había sido el pretexto esgrimido por Almodham. O uno de ellos. Abajo, en un patio interior y a medida que descendía el sol, empezaba a levantarse un vientecillo que, con su repiqueteo como de lluvia, se abría paso entre el palmeral llevando frescor a los peregrinos del desierto. Una vieja higuera, enorme y exuberante, se contorsionaba sobre un blanco aljibe, succionando vida de la que parecía ser la única fuente de humedad entre aquellos muros. Más allá, a uno y otro lado, se extendía el misterio de las arenas, doradas como promesas, lívidas como amenazas, según las cubriese o descubriese el sol.

El joven Medford, cansado del viaje desde la costa y abrumado por aquella primera e íntima impresión de la omnipresencia del desierto, sintió un súbito estremecimiento y se apartó de la baranda. Indudablemente era un refugio privilegiado para un erudito misógino. Pero uno había de ser, por fuerza, ambas cosas.

«Echemos un vistazo a la casa», se dijo Medford a sí mismo, como si le urgiese tomar contacto con algo realizado por la mano del hombre para recuperar la sensación de seguridad.


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32 págs. / 56 minutos / 97 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Bofetada a Charlotte Corday

Alejandro Dumas


Cuento


—Soy —dijo— hijo del famoso Comus, físico del rey y de la reina; mi padre, al que su apodo burlesco hizo que lo incluyeran entre los prestidigitadores y charlatanes, era un sabio distinguido de la escuela de Volta, de Galvani y de Mesmer. Fue el primero que, en Francia, se ocupó de fantasmagoría y de electricidad, pronunciando conferencias de matemáticas y de física en la corte.

"La pobre María Antonieta, que yo vi veinte veces, y que más de una vez me tomó de las manos y me besó cuando estaba recién llegada a Francia, es decir, cuando yo era un niño, María Antonieta era gran admiradora suya. A su paso por París, en 1777, el emperador Joseph II declaró que no había visto nada más curioso que Comus.

"En medio de todo eso, mi padre se ocupaba de la educación de mi hermano y de la mía, iniciándonos en todo cuanto sabía de ciencias ocultas y en un montón de conocimientos galvánicos, físicos, magnéticos, que hoy son ya de dominio público, pero que en aquellos momentos eran secretos, privilegio sólo de unos pocos; el título de físico del rey, hizo que mi padre fuera encarcelado en 1793; pero, gracias a algunas amistades que yo tenía en la Montaña, conseguí que lo liberaran. Mi padre se retiró a esta misma casa en la que vivo ahora, y falleció en 1807, a la edad de setenta y seis años.

"Volvamos a mí. Acabo de mencionar mi amistad con miembros de la Montaña. Estaba relacionado efectivamente con Danton y con Camille Desmoulins. A Marat lo había conocido más como médico que como amigo. Pero, en fín, lo había conocido. Como consecuencia de la relación que tuve con él, por corta que fuera, el día en que condujeron a la señorita de Corday al cadalso, decidí asistir a su ejecución."

—Yo iba exactamente —interrumpí— a ayudarle en su discusión con el doctor Robert acerca de la persistencia de la vida, contando un hecho que la historia ha consignado relativo a Charlotte de Corday.


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4 págs. / 7 minutos / 112 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Boda del Lugarteniente Laré

Guy de Maupassant


Cuento


Un destacamento francés al mando de un eficiente oficial, el lugarteniente Laré, se encuentran en el bosque con un anciano y su hija. Ésta, fatigada y enferma, es objeto de los cuidados exquisitos de la tropa.

Desde el comienzo de la campaña, el lugarteniente Laré arrebató a los prusianos dos cañones. Su general le dijo: "Gracias lugarteniente", y le entregó la cruz de honor.

Como él era tan prudente como valiente, sutil, inventivo, lleno de astucias y recursos, se le confió un centenar de hombres y organizó un servicio de exploradores que, en las retiradas, salvó muchas veces a la armada.

Pero como un mar desbordado, la invasión penetraba por toda la línea fronteriza. Se trataba de enormes oleadas de hombres que llegaban, unos a continuación de los otros, dejando tras ellos un desecho de merodeadores. La brigada del general Carrel, separada de su división, retrocedía sin cesar, batiéndose día tras día, pero se mantenía casi intacta, gracias a la vigilancia y celeridad del lugarteniente Laré, que parecía estar por todas partes al mismo tiempo, desbarataba todas las artimañas del enemigo, burlaba sus previsiones, desorientaba a sus ulanos, asesinaba sus avanzadillas.

Una mañana, el general lo hizo llamar:

"Lugarteniente —dijo— tengo aquí un despacho del general de Lacère que está perdido si nosotros no llegamos en su auxilio mañana al amanecer. Está en Blainville, a ocho horas de aquí. Usted partirá al caer la noche con trescientos hombres que irá relevando a lo largo del camino. Yo les seguiré dos horas después. Estudie la ruta con atención; temo encontrar una división enemiga.


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4 págs. / 7 minutos / 57 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Bestia en la Cueva

H.P. Lovecraft


Cuento


La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.

Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir —reflexioné—, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.


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7 págs. / 13 minutos / 237 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Bestia

Joseph Conrad


Cuento


Entré en el bar de Las Tres Cornejas huyendo de la tormenta que estaba descargando en la calle e intercambié una mirada y una sonrisa con la señorita Blank, un intercambio que se produjo con el máximo decoro. Asusta pensar que la señorita Blank, si es que vive todavía, habrá traspasado ya los sesenta. ¡Cómo vuela el tiempo!

Al verme mirar pensativo hacia el tabique de madera barnizada y hacia los cristales, la señorita Blank me animó cariñosamente:

—En el salón sólo están el señor Jermyn, el señor Stonor y otro señor al que nunca he visto.

Me encaminé hacia la puerta y pude escuchar a alguien que hablaba al otro lado. —El tabique era de madera y la voz se elevó tanto, que las última palabras pudieron escuchar con toda claridad y en todo su horror:

—Ese tipo, Wilmot, le reventó materialmente los sesos, ¡y bien merecido que lo tenía!

Aquella inhumana declaración ni siquiera logró —puesto que no había en ella nada que fuera blasfemo ni indecoroso— apaciguar el ligero bostezo que la señorita Blank intentaba tapar con la mano y se quedó abstraída, mirando cómo se deslizaba la lluvia por los cristales.

Cuando abrí la puerta del salón la voz prosiguió con la misma entonación cruel:

—Me alegré cuando me dijeron que al fin alguien había acabado con ella, aunque sí lo sentí mucho por el pobre Wilmot. Fuimos buenos camaradas en su época, aunque como es lógico aquello fue su fin. Era un caso claro como hay pocos. No tenía solución posible. Absolutamente ninguna.


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29 págs. / 51 minutos / 247 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Benefactora y el Gato Satisfecho

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Jocantha Bessbury andaba en plan de sentirse feliz, serena y bondadosa. El mundo en que vivía era un lugar ameno, y ese día mostraba una de sus facetas más amenas. Gregory había logrado venir a casa para almorzar de prisa y fumarse un pitillo en el acogedor cuartito de descanso; el almuerzo había estado bueno y aún quedaba tiempo para hacerles justicia al café y al tabaco. Ambos eran excelentes a su modo; y Gregory era, a su modo, un marido excelente. Jocantha se sentía más bien tentada a sospechar que como esposa era encantadora, y sospechaba de sobra que tenía una modista de primera.

—No creo que en todo el barrio de Chelsea pueda encontrarse una persona más contenta —observó Jocantha, aludiendo a sí misma—, con la excepción quizás de Attab —prosiguió, echando una mirada al gran gato atigrado que descansaba muy a sus anchas en la esquina del diván—. Míralo ahí, soñando y ronroneando, estirando las patas de vez en cuando en un rapto de mullido bienestar. Parece la mismísima encarnación de todo lo que es suave y sedoso y aterciopelado, sin un ángulo brusco en su postura, todo un visionario cuya filosofía es la de soñar y dejar soñar; y luego, cuando cae la tarde, sale al jardín con un destello rojo en la mirada y atrapa algún gorrión desprevenido.

—Teniendo en cuenta que cada pareja de gorriones empolla diez o más crías al año, mientras sus fuentes de alimentación permanecen estacionarias, está muy bien que a los Attabs de la comunidad se les ocurra pasar una tarde entretenida —dijo Gregory.

Habiéndose aliviado de este sabio comentario, encendió otro cigarrillo, se despidió de Jocantha con cariño juguetón y partió al ancho mundo.

—Recuerda: esta noche cenamos un poquito temprano, porque después iremos al teatro —alcanzó a gritarle ella.


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5 págs. / 9 minutos / 53 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Belleza Inútil

Guy de Maupassant


Cuento


I

Delante de la escalinata del palacio esperaba una victoria muy elegante, tirada por dos magníficos caballos negros. Era a fines del mes de junio, a eso de las cinco y media de la tarde, y por entre el recuadro de tejados del patio principal se distinguía un cielo rebosante de claridad, luz y alegría.

La condesa de Mascaret apareció en la escalinata, en el momento mismo en que su marido, de regreso, entraba por la puerta de coches. Se detuvo unos segundos para contemplar a su mujer, y palideció ligeramente. Era muy hermosa, esbelta, y el óvalo alargado de su cara, su cutis de brillante marfil, sus rasgados ojos grises y negros cabellos le daban un aire de distinción. Subió ella al carruaje sin dirigirle una mirada, como si no lo hubiese visto, con actitud tan altanera que el marido sintió en el corazón una nueva mordedura de los celos que lo devoraban desde hacía mucho tiempo. Se acercó y la saludó, diciendo:

—¿Sale usted de paseo?

Ella dejó escapar cuatro palabras por entre sus labios desdeñosos:

—Ya lo ve usted.

—¿Al Bosque?

—Es probable.

—¿Me permitirá acompañarla?

—Usted es el dueño del carruaje.

Sin manifestar extrañeza por el tono en que ella le contestaba, subió al coche, tomó asiento junto a su mujer y ordenó:

—Al Bosque.

El lacayo saltó al pescante, junto al cochero, y los caballos, siguiendo su costumbre, piafaron y saludaron con la cabeza, hasta que pisaron la calzada de la calle.

Los dos esposos permanecían uno al lado del otro, sin despegar los labios. El marido buscaba la manera de trabar conversación, pero era tal la dureza del semblante de su mujer, que no se arriesgaba a ello.


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22 págs. / 38 minutos / 74 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Becada

Guy de Maupassant


Cuento


El anciano barón de Ravots había sido durante cuarenta años el rey de los cazadores de su provincia. Pero hacia ya cinco o seis que una parálisis de las piernas lo tenía clavado en su sillón, y tenía que contentarse con tirar a las palomas desde una ventana de la sala o desde la gran escalinata de su palacio. El resto del tiempo lo pasaba leyendo.

Era hombre de trato agradable, que había conservado mucho de la afición a las letras que distinguió al siglo pasado. Le encantaban las historietas picarescas, y también le encantaban las anécdotas auténticas de que eran protagonistas personas allegadas suyas. En cuanto llegaba de visita un amigo le preguntaba:

—¿Qué novedades hay?

Tenía la habilidad de un juez de instrucción para interrogar.

En los días de sol se hacía llevar en su amplio sillón de ruedas que parecía una cama, a la puerta del palacio. Detrás de él se situaba un criado con las escopetas, las cargaba y se las iba pasando a su señor. Otro criado, oculto en un bosquecillo, daba suelta a un pichón de cuando en cuando, a intervalos regulares, para que le cogiese de sorpresa, obligándolo a estar en constante alerta.

Se pasaba el día tirando a aquellas aves ligeras, se desesperaba si conseguían burlarle y se reía hasta saltársele las lágrimas cuando el animal caía a plomo o daba alguna voltereta extraña y cómica. Se volvía entonces hacia el mozo que le cargaba las armas y le preguntaba con espasmódica alegría:

—¡A ése le di lo suyo, José! ¿Viste cómo cayó?

Y José respondía indefectiblemente:

—El señor barón no marra uno.


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2 págs. / 4 minutos / 392 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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