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Kappa

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


Extrañamente, experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía de vidrio. Gael era uno de los más grandes capitalistas del país. Probablemente, ningún otro kappa tenía un vientre tan enorme como el suyo. ¡Y cuán feliz se le ve cuando está sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se asemeja a una litchi y a sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de Gael acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación visité fábricas con las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una manera u otra. Una de las que más me interesó fue la fábrica de libros. Me acompañó un joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se movían accionadas por energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme progreso que habían realizado los kappas en el campo de la industria mecánica.

Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica ascendía a siete millones de ejemplares. Pero lo que me impresionó no fue la cantidad de libros que imprimían, sino la casi absoluta prescindencia de mano de obra. Para imprimir un libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos grises en una abertura en forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han colocado en ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de todos tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en torrente, le pregunté al ingeniero qué era el polvo gris que se empleaba. Éste, de pie y con aire de importancia frente a las máquinas que relucían con negro brillo, contestó indiferentemente:

—¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos y se los convierte en polvo. El precio actual es de dos a tres centavos la tonelada.


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2 págs. / 3 minutos / 188 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Juventud

Joseph Conrad


Cuento


Nota del autor

… (Juventud) supone la primera aparición en el mundo del personaje de Marlow, con quien mi relación a lo largo de los años ha llegado a ser muy íntima. Los orígenes de este caballero (no sé de nadie que haya sugerido nunca que fuera otra cosa) han sido objeto de ciertas especulaciones literarias, me alegra decirlo, de índole amistosa.

Se podría creer que soy la persona indicada para arrojar luz sobre la materia pero, descubro que, en realidad, no es tan fácil. Es agradable recordar el hecho de que nadie le haya atribuido intenciones fraudulentas o lo haya menospreciado por ser un charlatán. Al margen de esto, ha suscitado toda suerte de cosas: que se trataba de un hábil encubrimiento; una simple invención; un «doble»; un espíritu familiar; un demonio maldiciente. Yo mismo he sido sospechoso de haber urdido un meditado plan para apropiármelo.

Esto no es así. No he urdido ningún plan. El personaje de Marlow y yo nos encontramos accidentalmente, como sucede con esos encuentros en los balnearios que, a veces, fructifican en amistad. El nuestro fructificó.

Pese a toda la firmeza de sus opiniones, no es un entrometido. Frecuenta mis horas de soledad cuando, en silencio, reclinamos nuestras cabezas cómoda y armoniosamente. Sin embargo, cada vez que nos separamos al concluir un relato, nunca estoy seguro de que no sea esa la última vez que lo hagamos. Creo, incluso, que a ninguno de los dos le importase mucho sobrevivir al otro. En cualquier caso, se quedaría sin ocupación, y le pesaría, pues sospecho en él cierta vanidad. No hablo de vanidad en sentido salomónico. De todos mis personajes es el único que no ha supuesto enojo alguno para mi espíritu. Un personaje de lo más discreto y comprensivo…


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44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 128 visitas.

Publicado el 31 de enero de 2018 por Edu Robsy.

Junto a un Muerto

Guy de Maupassant


Cuento


Se moría poco a poco, como se mueren los tísicos. Todos los días lo veía sentarse a eso de las dos, bajo las ventanas del hotel, frente al mar, tranquilo, en un banco del paseo.

Permanecía algún tiempo inmóvil bajo el calor del sol, contemplando con ojos sombríos el Mediterráneo.

A veces dirigía una mirada hacia la alta montaña de cumbres brumosas que cierra el Mentón; luego, con un movimiento muy lento, cruzaba sus largas piernas, tan enflaquecidas que parecían dos huesos alrededor de los cuales flotaba el paño del pantalón, y abría un libro, siempre el mismo.

Entonces, sin variar de postura, leía, leía con los ojos y con el pensamiento: parecía que todo su pobre cuerpo desfalleciente leía, que su alma penetraba, se perdía, desaparecía en aquel libro hasta la hora en que el aire fresco lo hacía toser un poco. Entonces, levantándose, penetraba en el hotel.

Era un alemán alto, de barba rubia, que almorzaba y comía en su cuarto y no hablaba con nadie.

Una vaga curiosidad me atrajo hacia él. Un día me senté a su lado, teniendo yo también en la mano, por el bien parecer, un volumen de poesías de Musset.

Me puse a hojear Rolla.

De pronto mi compañero me preguntó en un francés muy correcto:

—¿Sabe usted alemán, caballero?

—Ni una palabra.

—Lo siento; porque, ya que la casualidad nos ha reunido, le hubiera prestado, le hubiera hecho fijarse en una cosa inestimable: este libro que aquí tengo.

—¿Qué libro es ése?

—Es un ejemplar de mi maestro Schopenhauer, anotado por él. Todas las márgenes, como puede usted ver, están cubiertas con su letra.

Cogí con respeto aquel libro y contemplé aquellos garabatos incomprensibles para mí, pero que revelaban el inmortal pensamiento del mayor destructor de sueños que ha pasado por el mundo.


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4 págs. / 7 minutos / 108 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Juicio por Asesinato

Charles Dickens


Cuento


He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una (supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría mucho antes de mencionarlo. Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente imperfecta.


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14 págs. / 25 minutos / 192 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Jugando a Ser Periodista

Robert E. Howard


Cuento


Cuando entré en la trastienda del bar Ocean Wave, Bill O'Brien, Mushy Hansen, Jim Rogers y Sven Larson levantaron la nariz de sus respectivas cervezas y se echaron a reír ruidosamente. Bill O'Brien exclamó:

—¡Si es el gran hombre de negocios!

—No hay más que ver el panamá y el bastón —dijo Jim Rogers, ahogándose de la risa—. ¡Y el collar de ricachón de Spike!

Mushy suspiró melancólicamente.

—Vivir para ver, ¡Dennis Dorgan pavonéandose como si fuera un vulgar pisaverde!

—¡Escuchadme todos, ratas de muelle! —dije, dominado por una legítima cólera—. Si he hecho un enorme esfuerzo para vestirme como un caballero, no es cosa que os tenga que permitir esos insultos. El camarero me ha dicho que os encontraría aquí. ¿Qué queréis?

—Si consigues sacar algo de tiempo de tus importantes transacciones —declaró Bill con un tono cáustico—, «Hard-cash» Clemants, aquí presente, tiene una proposición que hacerte.

El susodicho individuo estaba allí sentado, fumándose un enorme puro, barrigón y más coriáceo que nunca.

—No os canséis —dije—. He colgado los guantes. He peleado con gorilas con orejas de coliflor desde el día en que fui lo bastante alto para levantar los puños y...

—Sólo porque hayas tenido la suerte increíble de apostar por la yegua ganadora en Tía Juana, ya te crees lo bastante bueno como para no volver a boxear —se burló Rogers—. Quitar el pan de la boca a tus compañeros de a bordo, eso es algo...


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15 págs. / 27 minutos / 36 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Juegos Infantiles

Katherine Mansfield


Cuento


Es primavera. Cuando las gentes dejan las carreteras para adentrarse por los campos, sus ojos se tornan inmóviles y soñadores, como los de aquellos que se mecen en las aguas de mares cálidos. No hay margaritas todavía, pero el suave olor de la hierba se va alzando en tenues oleadas a medida que avanza uno. Los árboles ya tienen hoja, y, hasta donde la vista alcanza, todo es verde en diferentes formas y matices, abanicos, manojos, altos penachos verdes que un vientecillo agita, haciéndolos juntarse unos con otros para volver luego a dejarlos en libertad. En el firmamento azul flota un puñado de tenues nubéculas, semejantes a una bandada de patitos. Las gentes deambulan sobre la hierba; los mayores resoplando y renqueando como ánades, tras del largo sopor invernal; los jóvenes, dándose la mano unos a otros de repente y dirigiéndose presurosos tras aquella cortina de árboles en lo más profundo, o buscando el abrigo de aquel grupo de sombríos arbustos espinosos salpicados de flores amarillentas. Andando de prisa, casi corriendo, como si alguna amable criatura presa en la maleza les estuviese pidiendo auxilio.

En lo más alto de un pequeño y verde montículo hay un banco muy buscado. A su lado crece un castaño joven, que tiene la forma de un hongo gigantesco. Bajo él, la tierra se ha hundido, se ha desmoronado, dejando tres o cuatro cavidades arcillosas, cuevas o cavernas, en una de las cuales una pareja menuda ha instalado su domicilio sin más mobiliario que una azada de juguete, una caja de fósforos vacía, un clavo romo y una pala. El pelo rojizo de él forma un gran flequillo, tiene los ojos azul claro, lleva un blusón rosa descolorido y botas negras de botones. Las floridas ondas del pelo de ella están recogidas hacia arriba con una cinta amarilla, y viste dos vestidos; el de esta semana debajo y el de la anterior encima, lo que le da cierto aire de corpulencia.


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4 págs. / 7 minutos / 63 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Josefina la Cantora o el Pueblo de los Ratones

Franz Kafka


Cuento


Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto. No hay nadie a quien no arrebate su canto: esto debe valorarse porque nuestra raza, en general, no ama la música. La quietud es nuestra música más querida. Nuestra vida es difícil, y no podemos —siquiera cuando tratamos de desprendernos de todos los cuidados diarios— elevarnos hasta cosas tan lejanas como la música.

Sin embargo, no nos quejamos: no llegamos a tanto, consideramos que nuestra mayor virtud es una astucia práctica, que por cierto necesitamos con extrema urgencia, y con la sonrisa de esa astucia solemos consolarnos de todo, hasta de añorar la dicha que tal vez produce la música (pero esto no sucede). Pero Josefina es la excepción: ama la música y también sabe comunicarla: es única, y cuando nos deje desaparecerá la música de nuestra vida, quién sabe hasta cuándo.

Suelo preguntarme qué sucede realmente con esa música. Puesto que somos nulos para ese arte, cómo comprendemos el canto de Josefina (pero Josefina niega nuestra comprensión, tal vez sólo creamos comprenderla). La respuesta más simple sería que es tan grande la belleza de este canto, que hasta los sentidos más torpes no pueden resistirla, pero esa respuesta no satisface. Si así fuera debería tenerse, de inmediato y siempre ante ese canto, la sensación de que en esa garganta resuena algo que nunca se oyó antes y que podemos oír porque Josefina, y sólo ella, nos capacita para oírlo. Pero justamente, según mi opinión, no sucede así, no siento eso y no he notado que otro sintiera algo parecido. En círculos íntimos, confesarnos abiertamente que el canto de Josefina no es nada extraordinario como canto.

¿Es siquiera un canto? A pesar de que no sentimos la música tenemos tradiciones de canto.


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15 págs. / 26 minutos / 125 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Jodynka

León Tolstói


Cuento


No comprendo esa terquedad. ¿Por qué te obstinas en madrugar y mezclarte con la gente del pueblo, cuando puedes ir mañana con la tía Viera, directamente a la tribuna? Desde allí lo verás todo. Ya te he dicho que Behr me ha prometido que entrarás. Además, tienes derecho, por ser dama de honor.

Así habló el príncipe Pavel Golitsin, conocido en el mundo aristocrático con el sobrenombre de Pigeon, a su hija Alejandra, de veintitrés años (a la que llamaban Rina), la noche del 17 de mayo de 1896, en Moscú, víspera de una fiesta popular, organizada con motivo de la coronación. Rina, robusta y hermosa muchacha, con el perfil característico de los Golitsin —nariz corva de ave de presa—, había dejado de apasionarse por los bailes y otros placeres mundanos desde hacía bastante tiempo; y era, o al menos se consideraba, una mujer intelectual y amiga del pueblo. Siendo hija única y muy querida de su padre, hacía lo que se le antojaba. Aquel día había tenido la idea de asistir a la fiesta popular con su primo; no con la Corte, sino con el pueblo. Iría con el portero y un cochero de los Golitsin, que tenían intención de salir por la mañana, muy temprano.

—Pero, papá, lo que quiero no es ver al pueblo, sino estar con él. Quisiera saber cuáles son sus sentimientos por el joven zar. Es posible que, por una vez...

—Bueno, haz lo que quieras. De sobra conozco tu testarudez.

—No te enfades, querido papá. Te prometo que voy a ser muy juiciosa. Además, Alek no se apartará de mí ni un momento.

Por extraño e insensato que le pareciera ese proyecto, el príncipe no pudo menos que acceder.

—¡Claro que sí! —replicó a la pregunta de si podía llevarse el coche—. Pero cuando llegues a la Jodynka, me lo mandas.

—Muy bien, conforme.

La muchacha se acercó a su padre, que la bendijo siguiendo su costumbre; le besó la mano, blanca y grande, y se fue.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Jiu-roku-sakura

Lafcadio Hearn


Cuento


Uso no yona…
Jiu—roku—sakura
Saki ni keri!

En Wakégõri, un distrito de la provincia de Iyo, se yergue un cerezo famoso y antiguo, llamado Jiu—roku—sakura, “el Cerezo del Día Decimosexto” porque todos los años florece el día decimosexto del primer mes (según el antiguo calendario lunar), y sólo ese día. De modo que la época de su florecimiento es durante el Gran Frío, pese a que el hábito natural de un cerezo consiste en aguardar hasta la primavera antes de aventurarse a florecer. Pero el Jiu—roku—sakura florece gracias a una vida que no es la propia, o que, al menos, no lo era originalmente. El espíritu de un hombre habita ese árbol.

Era un samurai de Iyo, y ese árbol crecía en su jardín y solía dar flores en la época habitual, o sea, hacia fines de marzo y principios de abril. El samurai había jugado bajo ese árbol cuando niño; y sus padres y abuelos y ancestros habían colgado en esas ramas, estación tras estación, durante más de cien años, brillantes tiras de papel de colores donde habían escrito poemas de alabanza. El samurai envejeció, a tal punto que sobrevivió a sus propios hijos, y nada le quedaba en el mundo digno de su amor, salvo ese árbol. Mas, ¡ay!, un incierto verano el árbol se marchitó y murió.

El anciano no hallaba consuelo por la pérdida de su árbol. Entonces, unos cordiales vecinos hallaron un cerezo joven y hermoso y lo plantaron en el jardín del samurai, con la esperanza de confortarlo. Él demostró gratitud y simuló alegría. Pero lo cierto es que su corazón estaba ebrio de dolor, pues tanto había adorado al viejo árbol que nada podía compensar esa pérdida.

Al fin tuvo una feliz ocurrencia: recordó que había un modo de salvar al árbol seco. (Era el día decimosexto del mes primero.) Entró en el jardín, se inclinó ante el árbol marchito y le habló de esta manera :


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Jikininki

Lafcadio Hearn


Cuento


Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.

Musõ se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musõ se acostó muy temprano; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo :


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4 págs. / 8 minutos / 63 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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