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Uno de Gemelos

Ambrose Bierce


Cuento


Una carta encontrada entre los papeles del difunto Mortimer Barr

Me preguntas si en mi experiencia como miembro de una pareja de gemelos he observado alguna vez algo que resulte inexplicable por las leyes naturales a las que estamos acostumbrados. Tú mismo juzgarás; tal vez no todos estemos acostumbrados a las mismas leyes de la naturaleza. Puede que tú conozcas algo que yo no sé, y que lo que para mí resulta inexplicable sea muy claro para ti.


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Jarra de Sirope

Ambrose Bierce


Cuento


Este relato comienza con la muerte de su protagonista. Silas Deemer falleció el dieciséis de julio de 1863 y, dos días después, sus restos recibieron sepultura. Su entierro, según el periódico local, fue «muy concurrido», pues todos los hombres, mujeres y hasta los más jóvenes de su pueblo le habían conocido personalmente. De acuerdo con una costumbre de la época, el féretro fue abierto junto a la tumba para que los amigos y vecinos asistentes desfilaran ante él y pudieran contemplar, por última vez, el rostro del finado. Después, a la vista de todos, Silas Deemer fue inhumado. Se puede afirmar que, aunque no todos los presentes estuvieran muy atentos, el sepelio no pasó inadvertido y cumplió las formalidades exigidas: Silas estaba indudablemente muerto y nadie podría mencionar un solo fallo en la ceremonia que hubiera justificado su regreso desde la tumba. Sin embargo, y a pesar de que el testimonio humano tiene siempre una gran validez en cualquier situación (incluso una vez consiguió acabar con la brujería en Salem), Silas regresó.

Olvidé señalar que estos hechos tuvieron lugar en el pueblecito de Hillbrook, donde Silas había vivido durante treinta y un años. Su profesión fue la que en algunas partes de la Unión (país libre reconocido) se conoce como tendero; es decir, tenía un comercio en el que vendía las mercancías propias de este tipo de negocios. Nadie puso nunca su honradez, al menos por lo que sabemos, en tela de juicio, pues todo el mundo le tenía en gran estima. Los más exigentes hubieran podido reprocharle un celo riguroso en su actividad. No lo hicieron, aunque a otros que mostraban menos interés en su trabajo se les juzgaba con más severidad. El negocio de Silas era, en su mayor parte, de su propiedad, y eso, probablemente, pueda haber supuesto una diferencia.


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Cuatro Bestias en Una: el hombre camaleopardo

Edgar Allan Poe


Cuento


Chacun a ses vertus.
—Crebillon, Jerjes

Por lo general, se considera a Antíoco Epifanes como el Gog del profeta Ezequiel. Cabe sin embargo atribuir con más propiedad este honor a Cambises, hijo de Ciro. De todos modos, el carácter del monarca sirio no necesita ningún embellecimiento suplementario. Su acceso al trono, o más bien su usurpación de la soberanía, en el año ciento setenta y uno antes de Cristo; su tentativa de saquear el templo de Diana, en Éfeso; su implacable hostilidad hacia los judíos; su profanación del santo de los santos, y su miserable muerte en Taba, después de un tumultuoso reinado de once años, constituyen circunstancias prominentes y, por tanto, mucho más tenidas en cuenta por los historiadores de su tiempo que las impías, cobardes, crueles, estúpidas y extravagantes acciones que forman la suma total de su vida privada y su reputación.


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Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Tragedia en Harlem

O. Henry


Cuento


Harlem. La señora Fink acaba de entrar en casa de la señora Cassidy, que vive en el piso debajo del suyo.

—¿Has visto qué hermosura? —dijo la señora Cassidy.

Volvió el rostro con orgullo para que su amiga la señora Fink pudiese verlo. Tenía uno de los ojos casi cerrado, rodeado por un enorme moretón de un púrpura verdoso. También tenía un corte en el labio, que le sangraba un poco, y a ambos lados del cuello se veían marcas rojas de dedos.

A mi marido no se le ocurriría jamás hacerme una cosa semejante —manifestó la señora Fink, tratando de ocultar su envidia.

—Yo no viviría con un hombre —declaró la señora Cassidy— que no me pegase al menos una vez a la semana. Eso demuestra que te tiene por algo. ¡Aunque esta última dosis que me ha dado Jack no se puede decir que haya sido con cuentagotas! Todavía veo las estrellas. Pero será el hombre más dulce de la ciudad durante toda la semana, como indemnización. Este ojo vale lo suyo a cambio de unas entradas de teatro y una blusa de seda.

—Me atrevo a esperar —dijo la señora Fink, simulando complacencia— que el señor Fink sea demasiado caballero para atreverse jamás a ponerme la mano encima.

—¡Venga ya, Maggie! —dijo riéndose la señora Cassidy, mientras se untaba el ojo con linimento de avellano—, lo que pasa es que tienes envidia. Tu viejo está demasiado cascado y es demasiado lento para darte un puñetazo. Se limita a sentarse y a hacer gimnasia con un periódico cuando llega a casa. ¿O no es verdad?

—Es cierto que el señor Fink se embebe en los periódicos cuando llega —reconoció la señora Fink, asintiendo con la cabeza—; pero también es cierto que jamás me toma por un Steve O'Donnell sólo para divertirse, eso desde luego que no.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Paz de Mowsle Barton

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Crefton Lockyer estaba sentado, física y espiritualmente, a sus anchas, en el terrenito, a medias huerto y a medias jardín, que confinaba con la granja de Mowsle Barton. Después de las fatigas y el estruendo de largos años de vida ciudadana, el reposo y la paz de las colinas afectaban sus sentidos con una intensidad casi dramática. El tiempo y el espacio parecían perder su significado y su brusquedad; los minutos iban imperceptiblemente convirtiéndose en horas y los grados y los terrenos barbechados se apagaban a la distancia, dulces y sin precipitación. Las malezas silvestres del seto se extraviaban por el jardín, y los alelíes y los arbustos de cultivo hacían incursiones por la huerta y el sendero. Las somnolientas gallinas y los solemnes y preocupados patos sentíanse igualmente confortables en el gallinero, en el huerto o en la carretera; nada parecía corresponder definitivamente a nada; ni siquiera los portones se encontraban necesariamente en sus goznes. Y toda la escena estaba penetrada de un sentimiento de paz que tenía una cualidad casi mágica. De tarde se sentía que había sido siempre de tarde y que seguiría siéndolo por siempre; durante el crepúsculo no se concebía que la hora hubiera podido ser nunca otra. Crefton Lockyer, sentado cómodamente sobre un rústico asiento bajo un viejo níspero, decidió que allí se encontraba el anclaje de su vida que siempre había imaginado y que, últimamente, habían anhelado con tanta frecuencia sus sentidos fatigados y tensos. Haría su morada permanente entre estas gentes sencillas y amistosas, acrecentando gradualmente las modestas comodidades de que deseaba verse rodeado, pero coincidiendo tanto como le fuera posible con su manera de vida.


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Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Ciudad de la Noche Atroz

Rudyard Kipling


Cuento


El calor denso y húmedo que cubría como un manto el rostro de la tierra aniquilaba de raíz cualquier esperanza de sueño. Las cigarras ayudaban al calor, y el aullido de los chacales a las cigarras. Era imposible estarse quieto en el eco de la casa oscura y vacía viendo cómo el abanico golpeaba el aire muerto. A las diez de la noche clavé la punta de mi bastón en el centro del jardín y esperé a ver cómo caía. Señaló directamente hacia el camino iluminado por la luna que conduce a la Ciudad de la Noche Atroz. El ruido del bastón al caer asustó a una liebre, que corrió a refugiarse en un cementerio mahometano en desuso, donde los cráneos sin mandíbulas y los fémures de cabeza roma, cruelmente expuestos a las lluvias de julio, refulgían como la madreperla en la tierra acanalada por el agua. El aire caliente y la tierra pesada habían hecho salir incluso a los muertos en busca de frescor. La liebre avanzó renqueando, olisqueó con curiosidad un trozo de cristal ahumado procedente de una lámpara rota, y se perdió en la sombra de unos tamariscos.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La aventura de Tse-i-La

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


La Esfinge: «Adivina o te devoro».

Al Norte de Tonkín existe, internándose tres leguas, la provincia de Kouang—Si, de ríos auríferos, y cuya grandeza se extiende hasta las fronteras de los principados centrales del Imperio de Enmedio, desparramando sus ciudades en la vasta extensión de la selva.

En esta región, la serena doctrina de Laotsé no ha extinguido aún la violenta credulidad hacia los Poussah, especie de genios populares de la China. Gracias al fanatismo de los bonzos de la comarca, la superstición china, aun en las clases elevadas, fermenta con más vigor que en los estados más próximos a Pekín, y difiere de las creencias de los manchúes en cuanto admite las intervenciones directas de los dioses en los asuntos del país

El penúltimo virrey de esta inmensa dependencia imperial fue el gobernador Tche—Tang, que dejó la memoria de un déspota sagaz, avaro y feroz. Véase a qué ingenioso secreto aquel príncipe, escapando a mil venganzas, debió vivir y morir en paz en medio del odio de su pueblo, al que desafió hasta el fin, sin pena ni peligro, ahogando en sangre el más ligero descontento.

Una vez —quizá ocurriese esto unos diez años antes de su muerte— un mediodía estival, cuyo ardor hacia arder los estanques y rajaba las hojas de los árboles, arrojando destellos de fuego sobre los altos tejados de los quioscos, Tche—Tang, sentado en una de las salas más frescas de su palacio, sobre un trono negro incrustado de flores de nácar y embutido de oro puro, y reclinado con languidez, se acariciaba la barba con su mano derecha, mientras que la izquierda se posaba sobre el cetro tendido en sus rodillas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Derecho del Pasado

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


El 21 de enero de 1871, reducido por elinvierno, por el hambre, por el retroceso de las expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que, casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló finalmente con brazo febril y ensangrentado la bandera que indica a los cañones que deben detenerse.

Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda, introdujo bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al príncipe de Mecklemburgo—Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha muerto.»

El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán. No había olvidado la entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones.

Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a encontrarse.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Reino de lo Irreal

Ambrose Bierce


Cuento


I

En un tramo que hay entre Auburn y Newcastle, siguiendo en primer lugar la orilla de un arroyo y luego la otra, la carretera ocupa todo el fondo de un desfiladero que está en parte excavado en las pronunciadas laderas, y en parte levantado con las piedras sacadas del lecho del arroyo por los mineros. Las colinas están cubiertas de árboles y el curso del río es sinuoso.

En noches oscuras hay que conducir con cuidado para no salirse de la carretera e irse al agua. La noche de mi recuerdo había poca luz, y el riachuelo, crecido por una reciente tormenta, se había convertido en un torrente. Venía de Newcastle y me encontraba a una milla de Auburn, en la zona más oscura y estrecha del desfiladero, con la vista atenta a la carretera que se extendía por delante de mi caballo. De pronto, y casi debajo del hocico del animal, vi a un hombre; di un tirón tan fuerte a las riendas que poco faltó para que la criatura quedara sentada sobre sus ancas.

—Usted perdone —dije—, no le había visto.

—No se podía esperar que me viera —replicó con educación el individuo mientras se aproximaba al costado de la carreta—; y el ruido del desfiladero impidió que yo le oyera.

Aunque habían pasado cinco años, reconocí aquella voz enseguida. No me agradaba especialmente volver a oírla.

—Usted es el Dr. Dorrimore ¿verdad? —pregunté.

—Exacto; y usted es mi buen amigo Mr. Manrich. Me alegra muchísimo verle —añadió esbozando una sonrisa—, sobre todo porque vamos en la misma dirección y, como es natural, espero que me invite a ir con usted en la carreta.

—Cosa que yo le ofrezco de todo corazón.

Lo que no era verdad en absoluto.


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre de Marte

Guy de Maupassant


Cuento


Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:

—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.

—Hágalo entrar.

De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.

Balbuceó:

—Le pido perdón, señor.

Se sentó y continuó:

—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted... que usted... En fin, me he armado de valor... pero verdaderamente... ya no me atrevo.

—Atrévase pues, Señor.

—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.

—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.

—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.

—Y bien, señor, adelante.

—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, de sus placeres, de su vida, en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie! ¡Oh! ¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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