El sol se había puesto. Las grandes sombras llegaron dando zancadas
sobre el bosque. Bajo el extraño crepúsculo de un día tardío de verano,
vi delante de mí la senda que se deslizaba entre los grandes árboles
hasta desaparecer. Me estremecí y miré temerosamente por encima del
hombro. Millas detrás de mí estaba el pueblo más cercano… y millas
delante, el siguiente.
Miré a izquierda y derecha y seguí caminando, y pronto miré a mi
espalda. No tardé en detenerme en seco, agarrando mi estoque, cuando una
ramita al partirse delató el movimiento de algún animal pequeño. ¿O no
era un animal?
Pero el sendero seguía adelante, y yo lo seguí, porque, en verdad, no podía hacer otra cosa.
Mientras avanzaba, pensé:
«Mis propios pensamientos serán mi perdición, si no tengo cuidado.
¿Qué hay en este bosque, excepto quizás las criaturas que merodean por
él, ciervos y semejantes? ¡Bah, las estúpidas leyendas de esos
aldeanos!»
Así que seguí adelante y el crepúsculo se convirtió en el
anochecer. Las estrellas empezaron a parpadear y las hojas de los
árboles murmuraron bajo la suave brisa. Y entonces me paré en seco y mi
espada saltó a mi mano, pues justo delante, al doblar una curva del
camino, alguien estaba cantando. Las palabras no podía distinguirlas,
pero el acento era extraño, casi bárbaro.
Me escondí detrás de un árbol enorme, y un sudor frío perló mi
frente. Entonces el cantante apareció a la vista, un hombre alto,
delgado, difuso bajo el crepúsculo. Me encogí de hombros. A un hombre no le temía. Aparecí de un salto, la espada levantada.
—¡Alto!
No se mostró sorprendido.
—Os ruego que manejéis la hoja con cuidado, amigo —dijo.
Algo avergonzado, bajé la espada.
Información texto 'El Bosque de Villefére'